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Por solo unos segundos, coloqué la palma abierta sobre su frente. No sudaba y tampoco ardía de la misma forma que el día anterior, al encontrarlo; no obstante, aquello no significó que su estado hubiese mejorado con notoriedad. La infección, incluso después de la debida limpieza que le di a su herida, no se mostró dispuesta a ceder así tan fácil a nuestros —o mejor dicho, mis— burdos intentos de arrancarla de su piel y exiliarla ahí donde no pudiera hacer más daño. En dos ocasiones, aunque quizá fueron incluso tres, llevé de vuelta a la mesa el comentario sugerente de que un hospital era una opción más adecuada que yo, que a mi alcance no tenía más que insumos precarios y una limitada manga de conocimientos cuando de medicina se trataba. No me funcionó, pues todos mis intentos acabaron en el mismo sitio que los algodones húmedos de alcohol, sangre y lo que fuese aquella pasta amarilla que brotaba de su carne abierta: la basura.

Primero limpié su herida de la misma manera en que lo hice antes. Tenía la forma perfecta de una 'L', seguro por la brutalidad de la mano que lo apuñaló y con toda intención se ensañó a la hora de sacarle la navaja del abdomen. Luego de cubrirlo con un parche de gasa, le pasé una de mis camisetas y dejé que fuese él mismo quien se la pusiera, indiferente de cuánto pudiese tardar en ello; en ese momento aún no llevaba prisa.

En vez de quedarme ahí de pie, solo viéndolo cambiarse en silencio, fui hasta mi mochila y saqué de ella un tupper con la pasta que Sarah, últimamente muy desentendida de las que por mucho tiempo fueron nuestras contiendas usuales, tuvo la amabilidad de dejarme luego de que me preguntara qué llevaba de almuerzo y yo le dijese que ninguno. Siendo honesto, hubiera preferido ser yo quien se la comiera, pues no siempre contaba con el dinero para comprar un plato de Alloro's, por más que este no fuese el restaurante más lujoso ni de la ciudad ni de su calle; pero antes de poder darle el primer bocado, caí en cuenta de que no podría estar gastando demasiado dinero en conseguirle comida; ya su buena cantidad iba a costar el trasladarme en autobús hasta su lado de la ciudad y, con toda probabilidad, se convertiría en un gasto fijo por un buen rato. Con suerte, pues dependía solo de que Evan decidiera que si las cosas que le sucedieron en el pasado no consiguieron acabar con él, tampoco se lo iba a dejar en bandeja de plata a unas cuantas bacterias.

—No tengo dónde calentarla... —murmuré tan pronto como dejé la comida a su lado, junto con un tenedor de plástico que me robé del almacén antes del final de mi turno; movimiento que, con una sonrisa de complicidad, Dany decidió no ver—, pero así fría está buena, y de todos modos cualquier cosa es mejor que quedarte con el estómago vacío.

Si bien no dijo gracias, y tuve el presentimiento de que jamás lo haría, me hizo un gesto que en mi mente significó casi lo mismo: una brevísima inclinación de cabeza tan corta que, de haber parpadeado, quizá hasta me la hubiese perdido. Para mí fue suficiente; de entre todas las cosas que creía necesitar, una de ellas no era el probar puntos con él. Si era capaz de romper o no con su orgullo llevaba años dándome igual, así que no lo presioné a emitir palabra alguna.

Me di la vuelta para regresar a la mochila y, con todo el cansancio del mundo cayendo de un segundo a otro sobre mis hombros, recosté la espalda contra la pared y me deslicé despacio hacia abajo, hasta acabar sentado sobre el suelo frío. Desde ahí, con los metros interpuestos entre los dos, lo miré por un momento. Ahora llevaba mi camiseta, uno de mis suéteres, se protegía del frío con mis cobijas. No se molestó en pretender que no se estaba muriendo más de hambre que por la puñalada, le quitó la tapa al recipiente y le dio los primeros bocados de la misma forma que si probara por primera vez la comida.

Por fin desvié la mirada, eché la cabeza hacia atrás y cerré los ojos por un momento. Alguien, en alguno de los pisos superiores del edificio, no había dejado de martillar una pared desde que llegué al lugar, y aunque en cualquier otro momento o circunstancia el ruido hubiese terminado desquiciándome por completo, en ese instante lo aprecié de sobremanera. Primero pensé que solo pasaba con las conversaciones, pero en ese momento me di cuenta de que en realidad cualquier cosa continuaba siendo mejor que el sonido de mis pensamientos incesantes o el molesto parloteo del otro yo.

Las páginas que dejamos en blanco Donde viven las historias. Descúbrelo ahora