3. Cuando un hijo vuela del nido

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Víctor

Para un padre, la llegada de un hijo resulta caótica. Debes adaptar tu rutina para darle todo lo que necesita; recreación, aprendizaje, atención, cuidado, son los pilares para que un niño nazca en un ambiente sano.

Si lo pongo en perspectiva, fracasé en esos aspectos con mis dos primeros hijos, sin mencionar al tercero de quien no tuve idea de su existencia hasta hace cuatro años atrás. Cuando tuve a Victoria me juré que no sería ese padre indiferente, que solo daba órdenes y reprende. La única contra mental fue que a ella la estaba dando todo el amor que en un pasado le negué a mis otros hijos.

Es entonces que la vida misma se encarga de que entiendas que si estás dispuesto a cambiar, te abrirá las puertas para lograrlo. Me costó, mucho, llegar a donde estoy ahora con Torrance, ser un padre atento a lo que necesite, pendiente de lo que le falte, seguro de lo que le enseñe. Fue un duro proceso porque aún me culpaba por lo que le ocasioné, porque bien dicen que no puedes tapar el sol con un dedo y pretender que no pasó nada.

Hubo días malos donde era hostil, no aceptaba sugerencias, mucho menos regaños. Paciente soportaba lo que decía porque me lo merecía, no estaba y aún no estoy en posición de pedirle cosas. Duré un tiempo donde a pesar de las alegrías que me brindaba Victoria, me sentía derrotado, incapaz de ser un buen padre para mis hijas. Fue ahí que Francesca me ayudó a no rendirme. Mi esposa fue mi ancla, dándome la perseverancia que en toda mi vida no tuve.

Poco a poco esos días turbios se volvieron más claros. Como atento profesor la educaba, como buen oyente la escuchaba, como un padre esperaba a que se abriera conmigo. Y fue un día, de la nada, donde pedí que me dijera lo que le aquejaba y sin más se confesó. No tuve ese impulso de reprenderla, ni de sugerirle qué hacer, solo la aconsejé y como agradecimiento recibí una sonrisa que me devolvió la confianza. Sin darme cuenta hablábamos más, nuestros diálogos iban más allá de impartirle tutorías, ya no era un simple instructor dándole guías para sus futuras clases, también era su padre, ese que le negué por tanto tiempo.

El lazo entre ambos se vuelve sólido, al punto de que vivo pendiente de ellos, de si comen bien, de si se encuentran estables, porque no hay preocupación más grande para un padre que ver a sus hijos sufriendo.

Por eso, cuando veo de reojo como Torrance cae al suelo, todo alrededor se detiene, como si se congelara el alma, infundiendo terrores que nunca sentí.

—¡Torrance! —exclamo, disparándose en mi pecho un escalofrío espectral que me vuelve consciente de que esto es real.

Francesca pronto se levanta de mi regazo, corriendo al mismo tiempo que yo para detener su caída, pero llegamos tarde. Cae de bruces contra el suelo, quedando bocabajo. Apenas estoy a su lado, con cuidado la volteo, notando su mejilla enrojecida por el golpe. Hasta ese momento, me percato de las ojeras en su rostro, de lo pálida que se puso.

—Francesca, prepara el auto, nos vamos ya al hospital —le pido a mi esposa, ubicándola a mi diestra. Preocupada sostiene el rostro de Torrance para evaluar su situación, sin embargo, para alivio de ambos, parpadea, recobrando el sentido.

Dice algo entre dientes, inentendible, trata incorporarse aunque no puede. Sin pensarlo tanto, paso el brazo por atrás de su nuca y de sus piernas para alzarla. Al fin recobra el sentido, abriendo los ojos a su máxima capacidad, viéndome alarmada.

—¿Qué pasó? ¿A dónde me llevas? —reclama, mirando al costado y luego a mí. Centro mi atención a la salida de la casa.

—¡Francesca, el auto! —exclamo; la perdí de vista cuando alcé a Torrance.

—No, no. ¿A dónde carajos me llevas? —exige con insistencia, sacudiéndose entre mis brazos.

—Al hospital —informo con severidad, viéndola de reojo. Ya estoy frente a la puerta, al momento justo en que Francesca aparece para abrirla.

He aquí una pequeña cuestión [Secuela] ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora