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Después de aquel día continué saliendo con Dylan y Susie. Fue muy sencillo acoplarme a ellos, pues a pesar de que ahora los tres éramos adultos —o procurábamos serlo—, no cambiaron tantas cosas desde la preparatoria.

Susie continuaba siendo aquella chica repostera que gritaba que lo era a cuadras de distancia, y mi amigo, pese a no ser más el deportista estrella, continuaba poseyendo el carisma de uno. Claro, no hablábamos mucho de los viejos tiempos en particular por Dy, quien pese a asegurar que estaba satisfecho con su vida actual, siempre parecía ensombrecer su semblante sonriente al toquetear las posibilidades de una realidad perdida tiempo atrás.

Fue fichado para una buena universidad en donde era la promesa del baloncesto, la estrella de su equipo universitario. Hubiese terminado jugando en las ligas profesionales, de no ser por aquella fractura que le destrozó la rodilla izquierda. Tras dos operaciones e infinitos meses de terapia, consiguió volver a caminar sin cojear, sin embargo, no fue suficiente para regresar a la cancha. De vez en cuando, si pasábamos demasiado tiempo sentados, le veía estirar la pierna y masajear su rodilla; no cojeaba, pero el dolor era un recordatorio permanente de lo que pudo ser y no fue.

En cambio, parecían siempre muy interesados en hablar de mí. Los comentarios acerca de mi improbable transformación a un tipo más callado de lo que recordaban eran constantes, lo que me incomodaba mucho más de lo que me sentía capaz de hacerles saber. Por supuesto que no les di ninguna explicación, me limitaba a encoger los hombros y hacer una mueca de "pues no sé", aunque yo sospechaba que ellos se imaginaban lo que sucedía. Habíamos sido amigos durante demasiados años para que no lo hicieran, en especial luego de estar presentes en aquellas épocas de mediados de la adolescencia en las que se volvieron comunes las marcas por todo el cuerpo. Nunca lo preguntaron de frente y yo lo agradecí, pues podía lidiar con la incomodidad de sus miradas, más no con la vergüenza que me hubiese producido que lo dijeran con palabras.

Mientras ellos no señalaran lo obvio, todos podríamos seguir fingiendo que no sucedía y con esto yo estaba perfecto.

Mis momentos favoritos tenían lugar cuando no necesitábamos ir al pasado para hacernos con un tema de conversación, sino que podíamos gastar horas con pláticas de sobremesa intercambiando opiniones sobre tal o cual cosa. A veces nos juntamos con algún otro amigo de la preparatoria que yo olvidé después de tantos años, pero que parecía aún tener una buena relación con ellos dos. Veíamos partidos, tomábamos algunas cervezas.

Me sentía como si de nuevo estuviese en aquellas épocas de escuela en las que, al menos si estaba en su compañía, podía olvidarme de lo demás. Mientras escuchaba las anécdotas de Dylan o ayudaba a Susie con la preparación de los snacks, no recordaba que todas las noches antes de acostarme rumiaba alrededor de un hombre que vi dos veces en mi vida y era incapaz de sacarme de la cabeza. Que evocar a Mich me producía casi lo mismo que causaba en Dylan fantasear acerca de su carrera como basquetbolista. También me olvidaba de las discusiones constantes que levantaba en casa mi nueva vida de salidas continuas y llegadas a buenas horas de la madrugada.

Me ocupé hasta el cuello para no dar vueltas jamás alrededor de mí mismo, en mis dudas, en mis miedos. Si lo ignoraba era capaz de acallar aquellas voces hasta desaparecer casi por completo, dejando solo el regusto del sonido blanco pitando en mis tímpanos.

Los turnos en Alloro's eran interminables y pesados, aunque yo dejaba todo mi cuerpo ahí para que no quedara espacio algo más. Mis tiempos libres casi siempre los pasaba con mis amigos, y cuando no era posible, hablaba con Sarah para pedirle que me asignase turnos dobles; ella se mostró reacia en un inicio, pero al cabo de unas semanas dejó de preguntarme muchas cosas.

Cuando volvía a casa estaba tan exhausto que apenas podía conseguir que mis pasos fueran uno detrás de otro hasta la cama, donde me echaba y casi al instante caía dormido. La mayoría de veces ni siquiera llegaba a deshacerme de la ropa para cambiarla por una pijama, si acaso era un milagro que me quitara los zapatos.

Las páginas que dejamos en blanco Donde viven las historias. Descúbrelo ahora