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"...porque nunca fue un secreto que eché en tu tierra mis raíces, ni que permití que tus aguas motearan de hojas verdes todas mis ramas desnudas. Y jamás oculté que fue tu vida, no la mía, quien floreció todos los capullos que algún día creí ya secos...".


―¿Por qué vienes aquí, si no te gusta leer?

Me recuerdo alzando la cabeza con la única intención de echarlo al son de un «¿y a ti qué te importa?», sin embargo, en cuanto su mirada inquieta se enredó de la mía con tal atrevimiento, no quedó otra salida que no fuese tragarme mis malos modos. No lo supe en ese preciso momento, aunque lo sospeché poco después y este otoño ya no me quedan dudas: le bastó nada más que una pregunta, como lo hubiese sido cualquier otra, para hacerme entender que a partir de ese instante tenía algo que perder.

Falto de la voluntad que requería pedirle que me dejase solo, opté por cuestionarle el por qué estaba tan seguro de que no me gustaba leer, si no me conocía de nada. Quizá aquello se consideraba una invitación tácita a compartir mi espacio en el mundo fuera de mi pequeña burbuja, pues antes de responder se sentó no frente a mí, sino a un lado; hombro a hombro contemplamos durante varios segundos el ventanal que se elevaba ante nuestras narices. Solo hubo silencio hasta que le escuché tamborilear los dedos sobre el lomo de un libro, dejó pasar el tiempo suficiente para hacerme saber, o así lo pensé, que su respuesta estaría muy bien medida.

―Siempre vienes y te sientas justo aquí, nada más. Por horas. Estás cuando llego y sigues todavía cuando me voy. ―Sus palabras me hicieron obviar mi atención del cristal para entregársela a él, si es que no la tenía toda de por sí, y le dediqué un breve vistazo de refilón. Tendría que haberme preocupado el hecho de que hablase como si fuera algo común en su rutina reparar en mí, en la figura espectral en la que me transformaba cada vez que echaba raíces en mi banco de siempre solo para permitir que el tiempo matase mis horas, aunque no lo hizo―. Tuve que venir aquí y comprobar por mi mismo si acaso la vista desde este lugar es diferente a otras, pero no. Estoy casi seguro de que la lluvia es la misma que la de ayer, exactamente igual que la de allá.

Se giró para mostrarme, con un gesto de su mentón, una de las mesitas a un costado de la barandilla del segundo piso de la biblioteca, que conectaba con el primero a través de una doble altura. Eso resolvió solo una de mis dudas: nunca lo había visto debido a que ahí le dábamos la espalda a su sitio, mientras que el mío le quedaba siempre en el horizonte de la mirada.

―Entonces, ¿por qué? ―dijo, haciéndome olvidar muy rápido de lo demás.

―¿Por qué parece tan importante?

―Porque no puedo concentrarme desde que me di cuenta ―comentó, como si fuese lo más normal―. Así que perdón, pero necesito sacarme esa duda para volver a prestarle atención a lo que debo. Has retrasado mucho mis lecturas de esta semana.

No pude evitar pensar que esa clase de abordamiento, siendo que no fui yo quien se acercó en primer lugar, me hubiese irritado de sobremanera viniendo de cualquier otra persona. Pero no con él. Tal vez fue que distinguí en su voz un tono luminoso y amigable, que me invitó a estar seguro de que más que un reclamo era una broma; o quizá la forma en que lo dijo: igual que si tuviera todo el derecho del mundo a saberlo, a venir y arrancarme las respuestas a su antojo. Sea lo que fuese, me reí. El sonido resultó tan inusual que lo percibí extraño al vibrar en mis cuerdas vocales, apretujado incómodo contra mi garganta.

¿Qué clase de sentido tenía que una persona cualquiera, sin nombre ni identidad, desconcertara tanto a otra? Me dejó un gusto absurdo.

―Pues... no lo sé. Es silencioso, tranquilo; además hay calefacción. ―«Y ni en mil años se les ocurriría venir a buscarme aquí», aunque eso no se lo confié.

Las páginas que dejamos en blanco Donde viven las historias. Descúbrelo ahora