XL ~ La oscuridad que desea ser encontrada.

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Soy un extraño, para este mundo.

Soy un extraño, de ahora en adelante.

Sentimientos aplastados, sin vuelta atrás. 

Las heridas son demasiado profundas como para sanar.

Sentimientos que siempre añoraré. 

La vergüenza y la debilidad expuestas.

Soy un extraño.

Tengo que ser fuerte.

Pues lo sé...

Soy un héroe en este nuevo mundo,

Atravesaré mi dolor

 Y no volveré.

Soy un héroe en este nuevo mundo 

Serás una mentira algún día 

Si yo sobrevivo.  


~Firewind - Hate world hero

Con su espada subiendo y bajando, Zhard rechazó un regate afilado de un sable enemigo e hizo descender el filo sobre el hombro de otro

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Con su espada subiendo y bajando, Zhard rechazó un regate afilado de un sable enemigo e hizo descender el filo sobre el hombro de otro. Con un grito, ordenó a sus camaradas unirse formando un flanco izquierdo sólido e hiriente, llevando a los esclavos liberados a una formación de combate poco apta y entrenada, pero sí buena en lo que hacía: atacar a sus opresores.
En tanto llegaran a unírseles los hombres de Jáben, Lord Zhard de Zhalama les preguntó en voz alta, entre que su acero repelía otros hierros: —¿Y vuestro líder?—.
—Ha muerto—fue respondido por un anónimo, —¡Lucharemos a tus órdenes, señor!—.
Contando con esa entereza y entrega a su cometido, el joven de ojos verdosos sintió arder esas llamas que les rodeaban muy dentro de sí mismo, como si se inflamara una hoguera igual a la que dominaba la escena.
—¡Muy bien entonces! ¡Rodeadles con los escudos y empujadlos entre sí, no paréis de trincharlos como a cerdos!—.
Los dos bandos se trabaron por las armas y ese ardor salvaje e incómodo empezaba a ser algo conocido y más normal dentro de Zhard, una vez controlara los espasmos de sus músculos y dirigiera el nervio hacia sus contrincantes. Era como estar borracho salvo que los efectos se antojaban totalmente inversos. Blandió el mandoble con las dos manos aferrando muy cerca la una de la otra el empuñador verdoso, machacando como si usara una bruta cachiporra en vez de la confiable espada, pero sin traspasar la defensa de madera y hierro de un enemigo que se hubiera apropiado del escudo de un guerrero desconocido. Entonces, Zhard recordó aquella primera vez en Kirrsav, la sangre, el crujir del hueso y el abrirse de la carne, y lo revivió como una sensación insoportable y cruda, lacerante en el ánimo, pero que por otra parte le llevaba al siguiente escalón de la violencia con que estoqueaba el rostro de su adversario en una maraña de metal entrechocando contra metal, madera, y hueso. Le pareció oír un apagado tañido que por contra resultaba musical, y se imaginó una orquesta formada por restos humanos que tocaba de forma grotesca una banda de esqueletos con sus descarnadas, eternas sonrisas ante el público moribundo.
Una flecha le dio justo bajo el cuello de la coraza, por un centímetro, había salvado la vida. Más atento, vio a un cabronazo corpulento blandir un hacha corta y un cuchillo, golpeándole el brazo izquierdo con saña y buscando su cabeza con la hoja pequeña. Reaccionando como pudo, Zhard antepuso el aterido brazo con armadura y la espada, mas pasó la punta hincándosele en la mejilla cercana. El peso del hombretón lo tiró al suelo y se abrieron las líneas catastróficamente, significando que la ventaja estaba perdida. Mientras él luchaba en el suelo panza arriba, A Byngue lo habían herido en el brazo derecho con una rudimentaria lanza. Vaakara, encolerizado en la vorágine rabiosa, hincó la espada en la nuca del tipo que intentaba cobrarse la vida de su empleador, a la par que durante un salto de fiera, se echó sobre el que pretendía un segundo golpe rematador contra su compañero de fatigas, junto al que luchara tanto tiempo y compartiera alegrías y miserias. La daga, lo único que le quedaba en las manos, traspasó el trapecio del atacante y llegó a las venas de la garganta para destrozarlas de varias puntadas asesinas. El bandido tardó aún en caer esputando chorros de rojo por la boca y las heridas que, inútilmente, tratara de taponar con sus manos. Rodeados por amigos y enemigos, los dos fronterizos se ayudaron a ponerse en pie, Byngue con la lanceta hecha dos mitades y el otro daga a la mano, alegrándose de que su compadre conservara el escudo.
—¡Menos mal que has aparecido!—rió el de la barba trenzada y coraza Kurgana, regateando a dos manos contra un arquero al que se le acababan las flechas y tiraba de maza.
Rematándolo pues se le habían herido los dedos por el regatón romboide y la punta de lanza, Vaakara lo agarró del pelo con gesto crudo para degollarlo delante de su par. Los dos se miraron, el uno algo cojo y faltándole la fuerza de un brazo, el otro con su chaleco de anillas de metal salpicada de sangre.
—¡Deberías estar cabreado! ¡No te dejaré la herencia tan pronto!—.
Ibo ayudó a levantarse a Zhard, y vio que Ëirim se perdía en la confusión de la lucha.
—¡Levantad, señor, no es momento de reposar las posaderas!—.
—¡Tan educada que dais miedo, dama guerrera!—.
—¿Habría quedado mejor decir "levanta ya el puto culo que te matan"?—.
—Kerish habría dicho algo así—.
—Sí, lo habría dicho. ¿Dónde está?—.
—¡Lo vi luchando contra alguien y entonces apareció Sadova, pero ya no le veo!—jadeó el joven de cabello platino intentando rehacerse, así los hombres de Jáben reponían el esfuerzo de los liberados, que iban cayendo ante la masa reducida pero sensiblemente más agresiva que componía las filas de los exaltados.
Apenas sí quedarían unos siete esclavos que se rebelaran encontrando el viento del destino a su favor, y sin embargo, la libertad les estaba costando más vidas de las que pensaban. La mujer guerrera de Äsir vio que Otine, tras su gran escudo, intentaba atraer hacia su pico de batalla a un artero fanático, mas una patada muy fuerte contra el escudo la obligó a caer por tropezarse con un cadáver. Ya casi estaba incorporándose cuando vio bajar el filo, que se asemejaba a un rayo, y la espada de Ibo detenía aquel lance al mismo que inyectaba acero frío con la hoja corta en la garganta del atacante. Ya en pie, la ballestera y ella se sumaron a Zhard y los demás. Éste atacó de estocada como Kerish le había enseñado, imponiéndose, y si bien pinchara un vientre femenino bajo una prenda de red de la que pendían láminas lisas de piedra y hueso grabados, la herida no fue suficiente para matar y notó que una clava de madera le golpeaba lo alto de la frente. Justo para parar aquel devastador ataque, volteó la hoja del mandoble hacia arriba atrapando el garrote con la parte larga de las guardas de bronce para luego avanzar y descender con brutalidad sobre su contrincante femenino, acuchillándole la clavícula izquierda y moviendo la hoja como si estuviera cortando embutido. La herida hizo revolverse y gritar de forma estridente a la mujer, que cayó revolcándose al suelo y abandonando su arma. Era una de tantos que se había ensañado con los pocos esclavos que quedaban vivos, y éstos corrieron en su busca al igual que varios guardias de Jáben. Buena parte de los adultos habían escapado al ver el combate perdido, y cuando Zhard se preguntaba dónde estarían los niños, ver a Dahgha cortando de un lado a otro con su espada desenvainada lo sacó de tales cavilaciones. Un hombre cayó ante el Kôtan sujetándose los intestinos, y se arrojó sobre otro que saltaba, soltando la espada y enganchándosele de tal modo que lo sometió contra el suelo rodando por él y lo machacó a puñetazos.
—¡Danndán, hechicero!—lo llamó el líder de la compañía, contratada para este fin en el que se las veían juntos, —¡Apoyadlos, conducid al enemigo a diestra y que no escapen demasiados!—.
—¡Estoy en ello, señor!—.
Dicho esto, el hechicero se escabulló y Zhard sostuvo el combate frontal. Contaba con que los rayos de Danndán fueran suficientes como para conducir lo que quedaba de los bandidos contra el cerco que formaban los guardias de Jáben. Alguno gritó: "¡Encontrad a la bruja, matadla ya!".
Dándose unos segundos de respiro junto a los fronterizos, vio a Dungold y Hcàrai compartir armas contra los enemigos que se habían declarado durante esta loca aventura. Ibo se acercó a él seguido de la ballestera, le puso una mano en uno de sus hombros acorazados y le dijo, con la ardiente Cruldawr en la mano y la daga enfundada: —¡Tenemos bastantes bajas, pero sin duda venceremos, mi señor! ¿Cuáles son vuestras órdenes?—.
Pareciendo bloquearse y mirar hacia la nada, Zhard escuchó voces, vio de nuevo aquella escena espantosa pasar por sus retinas y se vio a sí mismo como parte del público en esa orquesta, aplaudiendo a la vez que, en cada palmada de sus manos, brotaban incontables gotas de sangre. Vio un barco en lejanía, un mar cálido y algo que parecía la luna sumergirse en él, pero estaba a flote. Las aguas se tornaban rojas, más rojas a cada palmada, y los esqueletos, con sus flautas, tambores e instrumentos de cuerda conocidos y otros sin lugar en su mundo, se salpicaban tiñéndose con una tonada más frenética aún.
—Creo que se nos ha ido. Lo he visto pasar otras veces. ¡Mierda!—resopló Otine pasando una mano ante los ojos verdes del joven de piel bronceada.
—¿Y ahora qué hacemos?—negaba la guerrera, viendo que el resto de las fuerzas de apoyo mantenían un nuevo choque contra el enemigo sin ceder, pero tampoco avanzaban, en el flanco diestro del campamento.
—No, estoy bien—jadeaba Zhard recuperándose de aquel acceso extraño, —Estoy bien, ¡volvamos al combate! Vosotras dos, apoyad desde esta posición con flechas. Llevaos a Dahgha, y localizad a Kerish—.
—¿El puto de vuestro escudero? Danndán está en ello, señor—.
—Entonces, Otine, que vaya Dahgha por si acaso y... ¿dónde está Ëirim?—.
La mujer Vilenia se encogió de hombros y sin más, él fue por los dos fronterizos, que estaban a la espalda de las tiendas incendiadas y buscaban el uno la estabilidad del otro para caminar.
—¿Cómo estáis?—les preguntó poco antes de volverse hacia el Kashi y el Solkann, que tiraban piedras por encima del muro que habían formado los de Jáben.
—Un poco apaleados, mi señor—sonrió Vaakara, que sostenía a su conmilitón,—Pero nada que una buena cerveza y mujeres cariñosas no puedan remediar—.
—Ved entonces que nadie escape en lo posible de los límites del campamento, id por donde hemos venido, ¡vamos!—.
Y tras dar aquellas órdenes, el Tirjamio llevó al fronterizo a donde se le decía, los dos compartiendo algún tipo de chiste, porque rieron a pesar de los daños recibidos en esta contienda. El combate estaba dominado, los proyectiles de Otine e Ibo golpearon costillas y atravesaron un cuello de lado a lado, y las hojas de los guardias de Jáben y del resto de los esclavos que se habían hecho con armas, no permitieron cuartel alguno a sus rivales. Un destacado de entre ellos, que tomara la iniciativa de unirse momentos antes a Zhard tras perder a su líder en extrañas circunstancias, vio cómo una herrumbrosa espada ensartaba a uno de sus amigos y devolvió el golpe cobrándose dos vidas a machazo limpio. Su escudo golpeó a otro tirándolo al suelo, y los demás se le unieron con mayor brío a pesar de que perdían a otro. Este noble guerrero, soportando con su protección romboide el impacto de una clava despiadada, se alzó luego hundiendo la espada en la garganta de su atacante, una loca más de tantos que por allí había, y la arrojó de un escudazo contra los demás. El terror cundió tanto que de nuevo los restantes bandidos intentaron huir. Tan rápido como fuera a unírseles, un sonido estrepitoso llamó la atención de Zhard a su diestra, así se resolvía la lucha al lado contrario. Un crepitante fulgor ascendió contra la tarima de la gran hoguera y calcinó las tiendas circundantes.
La batalla se había ganado con la huida de unos pocos supervivientes, perseguidos por los guardias de Jáben. Aun así, Danndán y Dahgha volvieron con Ëirim, que llevaba el casco rodeado por el brazo bajo la axila derecha. Estaba manchado de polvo rojo y sangre por lo que, en algún momento de la refriega, se le debería de haber caído por un golpe. Desde luego, tenía un círculo rosado sobre la sien izquierda, pero eso no le preocupaba demasiado a Zhard en este momento. Fue su expresión derrotada y solemne.
—No—.
—Mi señor, lo siento. Vuestro Kerish ha caído—.
—¿Pero cómo...?—.
El hechicero tomó entonces la palabra.
—Ese sacerdote fanático pretendía inmolarse con todos nosotros. Kerish se precipitó hacia él para detenerlo y salvar nuestras vidas al coste de la suya—.
Danndán negó suavemente con la cabeza y, con un suspiro antes de hablar de nuevo, consoló al joven de cabello blanquecino poniendo una mano sobre su hombro derecho.
—Era un muchacho valeroso, y recio—.
—Y también un loco estúpido—jadeó Zhard con los ojos húmedos, llevándose una mano a la boca al ver el incendio que había producido la deflagración, y que allí, cualquier cosa estaba ya perdida y sólo quedaba el emplazamiento de la tumba de un héroe, —Un loco muy valiente, ¡el más valiente que he conocido!—.
Dejó de mirar el fuego y a los demás, y se secó unas lágrimas repentinas. Habría tiempo de llorarle. Pero ahora...
—¡Ahora matémoslos a todos y que no quede ni uno!—gritó presa del dolor, golpeando con la espada a un moribundo al que abrió el cráneo en un pronto de ira.
Aunque intentó ignorar aquella especie de canción que no quería dejar entrar en su cabeza, y los esqueletos cesaron de tocar su sinfonía lúgubre. Los aplausos se apagaron como se apaga una vela gastada del todo, dejando únicamente la paz y la calma de la fría tiniebla.
Aun así, para cuando Vaakara y Byngue informaron de que unos pocos bandidos habían logrado escapar, Zhard se dio cuenta de que, repentinamente, Ibo había desaparecido. La noticia parecía haberle afectado obviamente más que a los fronterizos, quienes por algún motivo le habían tomado aprecio al igual que Dahgha. El salvaje cazador dio un suspiro y tomó su cuchillo, llamando su nombre con un susurro y provocándose un corte fino sobre su mejilla izquierda, pero no tocando la barba. Quizá era su modo de recordarlo.
—Id con los de Jáben formando un patrulla. Matad al que veáis en el camino de vuelta. Luego nos reuniremos todos en la aldea. Curaremos nuestras heridas y, esta noche, celebraremos por los vivos y por los que han caído—asintió apesadumbrado el encubierto mágico, pensando con profunda tristeza una vez más que el fuego no habría dejado nada que honrar.
El asalto había salido más caro de lo que pensaba, pero al menos, alguien había muerto haciendo lo que quería.

La Dama de la DestrucciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora