En el día de su decimosexto cumpleaños la joven Sara Galván experimentará como toda su vida da un giro radical...
Los terribles acontecimientos vividos esa fatídica noche La llevarán a vivir una emocionante aventura cargada de amor y misterio en el...
Corrían los primeros días del mes de septiembre, agotado ya el estío, y la campiña se preparaba para recibir a la esplendente estación: El otoño.
La estación otoñal siempre fue la favorita de Sara y casi podía olisquear ya en el aire el aroma a lluvia y hojas caídas. El manso declive que daría paso a la nueva explosión primaveral pasado el invierno.
Observó las copas de los árboles sobre ella. Ya estaban perdiendo sus bonitos tonos clorofilas y tornándose dorados. Unas aves en lo más alto del cielo volaban despreocupadas. Su mirada azulina al fin bajó del cielo a la tierra, y sus pupilas se centraron en las lápidas que tenía enfrente. Sepulturas vetustas de más de tres siglos la contemplaban. –« ¿Todavía existirían los huesos de sus habitantes bajo ellas o únicamente serían polvo?». –Se trataba del reducido camposanto de los Pizarro. Allí en sus tierras leonesas, descansaban las almas de Rodrigo Pizarro, vizconde de Toreno y su esposa, la francesa aristócrata Èglantine Audemar, bajo unas hermosas inscripciones que hacían referencia a los mutuos sentimientos que los habían unido en vida. A su costado izquierdo, su hijo Enrique, la esposa de éste, Petra y sus propios hijos: Rodrigo y Blanca. En el derecho se hallaba la tumba de Gaspard Pizarro, la de su última esposa: Fabiola Valverde, y la del único hijo habido en su matrimonio: Juan Pedro.
Permaneció juiciosa durante unos minutos asida a la mano de Dario. Habían transcurrido tan sólo unas semanas desde que el joven político perdiera a su madre víctima de un ataque al corazón, y todavía se notaba en su mirada la irritación por la llantina que de vez en cuando le asolaba. Estudió como cerraba los ojos con fuerza e intentaba elevar una plegaria a Dios por el espíritu de su codiciosa progenitora.
Tras ese terrible suceso Dario había decidido pasar unos días a solas sin la presencia de nadie para meditar. Comprensiva, Sara lo entendió, dándole el espacio que precisaba. Pasaron dos largas semanas, y cuando pensaba que otra vez se había olvidado de ella, la llamó y sorpresivamente, le pidió que le acompañara a Toreno.
Y allí estaban los dos delante de las tumbas de los antepasados de Dario. Dispuestos a cerrar con toda probabilidad el capítulo más trágico de toda la historia del linaje Valverde.
Dario suspiró con denuedo y por fin abrió los párpados. Había llegado el momento de cumplir con lo que se había propuesto. Miró el bello rostro de la mujer que le escoltaba. Ella le sonrió con timidez. Se llevó la pequeña mano de la muchacha, que todavía asía, a la boca y le besó el dorso con dulzura. Después la soltó y metió su mano en el bolsillo interno de su americana. De ella extrajo unas resmas. Sara abrió unos ojos desorbitados pronunciando casi sin aliento. – ¿Es la cesión? ¿Qué vas a hacer con ella, Dario?
El joven contestó con convicción. –Lo que debí hacer desde el principio, Sara. ¡Destruirla! –De otro bolsillo se sacó un mechero y lo prendió. La llamita titiló llevada por la sutil brisa que corría ese día. Alarmada le tomó del brazo y preguntó.
– ¡Dario! ¿Estás seguro de lo que vas a hacer? Después no habrá vuelta atrás.
– ¡Estoy seguro! Tú lo dijiste. Estos papeles han causado la muerte de mucha gente. La última mi propia madre. De nada me sirve que me digan que sufría una afección cardiaca. Su recuperación estaba siendo extraordinaria. –Retorció las cuartillas en sus nervudas manos y dictaminó. – ¡Tú tenías razón! ¡Están malditos! Y deben desaparecer para siempre. –Sara se estremeció y engulló saliva. –« ¡Sí!». –Estaba convencida de ello. Ese endiablado testamento solo había traído degollina y desolación a todo aquel que lo había tenido entre sus manos y le pidió convencida.
– ¡Hazlo, Dario! ¡Quémalos!
Él le sonrió afirmativo acercando la llama de su encendedor al antiguo papiro. Éste ardió con rapidez. Para evitar quemarse lo tiró a la tierra cerca de la tumba de su ancestro. Sara dijo en voz alta. – ¡Por ti, Gaspard! ¡Por ti, Sara! Donde quiera que os encontréis. Ahora ya sois libres. –Ambos jóvenes presenciaron con las manos entrelazadas como ardían los restos del legado maléfico. Sara lloraba sin saber muy bien el porqué. A medida que el llanto se liberaba percibió como el nudo que la había atenazado desde que descubrieron aquellos documentos se deshacía. En su conciencia más honda pensó aliviada en Gaspard y sintió que al fin había hallado la paz liberado del yugo opresor que le había sido impuesto por el destino. Miró al cielo azul. En algún lugar el guapo capitán estaría contemplándoles y sonreiría.
Dario también sintió como su propia alma se liberaba. Jamás podría borrar las últimas palabras que le dijo a su madre. Nunca podría despedirse de ella con un «Buenas noches» y un beso en la mejilla y siempre tendría grabado en el alma ese postrimero: «Algún día me lo agradecerás». Mas sentía que había hecho lo correcto por ella y por el espíritu de cuantos pertenecieron a su estirpe. Esperaba que en algún sitio su madre le viera y también acabara por comprenderle.
La lumbre se extinguió por completo. Dario pisoteó cualquier rescoldo que pudiera quedar en la blanda tierra. Meramente quedó un minúsculo reguero negro alrededor. El testamento ya no existía. Los dos se persignaron delante de las tumbas luego comenzaron a alejarse de ellas para siempre. Unieron sus manos y Dario le dijo a su bonita acompañante. – ¿Estás preparada para tu primer viaje a África? –Ella le sonrió aseverativa con una sonrisa. –Te gustará aquello. ¡Libres bajo el cielo, Sara!
La joven le sonrió respondiéndole pícara. –¡Estoy segura, Dario! Todo irá bien mientras no te pongas a cazar elefantes.
El guapo parlamentario europeo soltó una profunda carcajada y le respondió. – ¡Oh, no! Yo no soy el Rey de España y por otra parte no me hace falta serlo. Ya tengo a mi propia princesa. –Sorprendida izó una ceja. Dario le mostró su sonrisa más arrebatadora y agregó solemne. – ¡Tú, Sara! Tu nombre es nombre de princesa. ¿No me digas que no lo sabías?
Ella no pudo por menos que devolverle la sonrisa. No sabía que su nombre era toda una alabanza a la Predestinación.
FIN
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