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Cambió de turno cerca del mediodía, yo tampoco tenía mucho que hacer. Cuando salió de la tienda con el nuevo aire de libertad, esperé a que se alejara un poco antes de comenzar a morderle las huellas; por fortuna no me di con la pared de seguirlo hasta que terminara por subirse a un auto, sino que serpenteamos por las calles del centro bajo un sol que ya no calentaba en esa época del año. Nuestra primera parada fue una tienda que yo había visto antes, pero a la que jamás presté atención, era un local pequeñito de música. Esperé, de nuevo, del otro lado de la calle para no correr el riesgo de que al salir nos diéramos un encontronazo de frente, ahora que conocía mi cara.

En realidad no estaba seguro de por qué hacía todo eso. Sabía bien que no iba a tomar acción al respecto, al menos no ese día; tenía claro que era con la intención de que con suerte fuera a su hogar para así yo saber a dónde ir... ¿en caso de qué? Ya lo averiguaría después. Con la información en mano, las improvisaciones se me daban mejor.

Desafortunadamente, no era ese el día. Luego de salir del sitio, se internó aún más en las entrañas del centro de la ciudad hasta la plaza principal, pasó campante las puertas de un café, y pude verlo a través de la ventana sentarse en una mesa donde ya lo esperaba un grupo de cinco o seis adolescentes más. Era paciente, aunque no lo suficiente para aguardar ahí por horas sin estar seguro de si después volvería a casa. Por lo menos sabía cuándo podría encontrar a su padre, que era quien me importaba en realidad.

Me dispuse entonces a regresar sobre mis propios pasos para irme a casa, con toda la intención y deseo de sacarme los tenis tan pronto como atravesara la puerta de mi cuarto; lanzar lejos la camisa y acurrucarme entre las sábanas a dormir el resto del día. Tardé un buen rato en llegar, pero cuando por fin comencé a acercarme la idea de cama y descanso se volvieron cada vez más seductoras; hacía mucho tiempo no me sentía así de cansado, bien pudiera ser por la caminata, aunque lo atañía bastante más a la noche. Claro, nada podía ser tan sencillo, por supuesto que no, porque ya había tenido un día maravilloso como para tener dos seguidos.

Una sombra se me cerró en el último callejón antes de llegar a mi edificio, mis manos se convirtieron en un segundo en dos puños listos para luchar contra el asaltante que me había ido a topar en ese sitio. Sin embargo, no llegó la punta de una navaja presionando la piel de mi estómago a través de la tela de la ropa, tampoco las amenazas furiosas e instrucciones apresuradas por entregar todo lo que tuviera encima. No. Lo que sí llegó fue una mirada a la se le desbordaba la ansiedad; una película cristalina abrillantando unos desconocidos, aun así tan familiares, iris pálidos.

—¿Qué haces aquí?

Ni queriendo hubiese podido recibirlo con un tono más amigable, suave; las palabras las expulsó directamente mi sistema nervioso en punta ante su tacto y cercanía. Ni de haberse tratado de un asaltante me hubiera sobresaltado de esa manera.

—¿Dónde estabas? —Las manos temblorosas, la forma en la que humedecía los labios con la lengua y le resultaba imposible mantener una sola de sus extremidades quietas. Si lo que tenía encima no eran varias noches sin dormir un minuto completo, debía ser coca o algo peor.

—Qué te importa. —Me sacudí de su agarre como si su palma quemase sobre mi pie, dedicándole la mirada más llena de desdén que hubiese visto el mundo en, por lo menos, décadas.

—Necesito que me ayudes.

—Ya te dije que si quieres algo de... —Me detuve en el último segundo, volteando a mi alrededor para asegurarme de que estuviéramos solos. Luego consideré que no lo estábamos, nunca por completo; al menos no en mi lado de la ciudad. Ahí donde se levantaba el castillo de purple cada ladrillo tenía ojos—... eso, lo viéramos en el restaurante. No te quiero por aquí, me vas a meter en problemas.

Las páginas que dejamos en blanco Donde viven las historias. Descúbrelo ahora