Capítulo 16

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La quietud de la noche envolvía a Dórel mientras sobrevolaba Lizmógor. El incesante viento llegaba frio y desde diferentes direcciones, obligándolo a realizar alguna maniobra apresurada con sus alas negras para poder mantenerse en el aire. De cuando en cuando se detenía para escudriñar los espacios entre las copas de los árboles, en busca de alguna pista sobre el paradero de la joven humana que les había robado. Aunque hasta el momento no había encontrado ningún indicio de ella, le sorprendió que incluso desde las alturas no había llegado a atisbar a ningún lezun. Después de detenerse en el aire por séptima vez, una gota de agua sorprendentemente helada le golpeó la mejilla.

– Esto puede ser problemático –dijo el elfo rúnico mirando hacia el cielo mientras se secaba el pómulo. Las nubes que había sobre él oscurecían la noche y ocultaban la luna.

Miró a su alrededor y observó que a su espalda podía ver como las llamas alumbraban la noche en algún punto del bosque del que había venido. Supuso que Arthis aún luchaba contra el zénir. Frente a él, Dórel divisó un enorme llano donde pudo ver un templo derruido en el centro, rodeado por cuatro torres pequeñas. Sospechó que aquel era el lugar donde Groji consiguió la Piedra de la Naturaleza. Pensó en acercarse a explorarlo, pero se convenció de que no podía perder el tiempo si quería encontrar a Alaya. El elfo rúnico negaba una y otra vez que la joven humana hubiese cometido aquella atrocidad, pero no podía dejar de pensar si había hecho mal al confiar en ella.

 El elfo rúnico negaba una y otra vez que la joven humana hubiese cometido aquella atrocidad, pero no podía dejar de pensar si había hecho mal al confiar en ella

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Mirrion mantuvo la espada delante de él mientras escrutaba la oscuridad de la maleza con la mirada. Después del infierno por el que había pasado junto a sus camaradas de gremio, ya empezaba a tener muy claro que aquel sería su inevitable final. Se imaginaba que de entre esos desiguales arbustos aparecería uno de aquellos lezun con los que había combatido en el claro de las torres y acabaría con lo que había empezado, degollándolo con su espada. Retrocedió asustado y estuvo tentado de huir, pero sabía que las piernas le acabarían fallando por el agotamiento. Decidido a enfrentarse a aquello que atravesase las sombras, afianzó las botas a la tierra y sujetó su arma con toda la firmeza que pudo.

Lo que fuera que se acercaba, ya estaba allí.

Una joven encapuchada emergió de entre la maleza destrozando los arbustos a su paso. En su mano parecía sostener una piedra del tamaño de un puño, con hendiduras que brillaban con el color de la hierba. El líder ladrón identificó a la joven casi al instante. Reconoció sus cabellos oscuros asomando por la capucha verde que ocultaba su rostro, del mismo modo que reconoció su silueta delgada y sus senos poco desarrollados abultando la camisa que llevaba bajo el peto de cuero que él mismo le había regalado. Bajó el arma y sonrió aliviado.

– ¿Alaya? –preguntó Mirrion tratando de atisbar el rostro de la joven bajo la capucha que la ocultaba. Esta alzó la mirada y lo observó impasible, sujetando la piedra con gran firmeza en el interior de su puño– ¿Eres tú? Dime que eres tú, por favor.

Entonces, Mirrion advirtió que la joven empuñaba una de sus dagas con la otra mano. El ladrón fue a preguntar, pero antes siquiera de abrir de nuevo la boca, la joven se lanzó hacia él con determinación. Mirrion alzó su espada a tiempo de desviar el ataque y retrocedió por instinto sabiendo que la joven, a quién conocía muy bien, trataría de propinarle una patada en el estómago.

Luceros en la Oscuridad: El príncipe desterrado [Edición definitiva]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora