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Mich era la clase de persona capaz de sonreírte en una mirada, achicando unos ojos que resplandecían apenas encontrar los tuyos y te permitían saber que se alegraban de verte. En cuanto te atrapaba en ese gesto no hacía falta que su boca o el resto de su rostro hiciese nada más. Yo, aunque en un principio lo deseé, no me vi capaz de corresponder a su gesto con la misma autenticidad que él irradiaba; muy por el contrario, si hubiera tenido la oportunidad de darme un vistazo desde su posición, con toda seguridad me habría encontrado luciendo como un venado deslumbrado en medio del camino a la mitad de la noche: paralizado, solo capaz de contemplar aquellos lagos platinados.

Lo primero que pensé fue que seguro estaba delirando, pues no me parecía probable que nos fuésemos a encontrar en aquel sitio en particular, de tantos otros. Aunque pronto el metal frío del carro de compras y la vieja canción ochentera de los parlantes del supermercado me confirmaron que, de hecho, el hombre plantado frente a mí era tan real como mi pasmo. No estaba seguro de si me brindó su risa por el choque, mis disculpas apresuradas o la palidez de mis mejillas ante el susto.

Me esforcé en formular no una, sino varias cosas que poder decirle; pero todas se me agolparon en el paladar de tal modo que lo único que pude expresar fue un balbuceo incoherente. No cabía duda, si existía un ser humano bueno sobre la tierra tenía que ser él, pues no lo vi titubear cuando se ofreció a rescatarme del apuro, mostrándome el esplendor de su benevolencia al no dejar que continuase haciendo el ridículo.

—¿Estás bien? —Me echó un vistazo rápido, como para asegurarse de que no me había dado con las ruedas en la espinilla o algo. Si lo hizo, no lo sentí o la vergüenza fue mucho más fuerte. Me apresuré a asentir—. Trata de caminar con la mirada al frente, podrías caerte o lastimarte, espero que no lo hagas cuando vas por la calle.

Por un instante ni siquiera me preocupó que me creyese tan estúpido como para atravesar carreteras sin mirar a ambos lados, era un detalle muy insignificante comparado con el subidón inicial que me provocó aquella pequeña muestra de preocupación por mi bienestar.

—No, para nada. Solo estaba distraído... —respondí, incapaz de sostenerle la mirada aunque de igual modo negándome a dejarlo ver que era porque sus ojos me intimidaban demasiado con su solemnidad metálica. Rogué al cielo no pasar de la palidez al sonrojo en dos segundos, ya que no lo habría podido ocultar—. Discúlpame por chocarte.

—No te preocupes, no es mío —bromeó, al tiempo que tamborileaba los dedos sobre el manubrio de la cesta. Quise reírme o al menos demostrar que lo que dijo me pareció divertido, pero estaba tan apabullado que la gracia y amabilidad no pudieron salir de mis entrañas. No dejó pasar mucho tiempo antes de volver a hablar—. ¿Cómo has estado, Illy?

Me gustaba la manera en que pronunciaba mi nombre, sobre todo pensar en el camino que tenía que recorrer su lengua para articular la "L" con esa gracia. Traté de imitarlo en silencio, deslizando la punta sobre mi propio paladar y presionando los labios ante el cosquilleo que eso me provocó.

—Muy bien. —La respuesta vino de manera automática, pues deseaba alejar rápido la conversación de mi persona—. ¿Y tú? Ya no...

Dejé que las palabras flotaran en el aire, consciente de pronto de que estaba por decirle que no lo volví a ver en nuestro lugar de la biblioteca. Recordé aquella tarde en la que me dirigí a ese sitio con la esperanza tintineante de encontrarnos solo para darme con la realidad de que no estaba ahí. Quise retroceder unos segundos y no decirlo, ya que me pareció que era suficiente humillante el solo hecho de saberlo yo; no tenía que darse cuenta también él, pues habría sido mil veces peor que una confesión acerca de los sueños de su rostro por la noche y las fantasías constantes de encontrarlo en algún lugar al azar, como en ese momento.

Las páginas que dejamos en blanco Donde viven las historias. Descúbrelo ahora