La consumación de la Espina.

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La negrura de aquel día había dado paso a la claridad, y Sagh la detestaba tanto como la soledad a la que se veía condenada.
Pero incluso en la desazón y su locura la bruja enajenada era capaz de hallar la revelación a sus escudriñamientos, y por eso se ocultaba. Sabía que, de quedarse más tiempo a la vista, aquella cosa oscura vendría a por ella y se la llevaría como se había llevado a todos los demás. La mujer de torcido ser, al igual que su faz, observó en silencio y de cerca cómo se desarrollaban los acontecimientos. No se decepcionó en absoluto.
De hecho fue un espectáculo increíble: habían ido allí en gran número pero más que haber sido expulsados, fueron aniquilados por unos pocos. Los dientes de Sagh rechinaron al apretarse, babeando luego al contemplar la muerte tan de cerca, las heridas, las vísceras, la sangre, los huesos...
Sus aliados huyeron en desbandada. Jakáti, ya no existía. Con el venir de la luz y la cosecha de las calabazas y las castañas, ellos habían desaparecido como si se tratase de un sueño o una ilusión.
Para entonces, ella ignoraba dónde habrían ido a parar Danndán y Míle, que huyó en cuanto viera al guerrero fantasmal diezmar sus conocidos, y sonrió al paso del jinete que portaba la cabeza decapitada de la otra bruja.
Usando las ruinas de un caído edificio, se cobijó en la sombra, ocupando el mismo espacio que su capa. Era raro sentirse sola, estar sola, pero ahí estaba sin lamentarse y sin ansiedad alguna. Tampoco existían signos de alegría por ello.

  Y no perdió ni un minuto más al llegar el anochecer

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Y no perdió ni un minuto más al llegar el anochecer. Con la capucha, y un casco caído que le gustó al recogerlo ahí tirado en el camino y observarlo mejor de cerca, despreció a un lado a su antiguo propietario que ya era sólo hueso y caminó cuesta arriba dando saltitos. Pasó los restos de una precaria delimitación de piedras y rocas, una columna tumbada, y lo vio: tendido de costado pero a la vez con el tronco retorcido casi boca abajo, yacía su amado, su maestro. La bruja se encogió como un simio, rascándose la cabeza y rodeando el cadáver con saltitos al apoyar las manos y levantar un poco el resto de su cuerpo femenino y bello, únicamente afeado por aquellas manos terminadas en garras negras. Rió unos segundos, luego lloró y por último, su risa se acompañaba de sollozos.
Ya le había dicho a Jakáti sobre su destino a manos del jinete que vino a tomar su alma, pero esto escapaba a sus presagios leídos últimamente. De todas formas, un destello de lucidez le liberó de la emborronada vista y tiró de la espada de su señor, de su compañero, alzándola por encima de su cabeza con su pútrida sangre humeando aún desde dentro de su caja torácica y a lo largo de la hoja. Le había ayudado a hacerla, a darle forma, y ahora volvía a sus manos. La carne del demonio ya se había corrompido tanto que la capa exterior parecía cera desprendida y dejaba a la vista una textura interior roja y ligeramente coriácea, como una membrana antes de los músculos y los huesos, comida por sí misma. Fruto del poder que había alcanzado, el deterioro de sus restos no era tan veloz como podría ser en realidad. Sagh alzó la espada como cuando la esculpiera con su magia a partir de materia turbia, almas torturadas y sometidas para ser transformadas en aquella obra bizarra y digna de un príncipe demoníaco. 

Del mismo modo que se recordaba emergiendo con ella de una fangosa charca donde ahorcasen convictos, lo hacía en estos momentos con ceremonia para dejarla a sus pies callosos

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Del mismo modo que se recordaba emergiendo con ella de una fangosa charca donde ahorcasen convictos, lo hacía en estos momentos con ceremonia para dejarla a sus pies callosos.
Después, buscó algo en un pronto frenético, y lo encontró: se hizo con una hoja corta que portaba aún al cinto uno de los muertos, ahora muertos para siempre, y se acercó a aquel cadáver de melena negra y globos oculares vacíos de toda vida.
Sagh no espero más. 

Le llevaría con él como sólo podía, así que le cortó la cabeza y la untó de la propia sangre del Señor de la Espina para algo más que armonizar su color, sosteniéndole por uno de los cuernos poco antes de inclinarse en cuclillas y expulsar heces q...

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Le llevaría con él como sólo podía, así que le cortó la cabeza y la untó de la propia sangre del Señor de la Espina para algo más que armonizar su color, sosteniéndole por uno de los cuernos poco antes de inclinarse en cuclillas y expulsar heces que introdujo en su boca muerta.
—Come mierda—.
Un alarido casi mudo, como si tragara aire y este le impidiera elevar la voz ahogándola, pronunció un lenguaje que no era tal cosa, sino su expresión y su deseo de hacer lo que quería hacer. Las estrellas y la luna rodeaban la capucha de su capa, a la que añadiera el casco, abrió el cráneo demoníaco y extrajo el corazón destrozado y podrido de su cavidad torácica en el pecho del demonio para untarlo por la hoja de la espada.
Su calavera, servida como un tazón, rebosaba de sesos y sangre, cosas que la bruja retiró dejándolas con el resto del cadáver, y se alejó con la espada en alto saliendo de Kevalárr con un cántico ininteligible que se repitió a las afueras cada vez más alto. La ciudad-cementerio estaba a oscuras, y la Torre Negra, vacía de luz. Pero Sagh brillaba en la oscuridad rodeada por un hálito negro y rojo que emanaba de la espada. Sólo hubo un fuego, una deflagración del mismo color escarlata vivo, como el rubí, consumiendo a su otrora compañero hasta que las cenizas se fueron volando con una racha de frío, despiadado viento.
Sagh continuó cargando su monstruoso y macabro cáliz en la mano izquierda, la Espina en la derecha, azuzando su hoja esbelta a la par que daba a veces un golpecito con ella en el hueso abierto y los cuernos negros, viendo que poco a poco, la sangre se concentraba en una luminosidad semejante a la de las llamas que hicieron desaparecer los restos mortales del demonio y las luces que cruzaban a un nivel muy profundo las facetas de la hoja. Luego, esa claridad se recogía como una pelota ingrávida e inestable sobre la base abierta del casco óseo en su siniestra, y lo alzó para abrir la boca y sorberla como si se tratara de una papilla y tragarla como con hambre animal.
Y así era, ¡porque estaba devorando a su compañero con magia negra!
Estaba alimentándose de todo resto que pudiera destilar un poder para ella, y con sus ojos vacíos de toda inteligencia consciente, Sagh recuperó la cordura que nunca tuvo.
Entonces los vio: al guerrero y el mago reposando ante el fuego, a las tres brujas jóvenes que iban acompañadas de una más madura, a Míle, que arengaba en un precipitado festín a sus súbditos reunidos y que enviaba mensajeros a las demás comunidades que existían en aquellas tierras.
Y por supuesto, vio a una mujer hermosa rodeada por la muerte a la que encontró en trance igual que ella, y se desvió de su senda astral para acompañar al jinete que se había llevado el alma de Jakáti a un lugar donde los vivos tenían prohibido entrar bajo pena de sufrir todo tipo de consecuencias.
Había pagado su pacto con intereses, servida en una mesa rodeada de muertos en condena.

  Saliendo de aquel repentino sueño de turbia fascinación, hechizo y visión agorera, Sagh dejó caer la cabeza cortada y ésta se inflamó desde los ojos, siendo recorrida como por líneas de carbón ardiente en las brasas de una hoguera, y se deshizo ...

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Saliendo de aquel repentino sueño de turbia fascinación, hechizo y visión agorera, Sagh dejó caer la cabeza cortada y ésta se inflamó desde los ojos, siendo recorrida como por líneas de carbón ardiente en las brasas de una hoguera, y se deshizo parcialmente en cenizas mientras ardía una intensa y pestilente llama roja.
Una risa ahogada surgió de su garganta casi pareciendo atragantarse con ella. Con los hombros hacia atrás, su cuerpo sufrió de espasmos para quedar nuevamente libre de toda aflicción, y ella sonrió para sí misma en la oscuridad. Su voz, una voz que hasta entonces nunca pensó que fuera a ser suya, aterciopelada y algo profunda pero femenina, flotaba en el aire como un susurro encandilador obligándola a sorprenderse y aceptarse gratamente.
—El señor ha muerto. Pero la señora ha surgido en su lugar—.
Sagh acarició la superficie de la maligna espada y rió entre dientes, desapareciendo en las tinieblas como un mal sueño.  

La Dama de la DestrucciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora