Capítulo 5

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- ¡Arriba Katie! -exclama mi hermano dando tumbos en mi cama- Es lunes y hay tortitas de desayuno.

- Andrew, ¿no me podrías despertar como si fueses un hermano normal? -digo con tono de cansancio.

- Entonces, tus mañanas no habrían sido especiales, si no aburridas y monótonas.

Me levanto como si mi cuerpo pesase una tonelada y sigo a Andrew hasta la cocina. La casa está inundada por un dulzón olor a tortitas caseras. El sol ha vuelto a salir y sus rayos iluminan tímidamente la casa.

- Buenos días, Kate -hace mucho que alguien no me llama por ese nombre- Espabila que hoy es el primer día y no creo que quieras llegar tarde.

En realidad no era el primer día, más bien estábamos a mitad del trimestre, pero por las mañanas prefiero quedarme callada. Desayuno en silencio, haciendo caso omiso de las tortitas, y subo a prepararme y a coger la mochila con los libros. Primer día, ¡Dios!, estoy nerviosa y a la vez preocupada. Durante los próximos meses seré la chica rarita sin amigos y chapona. Siempre igual. Los adolescentes no saben mirar más allá de esa tapadera a la que llaman físico o popularidad. Y lo sé porque yo también lo soy, pero intento guiarme por ese instinto solo cuando la otra persona puede dar problemas, no cuando me supera en intelecto o habilidad. Eso me parece absurdo y por mucho que intenten evitarlo, siempre está presente. Bajo las escaleras con desgana y voy al garaje, un pequeño cuarto con herramientas, al que se podía acceder desde la cocina. Mi hermano y mi padre ya me están esperando. Meto la mochila en el asiento de atrás, junto a mí, y la puertecita mecánica se abre, dejando pasar la luz al único cuarto oscuro de toda la casa.

El instituto está en la parte central de la ciudad, rodeado de altos edificios de numerosas plantas. Mi padre nos deja justo en la entrada, lo que a decir verdad es un alivio. No me apetece ver a mi padre lanzando miradas de amenaza a cada chico que nos mirase.

- ¡Que tengáis suerte el primer día! ¡Y no os olvidéis de ir a secretaría a por vuestros horarios! -grita mi padre a modo de despedida.

El instituto es enorme, construido con toneladas de ladrillos rojos. En la parte central del techo se alza una pequeña torre con una gran campana y debajo, un enorme reloj de números romanos marca la hora. La entrada, al igual que el resto de la parte baja del edificio, está cubierta por unos soportales de piedra que formaban arcos y se sostienen sobre unas fuertes columnas. El patio, ahora poblado por una multitud de adolescentes, dispone de canchas de fútbol y baloncesto, al menos en la parte delantera.

Avanzamos al interior del edificio, con la idea fija de ir a la secretaría y no quedarme embobada. Pero no puedo evitarlo. En el centro de la entrada hay un mostrador con una señora con pequeñas gafas de bibliotecaria, que mira por encima de ellas a los estudiantes. A los dos lados, unos pasillos se curvan hacia el fondo y unas escaleras acceden a los pisos con las aulas. Nos acercamos a la señora del mostrador y le preguntamos por la secretaría. Ella, sin hacernos mucho caso, nos registra los nombres y nos entrega a cada uno nuestro respectivo horario.

- Vale, así que nos tenemos que separar aquí -dice mi hermano- Suerte e intenta hacer amigos -añade dándome un beso en la frente.

- Suerte tu también. Espero no perderme.

Subo las escaleras hasta las aulas. Suena el timbre y una multitud de adolescentes me arrollan hacia las clases. Me aparto a un lado e intento encontrar el aula de biología. Miro por encima de la muchedumbre para poder verla, pero no encuentro nada. "¡Genial, ya me he perdido!", pienso desesperada. Me vuelvo a meter entre la multitud a ver si encuentro a alguien con un libro como el mío. Busco desesperadamente hasta que por fin la encuentro. Llamo a la puerta y entro, justo cuando el profesor comenzaba la clase. "¡Ala, el primer día tarde! ¡Te felicito Katie!", me digo a mi misma. Pero en lugar de echarme una mirada de odio, el profesor se limita a sonreírme.

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