37. El orden natural de las cosas

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Ethan

Nathan es lo más cercano que tuve a un hermano cuando se mudó a esta ciudad junto con sus padres. No es que yo fuera un adolescente que le gustaba estar en fiestas, prefería estar en casa, por lo que él se encargaba de que llevara una vida normal de chico de preparatoria. Gracias a él fui un poco más sociable.

Mi primo siempre fue carismático, tenía amigos no solo en su mismo curso, también en otros, incluso en los superiores, donde yo estaba. Se llevaba tan bien con todos que era el mediador cuando se presentaban problemas en las fiestas o en la propia preparatoria. Lastimosamente eso cambió cuando presentábamos los exámenes de admisión a la universidad.

Sus aspiraciones no eran litigar en una corte ni tratar con papeleo engorroso, lo que quería más que cualquier trabajo de oficina era cocinar.

Fue extraño cuando me lo dijo, pasó días antes de revisar a qué universidades aplicaríamos y a qué carreras. Me lo confesó con temor, no quería ser juzgado ni que sus padres se enteraran. Porque lo apreciaba mucho, lo alenté y le sugerí que hablara con ellos, que les enseñara que esa era la vocación a la que aspiraba. Como era de esperarse, no resultó bien.

Desde ese momento cambió. Se alejó de mí, no era mi amigo ni confidente ni aquel primo que me obligaba a ir a fiestas donde la pasábamos genial. Nuestra relación se fracturó, tanto que no supe de él hasta cuando ingresó a la universidad, un semestre después de que yo entrara a leyes, sorprendiéndome que eligiera la misma carrera.

Traté de llevarme bien con él, me le acercaba, le ofrecía mi ayuda, pero de nada servía; hacía de cuenta que no existía, que no me conocía, eso en el fondo me afectó. Lo estimaba, pero dejé de insistir. Si no me quería a su lado ¿qué ganaba con pretender que estábamos bien cuando él no me toleraba? Fue decepcionante aceptarlo en ese entonces.

Con el avance de la carrera, Nathan apartó la hostilidad para acercarse con el único fin de que le diera asesorías. Leyes no le resultaba nada fácil, además, para sobrellevar las exigencias de su padre, recurrió a un método insano para olvidarse de sus problemas.

Él no era de usar drogas, prefería escaparse de casa y quedarse en la mía con tal de no soportar los alegatos de su padre, pero debido a que no éramos tan cercanos en esa etapa universitaria, no encontró otro modo para lidiar con el estrés y la ansiedad, estados de los que ha sufrido por lo dictador que era mi tío. Esa era la razón por la que Nate era tan amigable con las personas, para aparentar que en su familia nada pasaba, que todo era perfecto y que por eso se la pasaba genial.

Me dolió mucho que mi primo cayera por esas sustancias. Aunque jurara que se sentía estupendo cuando inhalaba o fumaba maría, en el fondo estaba roto, cansado de hacer lo que no quería. Le ofrecí alternativas, le sugerí que abandonara eso que lo hacía infeliz, negándose porque había conocido a alguien; Rachel.

Hubo un halo de esperanza. Ella logró lo que no pude, le quitó esa dependencia, lo hizo más feliz, por un momento le dio esperanzas, ganas de enfrentar a quienes criticaban sus decisiones. Lo malo es que recayó.

Nunca entendí a mi tío, jamás algo lo hizo sentir orgulloso, ni siquiera su único hijo que cumplía con cada requisito que demandaba, por eso, pese a que Nathan le propuso terminar la carrera de leyes para luego hacer cursos de cocina, que era a lo que aspiraba, lejos de gustarle el trato, lo rechazó con repudio. No quería un hijo marica; en su arcaico pensar, consideraba el cocinar o cualquier oficio dedicado al hogar, algo exclusivo para las mujeres. Su hijo recibió de la peor manera esa negativa; además de las drogas, añadió la bebida a ese grupo de nocivas formas de olvidar sus desgracias, y con ello, fue perdiendo el cariño de quien, en algún instante de su oscura existencia, le regaló algo de luz.

He aquí una pequeña cuestión [Secuela] ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora