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El zumbido fue desconcertante, reventó de un momento a otro la burbuja de enfoque en la que me metía cuando lo único que podía ocupar mi mente eran las pastas, bebidas, y qué correspondía a según qué mesas en el frente del restaurante. No obstante, las palabras en el teléfono le dieron el primer empujoncito a la pieza de dominó que desembocó en una sonrisa anunciando la nueva luminosidad de mi día: "¿Quieres que nos veamos hoy?". Qué manera la suya de alegrarme la existencia con tan pocas palabras; felicidad condensada al alcance de un texto.

Antes de pensarlo siquiera ya había encontrado la forma de escabullirme a la cocina y de ahí a la bodega a poder marcarle; en mi cabeza, una llamada sería más rápida que algunos cuantos mensajes para ponernos de acuerdo. Excusas, como de costumbre. En realidad, todo lo que quería era escuchar su voz. Él también estaba en la escuela, hablaba bajito desde el salón de profesores en la preparatoria; no tenía idea de cuándo nos habíamos convertido en esas personas que le robaban unos minutos a su día para llamarse, incluso si eran segundos nada más, pero no podía decir que no me tuviera contentísimo.

Por supuesto, al contestarme no hubo saludos, solo la aseveración cruda y honesta de que yo siempre, sin importar cuándo me lo preguntara, querría que nos viéramos. Mich sugirió que podríamos vernos al terminar mi turno e ir a tomar un café y pasear por ahí antes de ir a su casa, porque después de estar todo el día encerrado entre los muros grises, los casilleros y los pizarrones, quería estirar las piernas y que le diera un poco el viento. Su plan me pareció magnífico. Había pasado más de una semana desde la salida al bar, lo que significaba también demasiados días de la vez que dormimos juntos; era la primera vez que nos veríamos. No podía tener el nervio de decirle al otro yo que no estaba permitido emocionarse ante la idea, o ponerse a contar los minutos antes de poder verlo a la cara.

Desde aquella noche, no había pasado un solo día en el que no fueran sus ojos grises y enardecidos los que se infiltraran con descaro hacia mis sueños. Aunque, más que soñar, recordar hubiese sido una definición años luz más apropiada a lo que en serio sucedía cuando, hecho un ovillo bajo las cobijas, ponía la cabeza sobre la almohada y me quedaba dormido. En realidad, lo recordaba. Y no siempre tenía que ser de una manera exacta o real, pues mi cerebro estaba particularmente encantado de darle formas abstractas a la remembranza de su aroma, masculino y gentil, si eso tenía alguna clase de sentido; o al rastro, incandescente en mi cabeza, que dejaron las huellas de sus dedos, frías al comenzar su camino, sobre mi cadera más bien caliente.

Hacía años que no me detenía un instante solo para saborear el placer indiscutible y claro de sentir mi espíritu y mi carne tan en armonía. Tan revolucionado. Con esas hormonas desbordándose por montón a través de cada diminuto poro de la piel. Al menos desde que era un adolescente y seguía en preparatoria, eso como mínimo. El tiempo se había estirado por esa época comprendida entre Mich maravillándome hasta el tuétano de cada uno de mis huesos y la última ocasión antes de él que me sentí tan vivo, que me reconocí ante el espejo humano de la única forma en que vale la pena percibirse así. Mortal.

Sin querer, pero tampoco arrepentido al respecto, me embobé en esa ensoñación vespertina, dejé me abrazara un segundo el escalofrío de la espalda y regado a través de cada terminación nerviosa que suponía recordar la calidez húmeda de un aliento erizándome el cuello. Fue solo entonces que me sobresaltó la forma deliberadamente repentina en la que Sara abrió la puerta de la bodega, dándome una de esas miradas con las que no le resultaba necesario abrir la boca para recriminarme que los clientes se la estaban comiendo viva.

—No sé qué opines, pero hasta donde yo sé, no te pagan por encerrarte en el almacén, Illya. —No tuve ni tiempo de maquinar una respuesta decente a su recriminación, pues antes abrió de par en par la puerta y se quedó ahí, de pie, haciéndome un gesto con la cabeza para que dejara de jugar y saliera de una buena vez—. Atiende la mesa doce, van llegando. También vas a tomar la tres, la seis y la siete. Francisco se siente mal y se va a ir a casa, así que necesito que le des atención a sus mesas, ya te dejó las notas de cada uno en el mostrador, pídeselas a Kelly.

Las páginas que dejamos en blanco Donde viven las historias. Descúbrelo ahora