A la mañana siguiente los revoltosos rayos del sol la despabilaron de su ensoñación con su luz cegadora. Al abrir los ojos el cuarto no le pareció el mismo. –« ¿La cama era más ancha y más baja? ¿Era un dosel lo que colgaba por encima de su cabeza?». –Las paredes no estaban pintadas de desvaído beis, y al mirar hacia la ventana vislumbró unos bonitos visillos de encaje blanco, y no sus eternas y feas cortinas limonadas. Parpadeó varias veces para aclarar su visión. –« ¿Qué demonios estaba pasando?». –Cerró los párpados con fuerza por unos segundos más y los volvió a abrir de golpe. Allí estaba otra vez su fea habitación. Nada había sido movido de sitio. Todo permanecía inalterable, incluido el inútil sofá que nadie ocupaba porque nadie la visitaba. Pero empezaba a experimentar los síntomas de un estado que ya conocía muy bien. La Fiebre. El día anterior estuvo expuesta a demasiado sol y unos días antes se había calado de lluvia hasta el tuétano. No podía permitirse el enfermar en esos momentos. –« ¡Ahora no!». –Se dijo. Miró impaciente al frente, al reloj con el pato Donald pintado en su fondo, y éste le indicó disciplinado con un dedito, que eran casi las ocho de la mañana. En una hora Martina entraría por la puerta tan eficaz y dispuesta como siempre. En su interior el corazón se agitó. Era el ansia por hallarse de nuevo en la casa de la Castellana frente a la correspondencia del extinto capitán Pizarro. Tenía que engañar a su intuitiva asistente como fuera. No debía percatarse de su enfermedad, o de lo contrario, no la dejaría abandonar la residencia. Rezó cuanto supo para que la fiebre no le subiera y solo fueran unas cuantas décimas. Para no sentir espasmos o tiriteras que la delataran, y aún a riesgo de tener que soportar la severa mirada de Martina, por no haber aguardado por ella, llamó a una enfermera del primer turno de la mañana para que la levantara y aseara, evitando así el contacto de la chilena con su calenturienta piel. Cuando una hora más tarde, Martina llamaba a la puerta, pulsó con rapidez el botón correspondiente en el mando que aglutinaba toda la domótica de su dormitorio, con el escoplo aprehendido con firmeza entre los dientes.
De manera venturosa consiguió sortear cada pregunta o suspicacia de la resuelta mujer, y en más de una ocasión pensó, que hubiera sido mejor tener a alguien más incompetente sirviendo para ella.
Más tarde de las diez de la mañana, conseguían llegar hasta la casa de la Castellana, tras sortear los atascos mañaneros que llevaban a los madrileños hasta sus diversos puestos de trabajo. Para entonces la ansiedad se había enseñoreado de su ánimo. La sentía crecer como la hiedra en cada una de sus adormecidas articulaciones, fibras y tendones. Al tiempo que su corazón comenzaba a latir más deprisa. No sabía si el caos de su organismo era debido a su propia intranquilidad, al saberse tan cerca del espíritu del capitán, o lo causaba su propio estado febril, el cual sospechaba que había empeorado en la última media hora. Era vital llegar cuanto antes hasta la improvisada sala de lectura y pensar en una excusa adecuada que mantuviera a Martina alejada de ella durante gran parte de la mañana. Por lo que puso a trabajar a su cerebro a toda máquina. Le extrañó no hallar al simpático Manuel, el solícito portero, en su puesto de conserjería. Si bien no hizo referencia a ello. No quería perder más tiempo. Se dirigieron rápidas al antiguo ascensor de jaula, con sus magníficas filigranas de forja de hierro negro, y poco después llegaban a la planta donde se encontraba el fenomenal ático de los Valverde. Para su sorpresa fueron recibidas por una de las doncellas, María Fernanda, y no por el encopetado Andrés. La dominicana les dio los buenos días, y sonriente y alegre, (como era asiduo en ella), las condujo por los largos corredores hasta la sala de lectura. Todo permanecía estático e impoluto en la inmensa vivienda abuhardillada, y mientras se adentraban en los dominios de Ludmila Arborea, tuvo lo que creyó era una brillante idea para librarse muy convenientemente por unas horas de su eficaz ayudante. Sonrió traviesa aún a riesgo de sentirse más tarde culpable.
La segunda sorpresa de la mañana les aguardaba justo en la puerta que daba acceso a la sala habilitada como zona de lectura. La elegante Ludmila, marquesa de Valverde, hacía honor a ese apelativo, enfundada en un sobrio traje azul marino con raya diplomática y unos refinados zapatos beis de apenas cinco centímetros de altura, ya prevenida para comenzar otra larga semana de trabajo en el Archivo Histórico Nacional. Su cabello, tan corto y rojo como siempre, lucía radiante, al igual que sus ojos marrones, y una artificiosa sonrisa apareció en sus labios cuando posó su mirada sobre ella, que hacía gala de su escasa independencia avanzando por la larga galería impulsándose con el pequeño mando de mentón de su trono eléctrico. Al llegar hasta ella la joven soltó el mini joystick y también le dedicó una sonrisa está mucho más sincera, aunque tímida y comedida, aún a pesar de que la presencia de la directora, suponía un reiterado contratiempo para ella esa mañana. Pues sentía crecer en su interior la febrícula.
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Sara es nombre de princesa (Chris Hemsworth)
Ficción históricaEn el día de su decimosexto cumpleaños la joven Sara Galván experimentará como toda su vida da un giro radical... Los terribles acontecimientos vividos esa fatídica noche La llevarán a vivir una emocionante aventura cargada de amor y misterio en el...