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Venía caminando por la acera, apresurado, su silueta siendo enmarcada por la luz fría y la nieve. Aquel día no salió el sol, se mantuvo escondido detrás de las nubes espesas y grises arremolinadas, con la amenaza latente de dejar caer en el momento más inesperado una tormenta que bloquearía caminos, puertas, autos. Llegó hasta mí expulsando su aliento blancuzco y escondiendo las manos al interior de los bolsillos, con una expresión que me dijo, tan pronto lo tuvo cerca para adivinarle el ceño fruncido, que no traía a mí las noticias que yo estaba ansiando escuchar.

—¿Nada? —pregunté, tan pronto estuvo frente a mí y todo lo que respondió fue una negativa con la cabeza y un suspiro de cansancio y frustración entremezclados.

Asentí, tratando de asimilar que me estaba quedando sin opciones y que, con toda probabilidad, acabaría teniendo que resignarme a que ese dinero no iba a volver a mí. Con una mueca en el rostro me acomodé mejor en la pared detrás de mí, uno de los ladrillos se me encajó en la costilla, sobre uno de los moretones, y me hizo sisear mientras me ponía en pie. El frío me tenía más tieso que lo común, el dolor tampoco ayudaba mucho.

Por un momento Dylan no dijo nada, se limitó a ver y a dar un paso atrás para que yo tuviera espacio. No me sorprendió su mutismo absoluto, incluso cuando pretendiendo que no era de esa forma, sus ojos me escudriñaban sin detenerse en ningún sitio por mucho tiempo. Eran las viejas costumbres, al final del día. Él jamás dijo nada ni cuando éramos los mejores amigos, nunca preguntó si estaba bien o me hizo saber que si quería contarle algo, podía hacerlo. Y no había problema. En su momento, me hubiera muerto de vergüenza; de adolescentes lo vi como su forma de permitirme conservar la poca dignidad que me quedaba cuando me veía forzado a atravesar los pasillos de la preparatoria en condiciones deplorables. Pero en ese momento, viéndolo desde otra perspectiva, con la edad, me di cuenta de que nunca lo hizo con la intención de protegerme a mí, sino para no mortificarse él. Dylan jamás quiso someterse a conversaciones incómodas, ni mancharse con todas esas cosas que se daban por hecho y no se manoseaban de más. No iba a empezar ahora, y estuvo bien. Ya no lo necesitaba.

—Fui a su casa, tampoco estaba ahí... —comenzó Dylan, al cabo de un momento, perdiendo su mirada por la avenida, sin molestarse en verme a la cara—. No creo que haya estado ahí en un rato y no creo que tenga caso seguir por ahí.

—¿Por qué lo dices?

Vi su mandíbula tensarse, apretando los dientes, considerando si decir lo que estaba a punto de salir de su boca. Al final, solo una mueca precedió un encogimiento de hombros.

—Abrió su papá... me dijo: "no está. Y si lo ves, dile que mejor no se pare por aquí".

—Ya.

No me sorprendió. Si no era por una cosa, sería por otra; la única realidad, es que Evan jamás conseguiría cumplir con las expectativas y caprichos de su padre, siempre iba a acabar de la misma manera.

Lo cierto fue que una sensación extraña me nació en el pecho, como una raíz delgada, casi transparente, rompiendo semilla y germinando entre mis músculos. Un presagio extraño. Quizá por ese problema él huyó, pero, ¿a dónde?

—Voy a tratar de pensar en qué otro lugar puede estar, voy a preguntar, y si me entero de algo más te lo haré saber, ¿de acuerdo? —murmuró, recargando su peso en un pie y luego en otro, con lo que interpreté como una urgencia terrible por salir corriendo de ahí ya fuese por el frío o mi presencia. Quedaba claro que no tenía ni idea y, con toda probabilidad, no podríamos averiguar más a partir de ahí. Asentí—. Bien.

Sin decir mucho más, sin despedirse siquiera, miró a ambos lados de la calle, se cruzó la avenida, y emprendió su camino de regreso, quizá, a casa. Lo observé andar entre los autos, rebasando personas, y lo perdí hasta que dio vuelta en la esquina, dejando tras de sí solo el fantasma de sus palabras.

Las páginas que dejamos en blanco Donde viven las historias. Descúbrelo ahora