LVII ~ Persecución de almas.

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La única explicación que el bárbaro alcanzaba a conformar era que aquella cámara había pertenecido a un distinguido hombre de armas del pasado, cuyo nombre no parecía inscrito. Según un deber sagrado, hubo guardianes en el primer templo protegiendo el foso donde atraparan a la diosa araña Miathis, luego de invadir la pirámide escalonada y deponer a sus sacerdotes. De este modo, los bárbaros se erigieron guardianes y una de las reliquias de los Tres Emperadores fue a parar al más distinguido. Así pararon los sacrificios humanos que se hacían hacia aquel negro foso donde moraba la Señora del Atardecer, que al caer el sol trepaba fuera de su morada y otorgaba sus dones a sus sacerdotes y recibía la adoración de su pueblo.
Pero aquello no duraría siempre. Alguna vez, el templo fue recuperado por sus fanáticos ya que, incapaces de dar muerte a la criatura, sus guardianes sólo podían contenerla. Un grupo de sacerdotes irrumpió con sus fieles y hubo una atroz lucha. Pero uno de los valientes guardianes hizo su mejor esfuerzo en repeler la amenaza y consiguió recuperar terreno, expulsando lo que quedaba de los adoradores de esta aberración por la fuerza de su espada.
Sin embargo, ello causó bajas también a los defensores de este templo condenado, y el líder que defendía con todo su coraje esta oscura esquina del mundo para contener un mal antiguo, cayó en la lucha junto con sus hermanos herido ya de muerte. Su logro último fue encerrar de nuevo a la criatura, que con el tiempo fue llamando y mutando a cada araña que conseguía atraer a su otrora su guarida, y que volvería a serlo más que una cárcel.
En un siglo o dos, llegaron los fieles del Misericordioso, los que a Solus rezaban y en su luz encontraban fuerzas y cobijo, y he aquí que hallaron al monstruo y los restos de una antigua guerra sin más testigos que sus cadáveres.
Al serles imposible destruir a Miathis, intentaron comprenderla y apaciguarla, con ello lograron una tregua en la que le sacrificaban bellacos y saqueadores, los mismos que la adoraban antaño: criminales de guerra, de circunstancia y de profesión, perjuros, asesinos, toda suerte de indeseables que tendían trampas a los bienhechores y las gentes de bien y les sacaban hasta el tuétano. Se dieron cuenta de que los sacrificios ya no bastaban. Quería salir. Quería salir de la oscuridad y volver a reinar en el mundo.
Las fiestas, las ofrendas, las almas...
¿Cómo iba a conformarse con migajas que la estaban debilitando cuando podía tener todo lo que quería y volver a ser grandiosa?
El guerrero al que dieran sepultura los adoradores de la luz de Solus reposó en una cámara especial que dedicaron a él, y consultando a los más adelantados arquitectos, magos y técnicos, crearon un sistema de cerraduras para evitar la profanación del lugar y emplearon una materia especial para constreñir los esfuerzos de Miathis: el phragorx. La espada fue la llave, siendo que al modificarla, explicaría una historia a quien pudiera comprenderla y también mantendría cerrado el paso a todo aquel que, llevado por la falta de caución o toda la que pudiera en liberar lo que allí se apresaba, intentase transgredir este umbral sombrío.
Los druidas ayudaron y eso explicaría su intervención y que la Guardiana del Amanecer permaneciera escondida por tantísimo tiempo.
Lo cierto era que había más historia de lo que Kerish se imaginaba.
—Debemos salir de aquí—suspiró Zhard, mirando a través de las puertas dobles hacia el fuego que aún ardía transportándole un regusto amargo y pestilente.
Ambos salieron de la cámara sin decir nada más, estaban vivos de milagro. Kerish miró un segundo hacia atrás y vio al guerrero de los monolitos materializado como si se tratase de un rayo de luz casi hecho carne, y cogiendo la espada de gemas rojas. Era el guardián de sí mismo. El bárbaro supo esto al ver que la aparición llevaba la misma armadura que el muerto en el suelo, y el fantasma inclinó la cabeza en un gesto solemne de agradecimiento.
—Te agradezco tu esfuerzo por vengarme... eres un digno hijo de nuestra gente. Ahora puedo descansar en paz—sonrió la espectral figura que se desvanecía en un haz de bruma gris.
La espada cayó sin peso ni ruido a unos centímetros del sarcófago, justo junto a lo que quedaba del guardián con el cráneo partido por un lado. El bárbaro, aun sabiendo que había liberado de la maldición a un justo varón, sentía un aguijonazo de arrepentimiento por haber causado estragos en sus restos mortales.

La Dama de la DestrucciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora