2. Tomarse las manos

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Existen ciertas costumbres que vamos perdiendo conforme crecemos. Solíamos escapar en las noches de tormenta a la cama de nuestros padres, despedir con un gran beso a Stan, abrazar al tío Ford, aunque este se viera notablemente incómodo.

Pero al parecer unirse al club de la adolescencia también trae consigo tanto prohibiciones como libertades, después de todo, a los 17 años, hay tantas cosas que pueden parecer raras aun en los adolescentes más singulares.

Claro, es común dejarse arrastrar a todo lo que alguien de tu edad debe hacer; a las fiestas, a los bailes, a las modas, al parecer la alegría no combina con lo gótico, y los tatuajes temporales por más realistas que sean no dejan de ser falsos, el bello facial únicamente es cool si puede crecer lo suficiente.

Sin embargo, están esas cosas a la que nunca renunciarás, eso que por más sencillo que parezcas te niegas a dejar ir, porque sin ello nada sería lo mismo.

Bajan del autobús, sin que alguno diga nada miran de reojo, buscando a uno que otro espectador no esperado, y en esos metros que los separan de la entrada de su casa, entrelazan sus manos. Sintiendo esos pocos centímetros de piel y calidez, de la extraña sensación reconfortante que tiñe de rojo sus mejillas. Se miran el uno al otro, no es necesario decir nada, saben que volverán a soltar sus manos en cuanto la puerta este frente a ellos, para saludar a su madre y continuar una vida normal.

Sujetan sus manos con más fuerza, esperando que el tiempo dure un poco más. Han llegado frente a la puerta sus manos se sueltan una vez más, pero una sonrisa vuelve dibujar en sus rostros. Después de todo, otra de las cosas a las que se niegan a renunciar, es escapar por las noches a la cama del otro.

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