LI ~ De lobos y hombres.

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Para el atardecer, ya se habían alejado mucho de Cetatea y los pastizales se abrían ante caminos explorados a menudo por carretas, bueyes y equinos pequeños a juzgar por las bostas que a veces se encontraban.
Como no querían detenerse de nuevo y perder otro día o más horas en alguna aldea, ignoraron otras dos que vieron en las lindes de las terrosas carreteras, cruzándose en algún momento con un ganadero ataviado con un chaleco negro de lana y un sombrero de pieles probablemente de lobo negro o de oso. Lo mismo venía de una región muy fría a juzgar por las densas polainas en sus pantalones marrones y la camisa bajo una más larga, de abrigo. Kerish llevaba su capa a la espalda al igual que la Guardiana del Amanecer y tanto él como el mago llamaban la atención. No se veían personas con el aspecto de ambos todos los días, y eran saludados con tanto entusiasmo a veces como recelo. Un grupo de personas permanecía en la linde izquierda del camino alrededor de un carro comprando al comerciante telas y algunas joyas de factura modesta pero resultonas, así como un pequeño perro de pelaje castaño y manchas blancas se acercó a ellos dando ladridos. Los caballos no se inmutaron mucho y Zhard, que iba por tal vía flanqueado a diestra por su compañero, tomó una tira de carne de sus raciones y la arrojó lejos. El animalillo corrió como loco al olor del ciervo salado dejándoles en paz y sin acabar bajo el casco de uno de los dos animales de transporte por ser molestados.
Kerish, que ya había visto al menos una vez perros pequeños, los detestaba por su menudo tamaño y su actitud chillona y estresante. Claro que, viniendo de donde venía, seguro prefería la compañía de un lobo, un león de las montañas o un mamut llegado el caso.
—Mierda perro...—.
—¿Qué culpa tendrá la criatura? Es como cualquier otra—le amonestó el mago.
—Son pequeños, deformes e inútiles—.
—Por lo menos ladran a los extraños—.
—Y a los que no lo son tanto, al parecer—.
—¿No prefieres los gatitos? Son suaves y tienen unos ojitos tan...—.
—¡Bah! No me merecen mayor gusto, son traidores, caprichosos y consentidos. No conocen la lealtad familiar. ¡Ojalá fueran como los tigres y leones que alguna vez encontré en el coliseo!—.
—Dudo que alguno de ellos se dejara mimar, Kerish—rió entre dientes su compañero de ojos verdes y cabello rubio cano.
—Ninguno, con el estómago vacío—añadía el bárbaro participando del buen humor, —Pero al menos eran bestias nobles. ¡Los prefiero!—.
—Pues fíjate, ¡que nunca vi a un lobo en un circo haciendo trucos!—.
—Ni yo a un león ladrando por un hueso y mendigando caricias, pero aquí estamos—se encogió de hombros el de blanca piel, —Nunca pienses en animales domesticados cuando hables de fieras salvajes, Zhard. Es la misma diferencia entre civilizados y bárbaros; uno te puede pedir perdón tras un insulto y vivir para contarlo, pero el otro te partirá la cabeza con todo el derecho si le faltas la respeto—.
En efecto, la gente que solía hacer aseveraciones basándose en el carácter de los animales solía buscar algún tipo de triunfalismo para decir que, aquello con lo que pensara que se identificaba, era mejor que lo de los que afirmaban lo contrario, pero para Kerish sólo había una verdad pura y dura. El lobo domesticado era un perro y sobre ese hecho surgieron las demás razas consideradas para entornos más civilizados mientras que los llamativos e infieles felinos pequeños no poseían las dotes de sus más grandes parientes, por llamarlos de alguna forma. La civilización se representaba fácilmente con ello, y con el ejemplo más concreto del león en el coso: desde cachorro era relativamente sencillo criar a un gran felino como una mascota al igual que a un cánido, cualfuere su mezcla o mutación de crianza y su propósito. Todos habían perdido el instinto, la nobleza bestial, el espíritu de la naturaleza y lo que los situara en un lugar del mundo que muchos ni siquiera pensaban que existió alguna vez. Vivían entre muros, se les daba comida en un plato, tenían el fuego, su enemigo más acérrimo, cerca para calentarles las noches, y más que eso tenían amos en vez de posibles presas o, por llamarse de un modo, aliados humanos. El equilibrio no estaba roto. Estaba pervertido, sometido al veleidoso ánimo de los jactanciosos y los coleccionistas, y de todo aquel que pagaba por comprar lo que nacía del mundo salvaje y convertirlo en una posesión parecida a un juguete con vida propia. La relación entre el hombre y los animales, desde cierto punto de vista, había mejorado en cuanto al ámbito doméstico, pero se había perdido todo lo que significaba supervivencia y majestad desde los tiempos de las primeras lanzas. Y también, el respeto por algo que podía arrancarle a uno un brazo.
—¿Y qué hay de los caballos entonces, Kerish? Tú vas montado en uno—.
—¡Ja! ¿Qué es el caballo sino el amigo del guerrero?—.
—Pero los domamos para subirnos a ellos y viajar—.
—Y ese es el propósito—.
—Pero te estás contradiciendo—.
—¿Te contradiría un tigre al que has alimentado en una jaula y que sabe que le das comida cuando, al abrirla, es capaz de matarte a ti y comerse tus restos?—.
—No sé—.
—Si los caballos tuvieran la naturaleza del tigre, nos devorarían a mordiscos. Y si quisieran irse, se irían, sacudiéndonos de sus lomos y dejándonos tirados por los suelos con cara de idiotas—.
—¿Y qué lo evita? Los caballos también están domesticados—.
—En cierto sentido, sí, pero en mi tierra, los dejamos correr libres y ellos vienen a nosotros como si fueran nuestros hermanos de sangre. Luchamos juntos y morimos juntos. Los azikai son nuestro espíritu de lucha, el viento que recorre las estepas y nos conduce a la batalla. Tienen nuestro respeto y nosotros nos hemos ganado el suyo demostrando fuerza y valentía a su lado. Si quieren irse, se irán. Igual que estos—.
—¿En serio?—rió el mago ante ideas tan extrañas y primitivas, dando una palmadita a la crin de su corcel, —Si un caballo respeta en este caso a un hombre por ser el igual a su fuerza, ¿cómo va el caballo a medir el resto de las cosas si no es un ser humano? No tiene raciocinio: es carne, huesos, y un cerebrito muy pequeño. Y montones de mierda, claro. Los compramos tras ser domados, ¿crees que nos deben lealtad por pagar por ellos una moneda? ¿Qué hay de la lealtad debida entonces al domador? Tu razonamiento, perdona que te lo diga, es erróneo—.
Alzando ambas cejas ligeramente y luego sonriendo a medias al echar aire por la nariz, Kerish se inclinó sobre la silla para mirar a Zhard fijamente.
—Y ahí está el error de decir que es un error. Los caballos de los pueblos y ciudades bien pueden cambiar de mano a cambio de dinero o trueque porque son herramientas, usados para trabajo, y no son considerados parte de tu espíritu. No los aprecias por lo que son, no los comprendes, ni haces que te comprendan a ti. Y ellos, a pesar de lo que la civilización les ha hecho, resignándose a su destino desde la cría, no han conocido la vida salvaje y el acecho de las bestias. Pero si les enseñas, quizá recuerden que en un tiempo, tuvieron garras. Los caballos de mi tierra son como otro guerrero desde que nacen, y a éstos, hay que recordárselo—.
—¡Pero eso no cambia el hecho de que hay que domarlos! ¿Ello no los hace igualmente inferiores?—.
—Sólo si piensas en objetos para cultivar o tirar de un carro, como es lo normal en vosotros—.
—Pues no lo entiendo del todo. Si el caballo quiere irse, pues que se vaya, ¿y ya está? ¿Sólo lo remedia apelar a un valor ancestral ante una criatura con el seso del tamaño de una nuez? ¡Casi prefiero la magia!—.
—El caballo civilizado acepta el yugo en que es criado y es todo lo que será, el caballo salvaje acepta la fuerza del hombre y se convierte en su compañero. Ese es el respeto que te debes ganar, el espíritu que debes despertar—.
—Que no, que es muy raro. Y tú demasiado rígido, ¿sabes? Os hacía más abiertos sobre las cuestiones civilizadas, a los bárbaros, y también de las cosas del mundo—.
—Vale, dejémoslo—.
—Prefiero los gatos—.
—Puestos a elegir, aquí, los perros. Perros grandes—.
—Perros grandes—.
La tarde continuó con la misma mansedumbre de los animales sobre cuya silla montaban, cruzando las hermosas tierras más allá de las que, a modo de región fronteriza, continuaban suelos más arcillosos y que les recordaban malos momentos. Debían llegar a las formaciones rocosas si querían evitar otro trecho de rodeo y hallar una senda que les condujera a la capilla, maldita capilla.
Casi al pie de su siguiente parada, una ligera exploración les descubrió una vía por las montañas al norte que podrían seguir a caballo, hollando un sendero por el cual debían avanzar a pie hasta el siguiente punto de su ruta. También, avistaron una suerte de casa excavada a diestra en la piedra misma, con toscas ventanas talladas a las que se habían añadido clavos con taladros que sostenían lo que pareciera una ventana a modo de puerta, de la que un hombre descendió al verlos ayudándose de una escalerita de madera.
—¿Peregrinos perdidos? No temáis, si estáis buscando pertrechos os los puedo vender—.
—¿Viene mucha gente por aquí, señor?—preguntó Zhard al examinarlo: túnica marrón rojiza, cinturón ancho de tela negra con una arandela de bronce haciendo las veces de hebilla, sombrero de pieles oscuras, pantalón de profundo verde y botines con calentadores de lana.
El hombre, ya alrededor de las ochenta nevadas, se acarició su barba banca para luego remangarse la túnica. Parecían viajeros, poco comunes, pero viajeros al fin y al cabo, y los viajeros solían tener dinero. Extrajo unas botellas encordadas y unos cestos tejidos con fibras vegetales, mostrando frutos secos, algunos dulces, carne en salazón y paquetitos de manteca con trozos de fruta, un manjar que a Kerish le recordaba su estadía en Ilonia aunque no recordara más que darle un bocado o dos a esas cosas.
—En respuesta a vuestra pregunta, no desde hace por lo menos... ¡qué sé yo! ¿Quince años, veinte? Vivo del comercio con los de los pueblos cercanos y, a veces, de viajeros como vosotros. ¡No temáis! Mis precios son justos—.
Desmontando y trayendo los caballos por las bridas, el bárbaro y el mago se dedicaron a acariciarlos y arrancar puñados de hierbas del suelo que luego les dieron de comer. Mostrándose dispuesto al intercambio, Zhard se acercó sacudiendo una bolsita que sacó del morral asegurándose por enésima vez que el cubo de plomo seguía allí.
—No nos vendría mal un poco de variedad, la verdad. ¿Cuál es la mejor forma de llegar al otro lado?—.
—Tu amigo y tú—pronunció lentamente el comerciante de la covacha, —Podéis rodearla por ese lado, a la izquierda. Es largo y casi seguro, junto a un bosque, pero desde hace tiempo algunos bandidos aparecen por allí y exigen un tributo. Normalmente no se meten con nosotros y ya no aparecen tanto. Se les da cualquier chuchería y dejan en paz al resto. Si queréis llegar rápido, no es el mejor camino. Luego, claro, está el camino del monte donde vive ese loco cabezón de Abarcáin, ¡que no hay manera de sacarlo de allí! Está al otro lado pero lleva mucho sin bajar. Hace frío y le va mal para los huesos. Si alguna vez me hiciera caso...—.
La mención de los bandidos alertó a los dos aventureros. Parecía que su suerte se iba a acabar de un momento a otro si su líder había llevado palabra hasta ellos. A lo mejor no eran un grupo numeroso, o tal vez sí. Como fuera, Kerish prestó atención a los productos ofrecidos por el tendero y al nombre que este pronunciara, interrogándolo acerca de ello.
—Ese tal Abarcáin. ¿Lo suelen ir a ver?—.
—¡Por supuesto! Pero es difícil llegar a él. Existe como un pequeño terreno y el bosque que os digo en realidad parece haberse derramado desde lo alto hacia el suelo. Lo que pasa es que no suele recibir visitas por eso, porque es accidentado y porque los peregrinos que van a una especie de templo por ahí, ya no vienen tan a menudo—.
Ahí, Zhard incidió en el asunto, porque era lo que le interesaba.
—Nos gustaría visitar el templo—.
—Pues... Conste que os advierto. Nuestros guardias no se interesan ya mucho con los bandidos ni tampoco nos han hecho mucho mal estos últimos dos años. Y el camino del bosque junto a la montaña puede ser traicionero y sombrío, porque esos malhechores aparecen y desaparecen como fantasmas. Si tenéis con qué pagar o queréis arriesgaros a pasar rápido, id. Por el monte no perdéis mucho más tiempo, todo lo contrario, cortáis bastante trayecto pero no llegaréis a cruzarlo nunca con caballos. Es un lugar estrecho y a veces, tendréis que ascender a mano y pie—.
—¿Qué hay de rodear también el bosque?—.
—Los bandidos vienen de allí, amigos, y nadie se ha atrevido a internarse por si hubiera más. Todo es terruño y polvo rojo, sombras amenazantes y espíritus malignos según dicen—.
—Una vez al otro lado, ¿podremos hacernos con caballos?—.
—Hay un yegüero que tiene a veces caballos, sí. Algunas caravanas vienen y van, pero está un poco más allá de estas montañas. Hay campos de tulipanes cerca, lo veréis vosotros mismos—dijo el vendedor con mirada esquiva, como turbado por algo, y luego continuó tras pensárselo honestamente: —Si queréis ir a ese sitio, a esas viejas piedras, hablad primero con Abarcáin. La gente susurra de cosas malas que yo no entiendo ni quiero entender, no sé. Él siempre aconseja a los viajeros. Si ese es vuestro destino, atravesando esas tierras, llegaréis mucho mejor por el monte—.
Si era verdad lo que decía, y tenía toda la pinta, la cosa iba a ser indigesta, pero no imposible.
Compraron algunos paquetitos de aquella manteca endulzada y también frutos secos, añadiendo dos botellines de algún tipo de aguafuerte uno para cada uno.
—Nos gustaría un lugar donde dejar los animales a buen recaudo, si es posible—.
—Hay un pueblo por allí—señaló el hombre tras pensarlo unos segundos, en dirección contraria, justo por donde encontrasen un carro de mercancías y al molesto perro pequeño, —Estára. Llegaréis en buena hora, pero la noche ya se habrá echado encima vuestra para entonces y no recomiendo que ascendáis el monte sin luz—.
Zhard le añadió el pago por sus servicios en plata, justo dos monedas y una tercera por la información, aunque Kerish le hubiera dado menos porque le imaginaba frotándose las manos al hacerse con los caballos. De hecho, él hubiera soltado el que montaba sin más, pero recordando la discusión con el mago no pretendería extender que ambos le dieran más vueltas a las cosas. No pasaron mucho tiempo en Estára. Allí, las gentes tenían gran parecido a los de Cetatea pero vestían con más ropa, y solían adornarse tanto hombres como mujeres con cordones y cintas de diversa forma y material para rodearse la cabeza y el pelo. Las camisas de cuello cuadrado para varones abundaban en tonos claros y ribetes de cualquier color al gusto, y calzaban sencillos zapatos de cordones o botines con perforaciones sobre el empeine en formas romboides, semicirculares o de líneas entretejidas. Había mucha variedad, pues los había también de tela ornada con bordados que recordaban a ramas en muchos tonos distintos, botas curtidas con suela de punta levantada para montar a caballo. Otros pocos y más adinerados usaban una suerte de mocasines de puntera larga, y pocos, sobre todo algunos ancianos y gente con menos posibles, usaban unas alpargatas confeccionadas con tiras de corteza de tilo, presumiblemente. Los vestidos de las mujeres solían tener unos tirantes o arnés para la espalda sosteniendo un peto o coselete textil que a veces se complementaba con chalecos de bordados llamativos, con faldas por debajo de la rodilla o bien más largas. Algunas se adornaban con cintas y joyas el cabello pendiéndoles como monedas o lágrimas, y las había que se lo protegían con una gasa generalmente blanca, usando cinturones de ribete que les daban dos vueltas en cruz y una tercera para el cierre. Menos frecuente pero también típico, se daba el traje de mangas largas que sin embargo desnudaba los hombros, añadiendo un sostén con chaleco antes del vientre, al aire libre, y continuando de tres o cuatro dedos del ombligo hacia abajo un extraño pareo sobre una falda. Al uso, y quizá por cuestiones de prestigio personal o por elegancia, a Zhard le asombró que algunas hembras de Kashay en aquella región adornasen su cabeza con unas tiaras planas y ligeramente grandes que ceñíanse a la región frontal, y otras que sin embargo tenían aspecto de punta de flecha alzándose desde la sección media. Allí, se podían observar todo tipo de colores al gusto y pedrería, a combinar con las ropas que eligiesen.
Del atavío era muy acostumbrado el blanco cremoso y sobre él, el rojo, pero también existían tonos azules y un violeta oscuro que los remataba en hombros y mangas. No faltaban pareos largos con flecos ni collares en buena cantidad. Lo hombres se adornaban bien poco con collares, pendientes o pulseras trenzadas de cuero o metales, pero también lucían arneses de tela y cuando no, camisas, túnicas largas por la rodilla y bajo estas, densos pantalones. Unos pocos usaban sombreros de pequeña ala mientras que el resto preferían unos hechos en forma de tubo y menos gachos que los de sus vecinos más silvestres, pero también de pelliza. El olor a masa cocinada al fuego, algunas especias y algunas flores silvestres impregnaba el ambiente de Estára entre sus calles estrechas y circundando su núcleo urbano una corta muralla con barrotes de metal, probablemente hierro, tintado de espeso rojo. Lo que protegía este pueblo por fuera, no era ni más ni menos diferente que esta delimitación en lo que llamaban "el palacio del príncipe" pues cada localidad dependía de uno. Sus guerreros, había observado Kerish, portaban consigo escudos ovalados con una cuña o dos, y algunas espadas cortas de filo recto aunque otros poseyeran unas más largas y de aspecto curvado hacia delante. No eran dados a usar casco, y los que lo portaban como guardas, demostraban un diseño que coronaba como un cilindro lobulado y unas carrilleras fijas además de un frontal donde a menudo se grababan dos ojos; si el casco era de bronce los grababan en plata, y si era de hierro, incrustaban estaño y oro.
Los aventureros dejaron los caballos en este pueblecito de pastores y tramperos pagando con oro a una familia de agricultores para que los mantuviesen, ya contando con su cuidado a los animales y la costumbre además de un establo para ello, y añadieron unas monedas más para los pastores mismos. Dejaron dicho que, por si tardaban más de la cuenta en su viaje o traían noticias amargas de ambos, dieran la mejor vida que pudiesen a sus fieles equinos. Cuando Kerish y Zhard salieron de Estára, el bárbaro observó una suerte de crucero junto al lado izquierdo de la puerta en el que no había reparado al principio por cubrírselo la multitud y los trashumantes, en el cual se exponía bajo un techadillo de madera el cadáver de un lobo que aun muerto, mantenía una expresión atroz.
No pudo ocultar su disgusto y, con aire animal, mostró los dientes y gruñó mirando en derredor. Una mujer que se cubría bajo un chaleco de pieles de oso y una densa capa se aproximó a los dos jóvenes y extendió suavemente los brazos descubriendo una larga túnica blanca con dibujos rojos en su falda y mangas. Una corona de flores le adornaba la frente, y en una de las manos, Kerish vio un hocino que le hizo alarmarse erizándose como una bestia. Tan armado como iba, y con la bolsa de viaje a la espalda, llamaba tanto la atención como el mago pero los guardias con sus yelmos bruñidos no hicieron nada por detenerle. La mujer, de largos cabellos castaños y rostro pequeño y de facciones infantiles y a un tiempo adultas, clavó en él sus ojos azules e hizo un gesto más con la pequeña hoz. Nadie intervino ante este pronto y, tarde, Zhard se dio cuenta de que ella era una sacerdotisa o hechicera y que tenía poder sobre el resto.
Los guardianes de Estára hicieron caso a regañadientes de este intento de alterar la paz gracias a la Kashi, de cuyo cinto pendían varios colmillos y garras de origen dudoso.
—Sabía que ibas a enfrentarme, y sabía que tu espíritu no podía evitarlo—.
—Eres una bruja—gruñó el guerrero salvaje y con razón, harto ya de todas ellas y deseando que se extinguieran en vez de plagar el mundo como estaba comprobando.
—Si así lo prefieres, puedes llamarme así. Eres un guerrero, ¡eso salta a la vista!, pero siento que tu acompañante se parece más a mí—.
—En cierto modo, mi señora—la saludó el mago con una mano sobre el pecho a la par que ejecutaba una cortés reverencia, —Si bien nuestras sendas se unen de varios modos, también hay otros tantos en que difieren—.
—¿A qué debo el honor de la visita de un mago de los clanes?—sonrió ella, satisfecha con tal muestra aunque ligeramente disgustada por la tensión que el bárbaro exudaba.
—Sólo estamos de paso, señora. Soy Zhard Mareese, y éste es Kerish. Nos dirigimos a la capilla que se yergue atravesando estas tierras—.
—¡Ah, así que se diría que sois peregrinos!—exclamaba con agrado a la vez que otras dos mujeres, vestidas con cota de placas, arcos cortos en un estuche a la cintura y una espada recta colgada del lado derecho se acercaron a ella con una joven rubia, ataviada de celeste y que portaba un cesto cuyo contenido permanecía tapado por una tela; —Debo avisaros por si no lo han hecho ya: los caminos no son últimamente muy seguros pero hacemos lo que podemos. He visto en las estrellas, el chorro de agua bajo la luna, la niebla y las entrañas de un ave negra que habrá un cambio, uno con sangre, que una sombra abre sus muchos ojos en una tumba viviente, y que aquello que está más allá de los mortales estará más cercano—.
"Para algunas cosas, a lo mejor llegas tarde", pensó Kerish, pero no dijo nada por no crear una situación por la que su compañero debiera disculparse. Simplemente, entre que Zhard daba las gracias a la mujer por la advertencia, él miró hacia el animal expuesto aguardando la podredumbre al que ya acosaban una docena de moscas, y la interrogó sobre ello.
—¿Por qué le habéis hecho eso?—.
La hechicera, sacerdotisa o como también Kerish la llamaba, bruja, se acercó un par de pasos hacia él con sus guardianas así la doncella de compañía se vio a sí misma haciéndole ojitos al mago, que la correspondía.
—Kerish te llamabas, ¿no es así? Pues mira, Kerish. Dado que los dos sois extranjeros, no lo sabéis, pero hace mucho tiempo teníamos un dios. El dios-lobo del que descienden los lobos y también los hombres en espíritu. Nuestra magia, ya escasa en estos días, es muy antigua, tan antigua como el río donde pedimos nuestros deseos ante la montaña sagrada. En nuestros cerros murieron muchos hombres a los que aniquiló un gran dragón. Nuestro dios atravesó esos lugares, se irguió por encima de los guerreros muertos que lo amenazaban con sus lanzas ante las fauces del dragón, y en su lugar se erigió un altar. Allí, se volvió inmortal. Se le conoce en estas tierras por muchos nombres: Vuk, Vulk, Volk o Vilkas, mientras que los hay que le nombran Vó-ráh y Farkas. Como parte de su poder, nuestro dios se convirtió en lobo y así viajaba entre los hombres sin ser advertido. Nos protegía, pero esa protección tenía un precio: ciertas noches, Vuk demandaba un sacrificio humano. De ese modo, el dios de la Luz se volvía también el dios de Oscuridad. Cuando llegaron unos invasores hace siglos, los lobos y los hombres lucharon juntos pero tras perder algunas batallas al principio, los hubo que dudaron de su dios y se volvieron cobardes al punto de perseguir a los lobos y matarlos, siempre con la esperanza de complacer a sus sometedores si les llevaban la cabeza del Gran Lobo Blanco y se arrodillaban ante su fe del odio. Por esta traición de los más débiles, de los miedosos, dejaron de luchar los lobos de nuestro lado, tanto fue así que para que los valientes obtuvieran el favor de la fuerza de los lobos, debían pagar con su felicidad y estaban condenados a no casarse. En estos tiempos, los hijos de Vuk, el Señor de la Tormenta, han perseguido el ganado y por último al hombre, que ha rechazado todo pacto con ellos y con el que se disputa el dominio tanto espiritual como físico en el mundo salvaje. El avance del ser humano ha desplazado al hombre antiguo y desterrado los terribles misterios así como también los más hermosos, a su juicio, para bien. Vuk se fue, el Gran Lobo Blanco, y dejó a sus hijos disputarse con el hombre la tierra y la vida al llegar la nueva era. Y esto, no es sino parte de ella: uno de sus hijos ha atacado el reino humano y por eso, su cuerpo protege ahora como un talismán contra la oscuridad—.
Tras esta declaración basada en los rituales y creencias esotéricas, Kerish tenía ya de antes por cierto que en los países civilizados, los lobos y las personas eran enemigos mortales. No le extrañaba que, tras sufrir ataques el ganado y las personas, no sólo se temiera a las fieras sino que se las tratase igual que a demonios, de hecho la razón implícita de protegerse de ellos por supervivencia no le parecía para nada indigna o zafia en absoluto. Era lo normal. Lo que no veía normal era exponer el cuerpo de esa forma como si se tratase de un criminal ajusticiado del que hacer escarnio para atemorizar al resto que obrara como él. Era un animal que había actuado como tal buscando sustento a pesar de la violencia, no una persona a la que juzgar y ejecutar por una villanía, y no se estaban alimentando de él ni nada así...
Por lo que ver lo que habían hecho le asqueaba profundamente.
—No lo apruebas—constató la hechicera con suficiencia aunque, también, cierto pesar, —Eso explicaría por qué casi se te da la vuelta el cuerpo al verlo. Llevas a la bestia dentro y nos odias. ¿Pero no será ese un odio contra ti mismo? ¿Qué odias más, tu parte de bestia o tu parte de hombre?—.
Zhard intervino a tiempo justo antes de que el bárbaro, con bastante creencia y temor popular para siglos llenándole la cabeza, empeorara la situación.
—Mi compañero de aventura pertenece a una estirpe de orgullosos guerreros, señora, cuya esencia se basa en los espíritus animales. Si correcto es, que somos extranjeros y a cada cual su modo de ver el mundo a través de la cultura, es tan válido ofenderse como no hacerlo. Cierto chamanismo vestigial hallo en vuestras prácticas, y resulta chocante para aquellos con alma de lobo el ver tanto descuajeringo hacia otro—.
—¿Es que tu amigo no tiene lengua, respetado mago? Puede él dar su opinión. Ya apenas hacemos esclavos por poca cosa—concedió la mujer, con cierta inquina velada por su aterciopelada voz.
Obviamente, el bárbaro entró al trapo.
—¡A mí no me importan vuestras supersticiones! Sí, quizá tenga algo de animal en mí, porque mi tribu es la tribu del Lobo y lo honramos, sea amigo o enemigo—.
—Y ahí lo tenemos, querido—pronunció relajadamente la que, con sus penetrantes ojos azulverdosos, examinaba la figura del muchacho, —¡Apegado a las raíces más primitivas! Sabe que, de poder ser de otro modo, esta fiera habría tenido mejor entierro. Pero mi hechizo necesitaba de un componente, y las gentes, de alivio y relajo viendo su mal menguado—.
Luego, señaló el cadáver junto a la puerta, añadiendo entre que el mago y la doncella volvían a intercambiar miradas y sonrisas: —La maldad también se apodera de las bestias, pues hay tinieblas en ausencia de luz como ya sabes, no sólo en el plano lógico y físico. Esa misma oscuridad que momentos antes te ha hecho enfurecerte, los pensamientos que han corrido por tu mente adelantándose a las cosas que aún no has hecho y deseabas hacer, son sólo un parpadeo para los animales. Una línea muy fina los separa de la naturaleza cuando algo más influye. Sin su ancestro, sin su dios, están tan perdidos en la oscuridad como nosotros en la luz. El Gran Lobo Blanco guiaba las almas de los muertos y las protegía durante su travesía hacia el reino celestial para poder reposar en paz. Ahora los lobos no tienen un conductor y nuestras almas tampoco. Sólo nos queda rezar, y a ellos, el hambre que los une en nuestra contra—.
Con un largo suspiro, Kerish evitó discutir su postura. Recordaba la escalofriante noche en que unos lobos casi humanos seguían a otro que intentó devorarlo vivo, y negar la existencia de esas cosas y que a menudo la gente se veía en peligro por culpa de los monstruos, era negar que se necesitaba de algo más que una espada y buenas intenciones para conservar la vida, y en ocasiones como le daba a entender esta mujer, el alma.
—Hay una leyenda—comenzó a decir él, con tono más calmado, —Sobre el padre celestial de los Ilonios, el Lobo Azul. Ellos se consideran sus hijos y temen las tormentas, porque el Lobo del Cielo se enfurece por sus malas acciones—.
—¡Qué interesante! Ellos fueron los primeros en invadirnos y, al parecer, nuestras costumbres espirituales se parecían bastante según dices. ¿Quién te ha contado eso?—.
—Lo aprendí de ellos—.
—Mi compañero, aquí—le sonrió Zhard a la señora del pueblo, justo al desviar un gesto lujurioso de su doncella para intercambiarlo por una mirada gentil hacia la dueña, rodeando los hombros de Kerish con su brazo izquierdo, —Ha viajado un poco por regiones que os resultarían insólitas, ¡si estáis dispuesta a oír más en vuestra casa! Aceptaríamos ese privilegio de buen grado—.
La muchacha se acercó a su señora y le susurró algo al oído, por lo que esta echó a reír suavemente pronunciando en voz baja un sin embargo audible "¿En serio?", para después observarlos detenidamente con la boca entreabierta, como dubitativa. Hasta que tomó una decisión.
—Mucho me temo, queridos aventureros, que quedaríais aburridos sin mi participación. Mi marido y su corte requieren de mi presencia en las siguientes horas, y sabed, que el príncipe Kazatimiro y su capitán Lutobor juntan su mente a la mía en resolver los asuntos y desdichas del pueblo—.
—Quizás en otra ocasión, señora mía—.
—Quizás. Quizás en otra ocasión podáis deleitarme con vuestros relatos, si la suerte sonríe a estos extranjeros de buen porte—sonrió ella con plenitud entre que la cortesana lanzaba un pequeño beso al mago a espaldas de las guardianas.
Educadamente y con argumentos, los había rechazado, pero se veía interesada a juzgar por cómo les miraba y la forma de acariciar el hocino. De todos modos, ¿por qué hacía ostentación de él? ¿Se trataba de alguna especie de protección? En tanto lo devolviera a su cinto, la dama sonrió, entendiéndose que era la princesa de Estára y revelando su gesto.
—La plata y el destilado de los pétalos de una planta de flores púrpuras no son del todo muy graves para un hombre en cierta cantidad, pero sí son letales para los lobos-hombre que podrían acechar entre nosotros. Hemos esparcido sus semillas en las lindes del bosque para prevenirnos, pero, como ya podéis comprobar, en ocasiones no es suficiente—.
Sus brillantes ojos fueron entonces a las hembras acorazadas a las que miró la altiva mujer, para indicarles que querían volver a intramuros. 
—Vamos—.
Una de las dos mujeres con peto de escamas de metal alzó una mano ante el gentío en la puerta, gritando a plena voz: —¡Abrid paso a la princesa Elgiva, la Sagrada, la Protectora!—.
—¡Un placer conoceros, extranjeros! Os deseo un camino seguro pues viajáis tan rápido como los muertos—les sonrió la princesa al mirarlos por encima de su hombro izquierdo al caminar puertas adentro, aunque para Kerish seguía siendo una bruja.
El mago lo miró de reojo dándole con el codo sobre un brazo.
—Te apuesto lo que quieras a que su sirvienta cae si le regalo un "collar mágico"—.
—...—.
—Y la princesa se hace la dura, ¡pero acabará cayendo contigo si le insistes!—.
—Zorra—.
—¿Qué?—.
—¡Vámonos de aquí, estoy harto de las brujas y de su maldita existencia!—.
—Kerish, ¡sólo son mujeres! Mujeres diferentes a las demás, igual que tú y yo somos diferentes de los demás hombres—.
—Que les purguen—.
—¡Pero si te pega estar con una, hombre!—exclamó el mago extendiendo exageradamente los brazos.
—¡Que te purguen a ti también!—.
El bárbaro caminó con paso apresurado para dejar atrás Estára, sus hechizos y sus princesas brujas con ínfulas, gruñendo con los hombros y el resto de los brazos tensos. Zhard rió echándose las manos a la cara y palpando con las yemas de los dedos su diadema, dando a veces patadas al suelo entre carcajadas a espaldas de su compadre. Luego, viendo que el otro no se volvía y lo dejaba ahí solo, recuperó el aliento notando que le daba flato y trató de alcanzarlo a través de la tierra que dejara por medio.
—¡Eh, espérame!—. 

 

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La Dama de la DestrucciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora