Las tres mujeres se hallaban alrededor de la fogata, precedidas por una cuarta, y rodearon el Tólos, aquella tumba venerable, como si se tratara de una procesión de almas que cruzara la tierra en la noche.
Una vez finalizado el recorrido hacia el exterior, penetraron en el interior del túmulo, erigido en un lugar por donde afirmaban, fluía la fuerza del universo como si se tratara de un riachuelo poco profundo. Era casi eléctrico y podían notarlo ya que se habían educado en tales mancias.
De algún modo, todas las cosas parecían querer unirse allí, al igual que todo espíritu de hombres y mujeres provenía de la naturaleza y de los dioses. Ídde se adelantó a todas ellas, y entre las antiguas tumbas sin nombre, realizó una salmodia en una lengua torcida y a un tiempo de sonidos enmudecidos, como si de repente ya no poseyera la total capacidad del habla. Extendió los brazos con sus senos desnudos brillando a la luz de las antorchas, y pasó bajo una pequeña bóveda. Las paredes estaban formadas por rocas y tierra apisonada, con pequeñas cajas de piedra sobre las que pesaban tapas cubiertas de manchas de humedad y moho. Llegaron a la segunda estancia, la más grande y abovedada, sobre la cual ardía la hoguera entre los monolitos. Otra fogata, más menuda, estaba encendida ante ellas, y colgaba una escudilla en un pabellón formado por varas de hierro. Rodeáronla, aspirando sus vapores, inciensos y otras hierbas y componentes a los que atribuían juntos la capacidad de ver lo invisible o comunicarse con lo que estaba más allá de la mera percepción humana. La pelirroja continuó guiándolas tras unos instantes aspirando aquella poción hasta el fondo de la habitación.
Una losa central se unía a otras varias que eran por tanto tumbas, pero con una facilidad relativa, Ídde y las demás levantaron el sarcófago cuya parte superior parecía oscilar sobre un eje, que desde luego estaba allí, soportado tras las demás tumbas, y les abría un pasaje oculto.
Las cuatro desaparecieron al bajar aquella puerta y caminaron un largo trecho por un túnel que se asemejaba a una vagina colosal, y no sabían por cuánto tiempo, lo hicieron con prisa. Cuando quisieron darse cuenta, todas estaban sudorosas, viendo luces a su alrededor cruzando el océano de penumbra que dejaban atrás como si fueran rayos de luz de muchos colores que sin embargo emergían desde la blancura más ardiente. Este pasaje les condujo a una parte de las ciénagas muy oscura, donde varios picos de piedra curvados se cerraban como garras sobre un costillar gargantuesco.
Un islote donde anidaba el moho sobre las orillas fue por donde salieron con los cabellos pegados a la frente y el cuello, y las ropas, a los senos, caderas y nalgas.
Una piedra enorme con forma de losa primitiva acabada en punta reposaba no muy lejos del ascenso de las cuatro mujeres. Uno de los bandidos estaba atado allí de pies y manos, ligeramente inclinado hacia las estrellas. Madre Adaûn estaba esperándolas, tan real que no sabían si de verdad era ella o su forma espectral.
Táyr avanzó con su daga de acero oscurecido rozando sensualmente sus pechos, con la punta hacia abajo y luego hacia arriba; Inid y Kyndra la siguieron al ver que Ídde tomaba una corona de flores y se la ponía al reo.
La rubia lo reconocía, a fin de cuentas, ella misma lo había capturado tiempo antes en las ruinas del santuario Kevalariano. Una vez tuvieran de él la información que necesitaban, Madre Adaûn no le consideraba de más utilidad en ese aspecto pero, previendo la noche del ritual, decidió postergar su estancia en este mundo hasta tal evento.
—Toda naturaleza es sagrada—susurró Inid.
—Divina y sin gobernantes—añadía Táyr, viendo que alrededor de su daga, se congregaban pequeñas luces de tono difuso y poco identificable al ojo humano.
—Tierra, aire, fuego y agua, todas las cosas tienen espíritu—sentenció Kyndra, así las tres rodaban la piedra donde el prisionero se debatía por escapar.
—Os respetamos y honramos con este sacrificio—dijo Ídde, dejando espacio a la joven del cabello dorado y, apoyando todas unidas las manos sobre el pomo, concentraron sus voces en una suerte de vibración.
La daga se alzó, un grito emergió de la garganta del bandido, al que por desgracia estaban abandonando las sustancias adormecedoras que le hubieran suministrado para mantenerlo inactivo. El rostro de Madre Adaûn se mantuvo severo pero, aun así, rodeada de una extraña luz tenue y tenebrosa, pareció sonreír antes de desvanecerse cuando cayó el cuchillo atravesando el pecho de aquel hombre anónimo.
Un pequeño torrente empezó a emerger de la herida, borbollando como si se tratase de un caldo al fuego, y emergiendo hacia las estrellas, todas allí se congratularon bendiciéndose entre sí. Después, bebieron de un cáliz primitivo de roca entre verdosa y marrón a vetas, y dieron media vuelta por el túnel, rodeadas de aquellos destellos como lágrimas que cobraban cada vez más velocidad y se retorcían hacia la profundidad del oscuro pasaje.
Hubo un tramo donde no sabían si lloraban, si reían, si respiraban o si les faltaba el aire, pero ascendieron desde el fondo nuevamente saliendo por la puerta secreta en las entrañas del tólos y se regocijaron juntas ante el fuego unos instantes. Los narcóticos las consolaron de sus sensaciones opresivas además de reforzar su embriaguez, y, con la guía de Ídde, describieron de nuevo el circuito de vuelta alrededor del túmulo para llegar al lo alto y coronarlo. Danzaron, sin importarles la sugerente desnudez, el cansancio, la vida o la muerte, rodeándose de masas coloridas y fantasiosas, de risas, inclinándose ante sombras, fuego y espectros de sus miedos y triunfos, sus mundos internos siendo enfrentados, visitados unos por otros y exclamados por palabras ininteligibles y gestos de sus cuerpos.
Sentían aquella energía emerger hacia ellas, acariciarlas y casi, por muy poco, fluir a través de cada una. Anhelaban esa bendición que casi llegaba a ser un placer, buscando sin saberlo la encarnación propia de la vida y la fuerza más primitiva del universo, tanto destructora como creadora.
Hablando de lo cual...
Los ojos de Kyndra, cuya melena se mecía enloquecida en esta danza sobre la diadema que cruzaba su frente, se pararon un par de veces sobre aquel ardor con nombre propio que quería acoger. Aquella explosión de poder y saciedad que la llamaba desde lo más profundo de sí misma. Y le llamó. Le llamó con intensidad como si él le perteneciera desde que lo viera por primera vez.
—Ven a mí, ¡ven a mí!—.
Y fue a ella como si obedeciera los gestos de su mano. La bruja le tuvo entre sus brazos, atrayéndole con la tierra y la piedra misma bajo las estrellas, la luna y la luna muerta.
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La Dama de la Destrucción
Fantasía~ En la tormenta de los tiempos y la guerra, estaba predestinado que nacería un salvador, que combatiría junto a otros pocos contra la oscuridad y devolvería su equilibrio al mundo. Pero esa esperanza se ha perdido, el imperio se ha fragmentado y lo...