XVI

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Dario y su madre les seguían a pocos metros. No permitirían que la muchacha saliera de la casa. No tras saberlo todo, y aunque ésta no tuviera posibilidad alguna de probar nada ante la justicia. Manuel les observaba por el rabillo del ojo con desconfianza y no hacía más que preguntar. –Señorita, ¿Qué es lo que ha ocurrido aquí? –Apenas en un murmullo. –No parece estar bien. Creo que necesita un médico. ¿Dónde está su ayudante esta mañana?

Regresó del remoto espacio donde la habían llevado sus pensamientos. Por un instante meditó en todo lo sucedido a lo largo de esa endemoniada mañana. Debía ser una alucinación provocada por el calenturón. No podía ser cierto que alguien tan maligno y degradado como Dario Bartholomew, fuera tan parejo a Gaspard Pizarro, tan honorable y desinteresado. –« ¿Cómo era posible que ambos poseyeran la misma cadena de ADN? ¿Cómo el destino la había llevado hasta el capitán que estaba tan íntimamente ligado a ella?». –Su parentela fue asesinada por una banda de criminales venidos del Este de Europa contratados por Laurent Bartholomew para apoderarse del testamento que colocaría a Gaspard en el trono de España. Sus signos estaban extrañamente enlazados y volvió a percibir el Hilo Rojo tironeando de ella hacia el estudio. Hacia el capitán Pizarro. En lo más insondable de su espíritu sentía que estaban destinados el uno al otro. Se sabía débil, y percibía como algo perentorio el llegar hasta esa habitación, en el interior de esas cartas descansaba su esencia. El alma de Gaspard Pizarro, o tal vez sería mejor decir Gaspard de Habsburgo. Tragó saliva otra vez, y ésta le raspó la laringe produciéndole quebranto. Buscó algo de resistencia en su debilitado cuerpo y respondió al portero.

–Manuel, tranquilo estoy bien, y Martina no tardará en regresar. La mandé esta mañana a hacerme unos recados. Tú solo tienes que llevarme a ese despacho. Sólo... –La frase quedó a medias en sus labios. Al final del corredor, pegado a la puerta de su anhelo, se hallaba Andrés, el tensado mayordomo de los Valverde. Entre las manos portaba unas bolsas de plástico blanco con el logo y nombre de una ferretería. En ellas lo más probable es que llevara los herrajes para reparar la ventana estropeada unos días antes por la tormenta repentina. Riguroso y perplejo elevó ambas cejas al percatarse de la atípica comitiva que se acercaba hasta él. Pasó por alto a Sara y al conserje y miró más atrás esquivando la mirada de Manuel. Su endemoniado jefe le hizo una indicación con la cabeza. Sara se mordió la cara interna del carrillo. Ese maldito no le permitiría llegar junto a sus cartas adoradas. Andrés, inflexible, se situó frente a la puerta interceptando el paso, y ni siquiera fue capaz de dejar las bolsas en el suelo o sobre la butaca que día tras día ocupaba Martina delante del despacho. Se mantuvo envarado impidiéndoles el paso e igual de rígido les contestó.

–Me temo que no tienen permiso para entrar en esta estancia. –Manuel frunció el entrecejo profusamente y con voz grave exclamó.

– ¡Vamos, Andrés! Acabamos de comprar todos esos herrajes que tienes en las manos para arreglar esa ventana. ¿Cómo quieres que lo haga? ¿Por control remoto? – Atónito el severo mayordomo enarcó una ceja y miró a su jefe a la espera de alguna señal que le indicara lo que debía hacer. El eurodiputado no abrió la boca y entonces improvisó.

– ¡De acuerdo, Manuel! Tú puedes pasar. Pero la señorita Galván, no. Esta prohibida la entrada a la sala hasta que la ventana esté reparada. –El portero encontró muy lógica su explicación. Sara murmuró suplicante.

– ¡Manuel, necesito entrar ahí! ¡Por favor, por favor! –El hombre pasó el peso de su tripudo cuerpo de una pierna a otra intranquilo. Quería complacerla, pero no podía pasar por encima del mayordomo, y tampoco obviar la razón que había en sus argumentos.

–Señorita, me temo que hasta aquí hemos llegado. No puedo hacer más. Tendrá que esperar a que terminemos de arreglar esa ventana para poder entrar en el cuarto. –Cerró los párpados vencida por el desaliento. No podía hacer nada. No debía forzar a aquel buen hombre a hacer algo en contra de su voluntad. Ni podía permitir que perdiera el trabajo por su culpa. Unas implacables lágrimas resbalaron por sus mejillas. Todo había finiquitado para ella. Los pérfidos Valverde no dejarían que saliera de allí. No después de descubrir la abominación cometida hacía diez años. No podía imaginar como lo harían pero acabarían con su vida. Descubrió que no le importaba, y que su existencia estaba más que liquidada. Su consuelo sería elevarse entre las nubes junto a su familia. Su congoja y lo que echaría en falta sería leer las cartas del capitán Pizarro. Aspirar el olor a viejo del papel y la tinta. No haberle conocido en vida...

Sara es nombre de princesa (Chris Hemsworth)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora