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No hubiese sabido decir si el Ángel era hombre o mujer; tal vez no era ninguno, o era ambos. Quizás esa era la idea. Tal vez los seres divinos habitaban un nivel muy lejano al margen de las cosas que los humanos requeríamos en función de descubrir nuestra identidad; a lo mejor las criaturas celestiales ni siquiera necesitaban de una para cumplir un propósito, si es que contaban con uno. A ese, el del Jardín de las Estatuas, le cincelaron el cabello rizado y apenas del largo suficiente para resultar sospechoso; y aunque la piedra tallada como tela se ceñía a la forma del cuerpo, no era sencillo distinguir en él, o ella, una cadera o un pecho prominente que diese pista alguna de su sexo. Y ni siquiera me preocupaba por analizar la cara, todas en el lugar fueron esculpidas por el mismo molde. Una perfección inhumana. Eso sí, fuera lo que fuese, me resultaba extraño, frío e inquietantemente atractivo.

No poseía en mi cabeza un saber muy vasto respecto a la religión, tenía claro que mi abuelo era un hombre devoto a la iglesia y, aunque yo no lo conocí y Diane nunca me habló sobre los detalles porque primero mi edad era una cuestión muy limitante y después estábamos tan distanciados que no me interesó, fue sencillo intuir que algo sucedió en relación con la magnitud suficiente para que mi madre se deslindara por completo de sus creencias familiares. En mi casa no entraba una cruz o una biblia. No se oraba por los alimentos ni se encomendaba a nadie a la protección de ningún ser. Aun así, yo aprendí a rezar. O mejor dicho, me vi en la necesidad dé.

Comencé a mantener más contacto con ese mundo ya cuando era adolescente y la fe que pudo haber tenido mi otro yo de niño quedó sepultada al seguir esperando y esperando y, tal como le dije que sucedería, nadie vino a salvarnos. Fue gracias a Evan. A él lo arrastraba su padre todos los domingos, sin falta, a la iglesia del pueblo, una de las tres que teníamos, y en la única en la que se congregaban los pocos veteranos que todavía no se largaban a otro lugar a vivir en unas vacaciones perpetuas de sol y playa que hicieran más sencillo olvidarse de los traumas de la guerra.

Su padre, me lo dijo sin tapujos, era un fanático y Evan estaba harto de él y sus reglas, que con cada año solo alcanzaban un nuevo nivel de absurdidad. Al parecer era algo que se remontaba a generaciones atrás, y llegó a su pico después de que su padre y su tío hubiesen regresado de Vietnam en 1975, diez años antes de que su madre lo diera a luz. Luego de que su tío se inscribiera en el seminario con la esperanza de calmar los estragos del servicio en su cabeza. Cuando él nació, su tío ya era sacerdote y toda la familia, creyente hasta los huesos. Solo Dios explicaba el milagro de dos hijos volviendo vivos de la guerra y con todos sus miembros; una suerte muy distinta a la de su abuelo, que había perdido un ojo y un brazo en Iwo Jima, en la Segunda Guerra Mundial.

El padre de Evan deseaba —más bien exigía— que fuera soldado o un hombre de fe. Y él, cerca de cumplir dieciocho, no se molestaba en fingir entusiasmo al contarme sobre cualquiera de las dos opciones; pero era el 2003 y no era necesario ser un genio para tener claro que la guerra contra Irak iba a ser un infierno más pronto que tarde. Eligió la fe. Aseguró que iba a unirse al seminario en cuanto cumpliera la mayoría de edad, todo esto mientras por las tardes luego de la escuela me rogaba que se la chupara frente a la estatua que ahora se alzaba a unos metros de mí, como una suerte de mezclar el placer con su sed de rebeldía y encontrar un poco de control en todas las decisiones que su padre tomaba por él. Luego pasó lo que pasó, y no hubo seminario ni ejército, pero el destino no se dobló ni se volvió mucho más gentil.

Los ángeles, las cruces, las iglesias y toda la imaginería sacra me llevaba de forma inevitable hasta él; lo que casi nunca era un problema, pues no me los encontraba en mis rutas habituales, más bien abandonadas por Dios. Pero aquel lugar lo tenía plasmado por todos sitios, me sentía vibrar ante la expectación de por fin de cortar los pocos lazos que nos unían y no tener que volver a verlo nunca.

Las páginas que dejamos en blanco Donde viven las historias. Descúbrelo ahora