XLII ~ Los monolitos.

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Al abrir los ojos le dolía un poco la cabeza, pero luego le dolió más.
Necesitaba un buen vino especiado que le ayudara a pasar el mal rato y estuvo a punto de pedirlo a voces, debido a que por algún motivo creía que podía encontrarse aún en la posada de Jáben y que todo había sido un desagradable sueño.
Bien, no fue así.
Se vio a sí mismo en la oscuridad de la noche y sin las armas muy cerca que se dijera, pues reposaban unos metros a su izquierda en una suerte de columna de piedra tallada en la intemperie que le rodeaba. No sabría decir a quién correspondería su origen, pero estaba seguro de que la construyeron mucho antes de que el abuelo de su padre naciera. Hablando de rodear, sus brazos y torso permanecían inmovilizados contra otro de aquellos monumentos, manteniéndole en pie sin que pudiese ir a ninguna parte por lo que le era imposible ser libre de buscar y preguntar espada en mano. Casi le gustaba más la posibilidad de haber pillado un cogorzón y no acordarse de nada, de estar incorporado tras una laguna mental saliendo del excusado y encontrarse a sus compañeros dedicados a la chanza. Sí, sus compañeros. Y lo que hicieron después. Ya recordaba. Las comisuras de su boca se curvaron en una sonrisa inversa y se sintió enfermo, con ahogo, ardor en las sienes y el estómago pareciendo rebotar por dentro hasta querer salírsele. Las venas del cuello se le llenaron del mismo modo que el aire entra en los pulmones, sólo que esta vez, Kerish exhalaba desprecio bien justificado. Si tenía la oportunidad, se vengaría de todos, los mataría uno a uno o a todos juntos sin diferir entre mujeres, niños, hombres o animales.
Una brisa le trajo un ligero consuelo al ascender desde sus toscas botas ceñidas con cintas tachedas. La humedad de la noche le sorprendía con una caricia fría que se deslizaba por sus brazos y rostro, algo de niebla daba al entorno un aspecto tenebroso. A su derecha tanto como al otro lado, podía advertir la luz del fuego y su calor viniendo justo del frente en esos ápices de minuto, sin saber dónde estaba al despertar de su aturdimiento. De hecho este paraje contaba con más formaciones, pues podía ver que se encontraba rodeado por gigantescos, alargados y curvos dedos de piedra que parecían querer cerrarse sobre su cuerpo y aplastarlo junto con toda la tierra que le rodeaba cuesta abajo.
Pero se erguía en zona llana, y la humedad le indicaba que el territorio de las marismas no había pasado mucho de su parte, por lo que era imposible que aún se encontrara en la Ciénaga Devastada o al menos, demasiado cerca del campamento enemigo. Ya que lo recordaba, Ibo se había echado sobre él en el último momento salvándole de las garras del peligro, quizás para precipitarle a otro. No era bueno estar atado ni menos aún que fuera cautivo de un encapuchado que no hiciera el menor movimiento hacia él, dándole la espalda en el centro de aquel círculo de piedras desde el que las llamas derramaban su luz y calor. Pero había más gente allí, un par más que parecían no haberse percatado de su vuelta a la realidad y que, tanto como a Kerish, los envolvían las sombras.
Se concentró lo que pudo en las voces y trató de oír lo que decían, llevándose una sorpresa que le hirió el corazón.
—La espada de Zortarak, Guardiana del Amanecer, custodia la tumba de Bhandirla. Pero no lo hace de cerca. La sombra acecha esperando imperecedera su momento. Recuerda lo que dijo Madre...—.
—¡¡¡Ya sé lo que dijo Madre Adaûn!!!—protestó Ibo con gran enojo, —¿Te crees que soy la única que no entiende su cometido? ¡Yo comprendo mejor de nadie lo que espera de nosotras y la importancia de nuestra misión!—.
—¿Y qué misión es esa?—.
En cuanto oyeron hablar a Kerish, detuvieron la discusión abruptamente y se miraron la una a la otra para luego volverse hacia él. La rubia ya tenía una daga en la mano a pesar de la distancia que los separaba pero Ibo, más cercana, no vio necesidad para desenfundar a Cruldawr.
—¡Por fin te despiertas!—le sonrió la joven mujer del cabello rubio para luego girarse suavemente hacia la del claro cabello castaño y negra túnica, —¡A ver qué hacemos ahora! Estoy loca por saber cómo vas a solucionarlo—.
—Ah, ¡cállate, Táyr!—.
—¡Hermanas, por favor! Dejad de pelear—.
Otra mujer más llegó al dúo en pugna, era esbelta y pese a no poseer ese tipo de hermosura de las princesas de los cuentos, sus rasgos eran agradables y sensuales. Una barbilla estrecha bajo unos labios rosados y delicados brillaba como toda su piel por reflejo de la fogata, contagiando este fenómeno al resto de su rostro. Unos suaves pómulos ligeramente afilados levantaban unos ojos grandes y oscuros. De frente lisa y nariz ni grande ni pequeña, cuello fino y curvas modestas pero rotundas a pesar de no tener el físico de Ibo o de la otra, no tan explosiva pero sin duda deseable y en forma, poseía en sí mucha elegancia aunque se antojaba la más menuda de talla. Una larguísma melena castaña peinada al medio caía por sus hombros desnudos y por la espalda más abajo de las nalgas. Kerish se quedó con las pupilas fijas en ella reviviendo el momento que entrara en los baños de Jáben de la mano de Ibo justo para reconocerla, y sabiendo que se había dado cuenta, un claro azote de inocencia y vergüenza por el engaño hizo que la chica retirase el rostro.
—Estamos aquí para ayudarnos. Nuestra misión es encontrar lo que fue perdido y Madre Adaûn nos ha confiado esa importante tarea. Lleva un tiempo esforzándose para que la cumplamos y no podemos dividirnos por un pequeño fallo—.
Táyr, la rubia, la miró con hartazgo aunque reconocía que tenía toda la razón. Sin embargo, señaló a Kerish sin mirarlo para imponer su punto de vista a pesar de todo.
—¿Esto te parece un pequeño fallo?—.
—¡Eh! ¡No habléis de mí como si no estuviera!—.
La muchacha llevaba ropas parecidas a las de las otras dos, con la cinta de cuero y metal adornando su frente, pero en cambio unos brazaletes de bandas de bronce se fijaban a los antebrazos con piezas menos amplias también bajo los hombros. Una coraza del mismo material se le fijaba a los senos, de los que caía una tira ancha de cuero cubriendo la superficie del vientre aunque los costados quedaban bajo unos cordones. Parecía la más dulce de carácter pero no debía subestimarla. Notaba en las dos lo mismo que en Ibo, y se tensó a pesar de que estaba atado a uno de aquellos monolitos. La tercera en aparecer hizo por acercársele y puso una mano de uñas ligeramente crecidas sobre su mejilla izquierda, mirándole con misericordia. Eso hizo que él se sintiera más tranquilo, y a la vez, repugnado.
—Tú no lo entiendes. Nunca debiste estar aquí. No puedes conocernos—.
—¿Por qué?—.
—Porque son los preceptos de la antigua tradición que honramos. Nuestra identidad debe permanecer en secreto, de ese modo ningún enemigo nos perseguirá, sea mortal o sobrenatural. La fuerza que poseemos seguirá intacta—puso las dos manos en los flancos del cuello de Kerish, y separándolas tras unos segundos, dejó otra sobre el centro de su pecho, cerrando los ojos, —Los hombres dominaron la guerra, pero las mujeres hemos aprendido un poco de ellos, y de la magia. Siguiendo las antiguas formas, nuestras antepasadas danzaban con los pechos desnudos alrededor del fuego en lugares como este e invocaban las sombras, los espíritus, y horadaban con su mente en las corrientes del mundo para prevenirse en los tiempos por venir, y de los tiempos que fueron—.
Esa repulsión creció en él más aún al darse cuenta de qué eran en realidad. Tensó los músculos de todo su cuerpo apelando a todas las fuerzas que poseía. Las cuerdas crujieron incluso para alguien que, en estado de inconsciencia, había sido amarrado a conciencia sin lugar para moverse ni un centímetro.
—Sois brujas—.
La joven guardó silencio al separarse de él como con miedo a perturbar el aire que la rodeaba. A la blonda, le pareció gracioso el tono sombrío que Kerish adoptara al revelar por sí mismo lo que ellas eran y extendió los brazos inclinando el torso hacia él, abriendo mucho los ojos.
—Sí, ¡somos brujas! ¡Brujas malas que te van a comer como no te portes bien, guapito!—.
—Inid—suspiró la que en efecto, se veía como la más fuerte de las tres, —Aléjate de él—.
—¡Le estás chivando nuestros nombres! ¿Qué será lo siguiente, hablarle de tu infancia o qué?—protestó Táyr.
—Él no nos haría daño, hermana. Está atado a mí—.
—Yo creo que lo tienes atado a ese monolito con más seguridad que a ti misma, o si no, estaría libre—.
—¡Ten confianza en mis actos! ¿Cuándo os he fallado a alguna, eh?—.
—Pues mira, ¡justo desde que tenemos a un hombre aquí entre nosotras!—.
—¡Pero es que no sabía a dónde más traérmelo!—.
—¡Ni te lo tendrías que haber traído, tenías que dejarlo morir! ¿No ves que él no pertenece a nuestra hermandad de ninguna de las maneras?—.
—Es un hombre bueno, y fuerte. Digno de...—.
—Ay, ¡que se nos ha vuelto sentimental!—.
—Tiene mucho dolor dentro y en eso, no se diferencia de nosotras—.
—¿Y a mí qué me importa? Es un hombre. No puede estar aquí, ¡debemos matarlo y terminar nuestro cometido!—.
—¡Lo dices como si él no fuera también un ser humano!—.
—¡Hicimos un juramento ante Nuestra Señora de las Orillas y Madre Adaûn, y acabas de quebrantarlo! ¿No crees que todo lo que hemos padecido merecía al menos tu consideración y que no fueras tan egoísta?—.
—Olvidas que un día fuimos prisioneras de guerra—.
—¡Todos estos años para lograr estar donde estamos y sobrevivir, entrenando y superando todo tipo de pruebas insufribles para ser las mejores, y simplemente los tiras al vacío por esto! ¡Mírale! ¡Nos has faltado por sólo un hombre!—.
El bárbaro se sopló el flequillo y las miró del mismo modo que las bestias miran a través de los barrotes de una jaula a quienes podría matar de un mordisco a la primera oportunidad. Con aire indolente y flemático, y en el fondo el deseo de provocarlas, entrecerró los ojos hincándolos sobre las tres.
—Qué historia tan triste. ¿Quién me da un jarro de vino?—.
Pero la llamada Inid, que aún estaba apenas a centímetros de su cara, cerró una mano levantando un poco el brazo derecho y doblándolo por el codo, poniendo los dedos a la altura de su barbilla en un gesto como de sobresalto. De seguido, se tocó instintivamente con la otra, por algún motivo, la cadera coincidiendo un poco con el ángulo que bajaba hacia la ingle. Tras unos segundos de mutismo, frunció las cejas y se mordió el labio inferior como quien adquiere plena consciencia sobre un problema y no tiene muy claro cómo resolverlo.
—Éste tiene poder. Lo noto rugir en su interior, rondando inquieto, revolviéndose con ferocidad. Desciende al fondo. Surge como una gran llama, ardiendo como una estrella. Está... está ahí. En la oscuridad. Esperando—.
—¡Claro que espera! ¿Qué te crees? ¡En cuanto lo soltemos se nos echará encima para intentar matarnos!—rió la de melena dorada como el sol mismo a la par que mecía su daga en el aire igual que si fuera un juguete, adoptando un tono de voz ronroneante que pretendía sugerir en un ensayo de coquetería, —Pero no creo que pueda con nosotras tres. No parece gran cosa... Igual hasta deberíamos comprobarlo, ¿no creéis, hermanas? ¿De qué sería capaz éste Kerish?—.
—Arriésgate. A lo mejor te sorprendo—.
¿Estaba aquel guerrero, prisionero y a su antojo, retándola aun en inferioridad de condiciones como si tuviera todo el control de la situación? Era irritante. Se hizo un silencio del que la amenazante mujer de piel clara y ojos de color indeciso, debido a las sombras y el ambarino resplandor, tuvo el beneficio de romper burlándose al mismo que acariciaba la nervadura de su daga de doble filo.
—¡Ja, ja, no lo creo!—.
—Es normal. Los cobardes más débiles y sin honor siempre se creen superiores mientras tienen el arma en la mano y el otro está atado. Es la única manera en que puedes sentirte fuerte, ¿no? Eres una mierda—.
Agitada por esas palabras, Táyr se aproximó con la daga en ristre, como si no fuera a detenerse hasta haberlo ensartado. Para ser justos, Kerish estaba preparado para llevarse la estocada si bien notaba que las cuerdas no se aflojaban de los nudos que tuviera, pero sí que se podía mover alrededor de aquel pilar primitivo bajo el cielo nocturno evitando el ataque fatal si se impulsaba lo suficiente. A lo mejor, Táyr cortaba por error las cuerdas y podía soltarse si ponía su vida en ello.
Justo cuando estaba a punto de comprobarlo, la que poseía más corpulencia de las tres la detuvo con una mano sobre el antebrazal derecho, conteniendo su daga.
—¡No lo hagas!—.
—¡Apártate! ¡El muy cabrón se lo merece! ¿Por qué coño te importa tanto, joder?—.
En ese momento, Kerish medio sonrió elevando la comisura derecha de la boca sin apartar los ojos de los de la bruja rubia, y ese gesto de sobrada superioridad aun estando como estaba la indignó más si cabía. Con tono muy calmado, suave, aunque de algún modo también tétrico y cavernoso, dijo así a la más agresiva de sus captoras:
—Qué pasa, ¿tienes miedo de sólo un hombre, como tú dices?—.
La bruja rubia se congestionó de ira y trató de expulsarla con un profundo suspiro. Ibo la estaba reteniendo y no quería enfrentarse a ella. Pero lo haría. Tenía que demostrar que no temía a nadie. De nuevo, quiso liberarse el brazo tirando con él al mismo que miraba a Kerish a los ojos. Iba a decir algo hasta que él la interrumpió recrudeciendo su sonrisa y cambiándola por una mueca de desprecio.
—¡Debes estar cagándote encima de saber que ni aun atado a esta roca podrías acertarme con una daga a esa distancia!—.
Con un ahogado grito entre dientes, Táyr se revolvió pugnando contra su hermana por el control del arma. Las dos se aferraron de los antebrazos, entremetiendo las piernas la una por las de la otra. Obviamente, la más esbelta de ambas no poseía la fuerza física para imponerse y así fue Ibo quien, luego de intentar sobrepasar la resistencia y nervio de la otra bruja guerrera, la levantó un poco del suelo barriéndole tras un pie con uno de los suyos y se le echó encima. Con un antebrazo contra el cuello y siendo desarmada en el acto, Táyr siguió revolviéndose hasta que se le pasara el pronto en unos segundos, medio ahogada con su propio brazo en una presa experta. Su hermana se levantó de encima suya y al pasar unos segundos respirando el par ante los ojos de Inid, sobrecogida por este violento arrebato.
Al final, una y otra se tomaron las manos para ayudar en incorporarse ante la restante bruja, y a la de cabellos claros le fue devuelta la daga.
—Éste bárbaro no es "sólo un hombre", hermana—resopló la vencedora ante una acongojada Táyr, —Es un guerrero valiente y fuerte al que llamo compañero con orgullo. Nunca le subestimes, te lo ruego—.
—Así que...—jadeaba la aludida enfundando su arma, con la melena revuelta, —Por eso le proteges. Le has tomado cariño, ¿sí? ¡Te has encaprichado de él!—.
—Sí, y no. Es complicado—.
—O le posees, o te ha vencido—gruñó un tanto desdeñosa con claro reproche.
—Ya te digo que es complicado—.
—Mira, no me importa la respuesta ahora mismo, pero tienes razón: no pienso volver a subestimarlo. ¡Más vale que lo tengas bien vigilado de cerca o al final comprobaremos a qué distancia de mi daga tendrá su corazón!—.
Con ardiente enojo, Táyr se alejó de ellos dos y la figura encapuchada junto alfuego que el bárbaro había visto al principio se incorporó retirándose la prenda de la cabeza. ¡Era la misma mujer pelirroja que guardaba el túmulo antes de la Ciénaga Devastada!
La guerrera ligeramente fatigada, aunque ya sabía que era por igual una bruja, susurró algo en voz baja a Inid y esta se alejó junto a su otra hermana.
—Lo siento, Kerish—susurró a la par que le acariciaba el cabello con una mirada de profundo arrepentimiento, —Siento que tengas que pasar por todo esto. Yo no quería... Iba a contártelo, ¿sabes? Cuando fuera el momento—.
—Ya...—.
—Estoy diciendo la verdad—.
—¿Sabes? Estoy empezando a cuestionarme seriamente eso de la verdad cuando sale de tu boca—.
—¿Pero cómo te atreves? ¡Te he salvado la vida no una sino varias veces!—.
—¿Te parece que me has salvado? Según tus hermanas, eso es algo malo y quieren enmendarlo—.
—No dejaré que te hagan daño, Kerish. Eso te lo juro por mi vida—.
—Me gustaría creerte—.
—Y a mí que lo hicieras—.
Afectada por ello y con sus iris verdosos pareciendo temblar como todo su ser, la mujer de Äsir contuvo de pena el impulso de besarlo sabiendo que no le perdonaría su mentira, pero aun así, puso su frente contra la de su amante y cerró los párpados. Dos lágrimas brotaron dibujando un surco brillante a las llamas del fuego.
Entonces, separó su cuerpo del de su traicionado compañero tratando de aminorar el daño.
—¿Por qué me has traído aquí?—inquirió con una notable inquietud a la mujer que lo capturase.
—Los monolitos guardan poder, entre otras funciones. Aquí estarás seguro siempre que estemos nosotras. No te preocupes, ¡cuidaré de ti!—.
—Disculpa si te parezco un poco incrédulo, pero...—carraspeó, intentando aclararse la garganta, —No me lo parece. Y no estás contándome nada de verdad—.
—No estás preparado aún pero te prometo que cuando salga el sol, lo sabrás todo. Todo de lo que no puedo hablarte ahora mismo. Ten una verdad, tan cierta como que te quiero, de que la primera vez que te salvé la vida fue en el bosque cuando cazabas. Decidí seguirte por si teníais dificultades y de hecho así fue. Pero había algo más que un peligro posible—.
—¿De qué estás hablando? ¡No puedo esperar tanto!—.
—Mañana, cariño. Mañana—.
—¡Mañana mis amigos podrían estar muertos! ¡No sabemos qué es de ellos!—.
—Los asaltantes de ese sacerdote loco deben estar intentando reagruparse. Han sufrido un duro golpe, y te aseguro que nuestros antiguos compañeros de armas estarán bien. Al menos, los que importan—.
Ahí, llegó Táyr de nuevo mucho más relajada con una mano sobre el pomo de la daga y otra sobre su espada, diciendo contenidamente: —Ya la has oído. Mañana decidiremos qué pasa contigo. No tientes tu suerte—.
—¡Tienes que soltarme! ¡Me lo debes!—rugió él tratando en vano de liberarse, con la vista fija en la bruja que lo había hechizado con su pasión sin necesidad de más encantamientos.
—De verdad que lo siento, Kerish. Intenta poner en calma tu mente y ahorra tus fuerzas—.
—¡Sí, eso!—renegó la blonda, con su descaro, orgullo y suficiencia recuperados para tomar a Ibo de la mano como si fueran dos niñas pequeñas, —Esta noche hay que ejecutar un ritual y no queremos que lo arruines. ¡Pórtate bien y no tendremos que sacrificarte! Vamos, hermana. Madre te está esperando—.
Antes de que se fuera, el bárbaro luchó una vez más por desasirse de sus ligaduras sin éxito que le recompensara ni un poco. Gruñendo por lo mucho que odiaba la indefensión a la que se le sometía, dejó ir la cabeza finalmente contra la piedra que le servía de respaldo.
—¿Es siquiera Ibo tu verdadero nombre?—.
—No—suspiró con notable desazón a pesar de que la ocultaba, —Pero tú puedes llamarme así siempre que quieras—.
—¡Kyndra, vamos!—renegó Táyr tirando más de ella hasta que se alejaron para quedar junto a la fogata.

La Dama de la DestrucciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora