La alianza entre las razas pacíficas está en declive, mientras que la sombra del regreso de un antiguo mal amenaza en secreto con destruirlos.
Dórel, un elfo rúnico, parte de su ciudad oculta con una predicción que solo él conoce y que, sin saberlo...
Como suponía, se coló ágilmente por entre los barrotes del hueco en el centro de la sala. Clavó firmemente las dagas entre grietas del túnel y abrió las piernas para mantener el equilibrio. Entonces, escuchó que alguien bajaba con premura las escaleras y procuró quedarse muy quieta y en silencio. No tardó en oír la voz firme del elfo rúnico.
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– ¡Groji! –gritó Dórel al ver el cuerpo inmóvil del investigador tirado en el suelo, con la cabeza sobre un pequeño charco de sangre. Lo incorporó como pudo, procurando no lastimarlo, y observó agradecido que el pequeño humano aún parecía estar vagamente consciente. Su rostro estaba blanco y no le miraba directamente a los ojos– ¿Qué ha ocurrido?
Groji trató de hablar, pero notó la lengua algo entumecida, y le costó más de lo que creía formar siquiera una sola palabra. Los párpados le pesaban, pero hizo lo posible para mantenerse con los ojos abiertos.
– Ella –logró decir, pero en ese instante notó que la nuca le dolía aún más cuando hablaba–. Fue ella.
– ¿Melia? –rugió el elfo rúnico– ¿Ha estado aquí?
Dórel miró a su alrededor y se percató en que Alaya no estaba. Cuando volvió a mirar al humano observó que este negaba con la cabeza.
– Alaya –logró decir y Dórel sintió un fuerte pinchazo en el estómago al oírlo– ¡La piedra! –gritó el investigador de pronto, mirando a su alrededor como podía–. Me la ha... robado.
– ¿Estás seguro de que ha sido Alaya? –preguntó Dórel muy lentamente, deseando que el investigador se equivocase.
Groji pareció asentir, y el elfo trató de contener su rabia. Por su mente apareció el rostro inocente de Alaya, eclipsado por la noche en la que atacaron a la chica ciega, en la que la ladrona asesinó a uno de su propia raza sin pestañear. No podía negar la evidencia de que la joven era una ladrona, sin duda, pero no la creía capaz de robar a sus propios compañeros, por los que parecía haber estado dispuesta a cualquier cosa. Dórel se había convencido de que la humana era alguien leal y no quería creer lo contrario después del enorme esfuerzo que le había supuesto para él empezar a confiar en los humanos.
– Dórel –llamó Groji con la voz consumida y el elfo lo miró, visiblemente alterado–. Sálvala.
– Recuperaré la piedra –dijo el elfo, dispuesto incluso a prometerlo en ese instante si hacía falta.
– No –espetó el investigador. Tenía los ojos cerrados y parecía estar a punto de desvanecerse, como ya hizo Kélburg en sus propias manos–. Salva... a Alaya.
Y aquello fue lo último que dijo, antes de soltar su último suspiro, por el que se decía que el alma escapaba del cuerpo.
Dórel se quedó en silencio, con la respiración agitada y petrificado por la incertidumbre, tratando de asimilar lo último que pudo decir el investigador. No lograba encontrarle sentido y tampoco quería buscarlo. Estaba enfadado por lo que la humana había hecho, traicionando una confianza que le había costado horrores conseguir. Tan solo quería hacérselo pagar.