9. La valía del amor

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La valía del amor

Astraea

Fé.

Un término con la misma definición en todos los casos pero con un significado diferente. Se puede tener fé en las personas o en ti mismo, pero también en un Dios o una religión. Las religiones se habían usado desde tiempos inmemoriales para intentar explicar que hay después de la muerte.

¿Cuál era correcta? ¿Quién tenía la razón?

Nadie lo sabía. Pero elegías en cuál creer. La religión no solo se ha usado para temas espirituales sino también para movilizar masas, mandar gente a la guerra con la promesa que cuando pierdan la vida encontraran algo mejor.

La iglesia católica siempre se había aprovechado mucho del poder que albergaba. Ya que no existía la ciencia y la única forma de explicar ciertas cosas era lo divino. Cuando se empezaron a hacer descubrimientos y se encontró la manera de explicar de forma lógica la mayoría de circunstancias la iglesia pasó a segundo plano.

Eso no significaba que ya no tuviera importancia, al contrario, la mayoría de personas seguían yendo a misa con normalidad y creían plenamente en Dios. Yo no iba mucho a misa, pero cuando iba me gustaba ir a orar sola. Sin nadie a mi alrededor, solo yo y Dios. Arrodillada con la cruz entre mis manos susurraba mis plegarías hacia el señor.

Algo que me parece importante aclarar es que yo creía en Dios pero no en la iglesia. No creía en esa forma de explotar la religión. Pero ir a misa y orar es lo que se me enseñó desde niña, por eso lo hacía y porque encontraba cierto consuelo en ello.

—¿Desde cuándo rezas?—me preguntó la tía arrodillándose junto a mí.

—Desde niña.

Ella suspiró.

—El duque Lizon se ha presentado en casa.

—¿Por qué crees que he salido?

—Tienes que casarte, para eso has venido aquí—reprendió y la ignoré.

—A casarme con quien yo quiera.

—Sabes que eso no es exactamente así Astraea—dijo mientras se levantaba—. No sé que pretendes.

Mantuve la cabeza agachada aún rezando ignorando su comentario.

—Hay alguien esperándote fuera.

Me giré instintivamente. La tía no dijo  nada más y salió de la iglesia.

Hacía unos días me había enterado de la brutal masacre en el Louvre. Se intentó ocultar pero fue imposible. Fue una de las primeras derrotas del ejército Francés y estaba en las portadas de todos los periódicos. Fue difícil no ir donde el capitán general y ofrecerle mi apoyo. Pero al fin y al cabo no éramos nada y además supuse que estaría estresado y enfadado por la situación.

Me levanté del suelo después de santiguarme y salí de la capilla. La capilla era pequeña, retirada en medio de las montañas, no era el mejor sitio para venir a finales de octubre, pero el paisaje otoñal hacía que mereciera la pena.

Cuando levanté la vista me encontré dos caballos frente a mí, uno blanco y uno negro. El jinete del caballo blanco dejaba su despeinada y rubia melena al viento, luciendo como un auténtico personaje de uno de mis libros.

—Buenas tardes, capitán general.

Él me dio un breve repaso con los ojos. Lo cuál hizo que mis mejillas se encendieran levemente, me afectaba de cierta forma su presencia, pero jamás lo admitiría.

Resiliencia¹ (+18)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora