Capítulo 4

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En su interior el castillo era lúgubre y el olor a humedad impregnaba el ambiente y corroía las piedras de las que estaban construidas las paredes. El vestíbulo era amplio e iluminado, sin embargo, el único camino a tomar a partir de allí eran unas escaleras de madera vieja que tenían en frente. De ellas bajaba, con cierta elegancia desaliñada, Arthis Cours, señor de aquella asolada torre y gran traidor ante los humanos. Kélburg no pudo evitar mirarle con repugnancia y soltar un sonoro escupitajo contra el suelo, como ya había hecho con el poste que habían encontrado en el bosque. Dórel, por otro lado, se vio sorprendido por la dejadez que presentaba aquel edificio ruinoso: Suelo polvoriento, arañas gobernando las esquinas, muebles tan viejos que parecían estar a punto de desplomarse por sí solos, incluso pudo ver en una esquina el cadáver de una rata calcinada al que unas hormigas estaban despedazando con esmero. El elfo rúnico sentía asco de siquiera respirar.

Con cada escalón que el mago bajaba, se escuchaba bajo sus pies el quejido de la madera vieja comida por los años. Por lo que sabían, según se decía, aquel castillo estuvo ahí mucho antes de que Arthis lo ocupase.

La joven humana se había escondido tras una de las columnas que sujetaban el balcón derecho del vestíbulo, antes de que nadie pudiese percatarse

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La joven humana se había escondido tras una de las columnas que sujetaban el balcón derecho del vestíbulo, antes de que nadie pudiese percatarse. De reojo observó como el dueño del castillo bajaba las ruinosas escaleras. Sabía que necesitaba espacio si quería llegar hasta donde el mago guardaba sus tesoros más valiosos. Si encontraba algún momento en el que se fuesen de allí y ella pudiese pasar, sin ser vista u oída, tenía muy claro que lo aprovecharía.

– Bienvenidos a mi humilde morada –dijo con un tono de pedante orgullo, como si los hubiese invitado a un palacio y no hubiese estado a punto de matarlos hacía un rato–

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– Bienvenidos a mi humilde morada –dijo con un tono de pedante orgullo, como si los hubiese invitado a un palacio y no hubiese estado a punto de matarlos hacía un rato–. Lo cierto es que me complace teneros por aquí. Sin más demora agradecería que empezarais con el motivo de vuestra visita, tengo todo el tiempo del mundo, pero odio los rodeos sin sentido.

– Si no querías rodeos no haber sacado a la araña –gruñó el enano en voz baja. Dórel le dio una sutil patada en el tobillo para que no hiciese ningún comentario más al respecto. El enano bufó por la nariz, por lo que parecía haber captado el mensaje.

Dórel reconoció que sentía cierta repulsión hacia el humano, no por su aspecto, sino porque era evidente de que no le importaban los motivos por los que estuviesen allí. Atenderlos parecía ser parte de un juego que acabaría en el instante en el que se aburriese y decidiese matarlos.

Luceros en la Oscuridad: El príncipe desterrado [Edición definitiva]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora