38. Casa del terror

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Torrance

Octubre se anuncia con sus vientos gélidos, con las fachadas alumbradas con focos naranjas, verdes y violetas, fascinándome los esperpentos en la decoración. Esqueletos, fantasmas, arañas, bichos y muñecos a escala humana ambientan la macabra temporada de Halloween, siendo una competencia de quién tiene el hogar más espantoso para asustar a cualquier desprevenido.

Amo con locura este mes por su significado, por el ingenio al adornar casas con figuras tétricas, porque en cada canal transmiten películas de terror y porque, obviamente, es donde cumplo años. Es medio cósmico que justamente naciera en el mes con el que me identifico a la perfección. Puede que en alguna vida pasada haya sido bruja, por eso me gusta todo lo relacionado con el terror, quién sabe.

Para darle un merecido comienzo a esta temporada, Ethan me lleva al parque de diversiones para desestresarnos del trabajo. Aun sigo en la firma dándole lata a mi padre en algunos casos que debo gestionar y mi novio continúa en el taller de su padre; por suerte, si impresiona al director de una escuela secundaria, dará clases como profesor de humanidades dentro de unos días, supliendo por un tiempo al quien impartía esa materia, que por motivos de salud dejará libre la vacante. Estoy tan emocionada por él ya que con emoción y nerviosismo me cuenta que su madre le da consejos para enseñar.

—Me sentiré raro, ya sabes, educando —comenta, meditativo. Conduce a velocidad moderada mientras hablamos; de un tiempo para acá es más precavido desde que yo sea el copiloto. Le digo que no es para tanto, pero él arraiga que no correrá riesgos. ¡Joder! Lo amo por esos detallitos.

—¿Por qué lo dices? —le pregunto con la vista entornada.

—Porque son chicos, muy jóvenes, tal vez problemáticos, seré como un viejo gruñón para ellos, ya me pasó con cierta mujer —menciona, dándome una de esas miradas reprochadoras a las cuales correspondo con molestia, fingida por supuesto.

—Pues te entrené para la ocasión ¿no? —chanto, cruzándome de brazos. Con supuesta indignación reparo al frente, robándole una risa.

—Si, lo hiciste bien —afirma. Risueño, estira la mano para acariciar mi brazo cubierto por un saco de lana rosa pastel que Janeth me regaló debido a esta época—. Aunque nadie me advirtió que en ese entrenamiento terminaría enamorado.

—Ahí sí no es mi culpa —digo, encogiéndome de hombros. Alzo las cejas, elevando la mirada hacia el techo del auto, en una expresión de inocencia que lo hace reír más fuerte.

—Tienes responsabilidad en eso —acusa, apuntándome con el dedo, siendo autoritario a modo de juego. Lo miro con arrogancia, desviando la vista al frente a los pocos segundos—, y ahora estás asumiendo las consecuencias. —Posa su mano sobre mi vientre, acariciando un breve instante.

Tal mimo me enternece mucho, más cuando el bebé, de repente da una patadita.

—Se movió —le aviso tan pronto la retira. Al oírme, batalla entre conducir y aproximarse más para acariciar mi vientre. Su vista se mantiene en la carretera y al fin, después de unos segundos, el bebé se remueve, una breve sacudida que a Ethan le roba una enorme sonrisa.

Estos momentos me encantan demasiado, me sobrecogen el corazón en un calor intenso que no sé cómo manejar. A veces lloro, en otras rio sin parar, emocionada porque Ethan y Junior se comuniquen así, entre caricias y pataditas. Es como si el bebé lo reconociera cada que me toca, como si supiera, sin conocerlo, que es su padre. ¡Dios! No sé qué hacer con tanta ternura. Mis ojos se empañan un poco, sonrío cuando mi novio, más que anonadado, siente como nuestro hijo se mueve como loco en mi panza.

He aquí una pequeña cuestión [Secuela] ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora