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Al asegurar, apenas un par de minutos atrás, que era de hecho un gran bailarín, Mich no dijo una sola mentira. Si bien no llegaba a ser un sujeto demasiado estrafalario con sus movimientos en la pista de baile, de alguna manera era capaz de que cada acción de su cuerpo, por pequeña que esta fuese, se adecuara a la perfección con la música que ocupaba todos los rincones del sitio. Y, por otro lado, estaba yo. Los primeros minutos fui incapaz siquiera de despegar un centímetro los pies del suelo, demasiado tenso y apenado para arriesgar aunque fuese un poco; él, como era su costumbre, se percató del momento exacto en que era hora de rescatarme. Era tan bueno que decidió que esa noche yo iba a aprender a bailar y él sería quien me enseñase cómo.

No estuve seguro con toda certeza de cómo fue que lo hizo, la manera en que consiguió que me relajara lo suficiente para pasar por cualquier cosa que no fuese un maniquí recién salido de fábrica cuando el baile consistía en algo muy distinto. Quizá se trató del instante en que se percató de que yo era incapaz de dejar de observar a nuestro alrededor, a las decenas de cuerpos que nos rodeaban por todos sitios, y para distraerme colocó su dedo índice en mi barbilla y me invitó a dejar de verlos a ellos como un animalito deslumbrado para darle mi atención a él y a nada ni nadie más.

—¿Quieres que te cuente cuál es el secreto del baile? —preguntó, acercándose a mí para no gritar y que de todos modos yo pudiera escucharlo. Me estaba sonriendo con la mirada y yo no fui capaz de emitir sonido alguno por un instante. Mich, pese a mi falta de respuesta, continuó—. Divertirte, Illy. Nada más. Esto no es ballet, aquí de lo único que se trata bailar es de pasarla bien.

—Entonces, ¿si me divierto voy a bailar mejor? —Por el tono, la pregunta y mi expresión resultó evidente que bromeaba; él lo sabía, sin embargo, negó con la cabeza despacito para responder con toda la paciencia del mundo.

—No puedo prometerte que eso vaya a suceder, pero sí que al menos no te vas a comer la cabeza y que nos la vamos a pasar incluso mejor. —Antes de que siquiera pudiera pensar en objetar algo al respecto, una de sus manos se deslizó por mi costado hasta mi espalda baja, donde sus dedos se anclaron con firmeza, y con un solo tironcito me acercó a su cuerpo lo suficiente para tener que pasarme el repentino nudo en la garganta tragando saliva—. Tú solo déjate llevar, te juro que a nadie aquí le interesamos ni nosotros ni cómo bailamos.

No conseguí identificar si en serio le creí, o nada más se trató de que la cercanía de su cuerpo y el siempre embriagador aroma de su colonia surtieron el efecto que ya identificaba a la perfección: noquear cada una de mis neuronas funcionales lo suficiente para apagar la cordura durante un buen rato. No importaba, en realidad, así que me solté tal y como me pidió que lo hiciera.

Al ritmo de la música bailamos tres, cuatro, diez canciones; tal vez muchas más. Bebimos entre cada una de ellas, no siempre alcohol, de vez en cuando también del otro con un pico fugaz que era tan inocente y casi de amigos que solo cumplió con la función de embriagarnos tantito. Con cada minuto, segundo, pareció que nos olvidamos un poco más de las inhibiciones naturales que aún existían entre nosotros y de las cuales estábamos anhelando deshacernos.

No en todo momento bailamos cuerpo a cuerpo, con una cercanía que de haber llevado solo un poco más allá hubiese terminado por resultar obscena; eso no fue necesario para continuar juntos a cada instante. En todo momento hubo un puente entre nosotros, ya fuera su mano sosteniendo la mía o la mera conexión de nuestras miradas, siempre que la luz colorida y estrambótica lo permitía de esa manera.

Antes de darme cuenta empecé a divertirme en serio, a cantar aquellas canciones cuya melodía reconocía de algún sitio que no recordaba y sonreír de una manera en que no lo había hecho en años, quizá. Las mejillas y pómulos llevaban el mismo malestar que las plantas de los pies, y ni siquiera eso fue capaz de detenerme. Aquella noche, justo a medio camino de una agradable entonación que no llegaba a convertirse en borrachera, los cantos desafinados tanto suyos como míos y el cruce casual de nuestras existencias, no me sentí tranquilo, en paz o libre del otro yo y del resto de voces que se mantenían al acecho con sus millones de '¿y sí...?' todos los días. No estuve nada más absuelto del malestar punzante e invariable, sino que recordé con una autenticidad abrumadora lo que era estar contento; aunque sospechaba que, tal vez, lo estaba siendo de verdad por primera vez en la vida.

Las páginas que dejamos en blanco Donde viven las historias. Descúbrelo ahora