VII ~ Lonorel.

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Alguien mantenía un único brazo alzado, y fue el que tomó la palabra.
—No queremos hacerte daño. Estuvimos vigilando desde lejos, quisimos venir cuando tu amigo el mago cayó del caballo, mas no nos dejaste tiempo suficiente para rescatarle—expuso el que parecía el jefe, un tipo con un cinturón en cuero marrón cuyas piedras preciosas debían valer una fortuna, y sobre las cuales brillaban filigranas de oro repujado, —Y creíamos que nos atacarías. Por ello preferimos esperarte—.
El joven estepario estuvo a punto de reír, le parecían atavíos muy extraños, como si fueran disfraces, aunque realmente sólo hizo bajar su arma y asentir.
—Montémosle en el caballo—.
—Claro, si me lo permites le llevaremos a nuestra aldea. No está a mucho camino si tomamos un atajo que yo me sé—respondió galante y convincente al bárbaro el jefe de estos encapuchados.
Durante el camino, el que se destacaba como líder y él apenas hablaron, hasta que Kerish decidió romper el hielo con su habitual rudeza: como un martillo quebrando un glaciar acompañado de un trueno.
—Esa mierda de monstruos nos estuvo a punto de destrozar. Vuestras flechas nos hubiesen venido bien—.
—Las flechas no traspasan la roca—protestó el tipo delgado y rubio alzando una perfecta ceja que parecía depilada, la derecha, bajo su anónima capa.
—Pero tenéis buenas espadas—.
—Los Feeri no luchamos cuerpo a cuerpo como los humanos. Nuestro arte es más refinado... más elegante y menos brutal—. 
Palabras, pensaba el hijo de las estepas, que bien podrían venir de un cortesano debido a la flema si además los arcos y las hojas sensiblemente más cortas que las que portaba consigo le hacían imaginarse el resultado: el de una lucha donde la táctica se impone al instinto y el salvajismo debilitando al enemigo con varios tiros quizá a órganos susceptibles de ser alcanzados, arterias, o algún impacto en la rodilla por ejemplo o cerca del cuello para acudir al remate con filos curvados. La voz de aquel que lo guiaba en la urgencia por salvar a su compañero de un malestar posiblemente grave le sacó de sus cavilaciones. 
—En un tiempo, estaremos en nuestra ciudadela—.
Kerish entrecerró los ojos y miró al hombre altivo, que se retiraba la capucha y con ello mostraba su rostro afilado y sus ojos almendrados.
El bárbaro no podía creérselo, el tipo tenía las orejas ligeramente puntiagudas y no estaba tan delgado por famélico como lo habría interpretado si se lo hubiesen pedido, sino que era la constitución de unos seres que habían llegado a Arryas tiempo después de que los humanos apareciesen. Sólo en las leyendas se menciona a los Feeri.
Y además... vino un recuerdo a la mente de Kerish cuando sus ojos oscuros se hundieron en los castaños iris del jefe del grupo. Desdeñó aquel retazo de memoria y continuó el camino por la arboleda hasta allí donde se hacía más espesa, al menos, cuarenta y cinco minutos de pateo, con Zhard tumbado sobre su corcel. Se había repetido a lo largo del corto viaje que de tener más reparos y viajar solo, su sensatez primitiva le conferiría la autoridad para negarse a tal compañía e incluso presentar más resistencia a viajar a la aldea. Por otro lado, el estado del sortílego se lo impedía ya que a pesar de lo que escuchara en la residencia del soberano de Kirrsav, debía ayudarle. Estaban juntos en esto y la lucha anterior lo había demostrado sin duda alguna.
Con el recelo sofocado por el fin de ver a Zhard recuperarse y varios pares de ojos que lo vigilaban discretamente, llegaron todos hasta una ciudadela allá en el bosque verde y espeso, según le había comentado el capitán de la patrulla. 

 

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La Dama de la DestrucciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora