10. Huye muy lejos

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Víctor

Lunes. Un día normal en mi rutina. Entre dormido y despierto, percibo a un pequeño ser que salta a la cama, se cuela bajo las cobijas para escabullirse hasta enredarse entre mis brazos. Afuera llueve, los relámpagos retumban con violencia.

—Papi, tengo miedo —murmura esa vocecilla que desde que pronunció sus primeras palabras no hay día que no quiera oírla, más cuando pronuncia ese apelativo que me colma el alma y motiva el cuerpo.

Su rostro se talla en mi pecho, con sus manitas empuña mi camiseta, pegándose lo más que puede a mí. En posición fetal, esta tierna criatura se acurruca asustada, temblando por los ruidos de esta oscura madrugada. Con toda la disposición, y algo de sueño, la abrazo dándole un beso en la coronilla, sobando su espalda, esperando que se calme.

—Tranquila, es solo la lluvia —le sereno. De pocos consigo que se relaje.

Alguien más se remueve en la cama. Una mano toca mi brazo, subiendo y bajando en una caricia que completa esta perfecta sensación. Abro los ojos; gracias a la luz que se cuela por la ventana, vislumbro a mi esposa medio dormida, consintiéndome, en medio de nosotros a nuestra hija, el fruto del amor que nació en el momento justo en que mi vida fue un caos.

Todas las mañanas es igual, despertándome con el mismo regalo. Lo creo un sueño porque nunca me imaginé que a mis casi cincuenta años tendría familia, una esposa, otra hija, y que ellas me quieran. Antes de esto, me odiaba porque me culpaba de mis desgracias. Ahora no hay día en que ruegue porque esto nunca acabe, este amor incondicional, sin que lo mendigue ni que tenga que recibir algo para también darlo. Aunque nunca lo creí de mí, me volví creyente y no hay día que no le agradezca a la vida por este regalo que me ha dado en forma de familia.

Victoria se tranquiliza entre mis brazos y las caricias que Francesca nos da. Pronto sucumbimos ante el sueño hasta que después de unas horas una alarma nos despierta para que comencemos otro día rutinario. Cuando me levanto, mi hija me insiste en que la bañe. Eso se lo dejo a Francesca por respeto. Aún es una niña, no entiende de la cosas como su intimidad, y que me pida eso, aunque me halaga porque siempre me quiera incluir en cada cosa, prefiero respetárselo y cedérselo a mi esposa.

Soy el primero en asearme. Al salir del baño, arropado en una bata, me topo con la bella imagen de dos de las mujeres que amo. Francesca porta bata, carga a Victoria, también envuelta en una toalla, listas para ducharse.

—Papi ya se bañó, no nos esperó —reprocha mi hija, posando sus manos hechas puños en su cadera mientras infla las mejillas en claro disgusto.

—Que no me puedo bañar contigo, Victoria, soy un hombre y nosotros debemos bañarnos aparte de las mujeres —explico, deseando que su terquedad le haga entender.

—¿Por qué, si solo nos vamos a bañar? Tú y mamá se bañan juntos siempre —reclama, cambiando de la austeridad a la congoja.

—Porque tenemos confianza y nos amamos, cariño —explica mi mujer que va al baño, topándose conmigo.

La forma en que anda, contoneando las caderas, así no tenga la intención de tentar, conmigo lo hace sin remedio. Amo a Francesca en todas sus facetas, más ahora, cuando asumió el papel de madre, cumpliendo bien su rol. No hay día en que me pierda en su belleza natural, en su cabello enredado en las mañanas, en su vestimenta despreocupada los domingos o su cara perezosa antes de ir a dormir. Me encanta al natural, siendo mandona, enojada, amable, afectuosa con nuestra hija, atenta conmigo. Desde que la tengo, también ruego porque esa pasión que nos unió no se acabe, de eso también aporto porque quiero que sepa cada día cuan perdido estoy en ella, en sus besos, en su piel, en su calor, en su amor. A pesar de nuestra apretada agenda le dedico un espacio solo a ella para amarla como se merece, es mi esposa y mi obligación es que sepa cuánto la amo.

He aquí una pequeña cuestión [Secuela] ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora