XVIII ~ Impiedad.

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Hace dos meses, en las estepas exteriores...

Fray Angus gritaba cuando le hicieron arrodillarse

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Fray Angus gritaba cuando le hicieron arrodillarse.
El dolor que sufría no eclipsaba empero a la más terrible realidad, pues poco se fija uno en su malestar cuando las circunstancias le superan robándole casi el alma. El templo, aquel monasterio-fortaleza se había quedado desguarnecido de los guerreros que ahora habían partido al sur, pero todavía quedaban algunos clérigos que, tras presentar negativa a aceptar una rendición ante un grupo de invasores, tuvieron que aceptar otro estado de las cosas: el conflicto contra armas y poderes oscuros. Sí, lucharon. Sí, resistieron. Sí, quedaban algunos clérigos. Derrotados.
Fray Angus les vio pasar, amarrados y vencidos como vulgares reos a los que se daba mismo trato en consecuencia, siendo puestos de rodillas a golpes ante el umbral de fuego que era ahora el monasterio.
El señor de aquella horda bárbara vestida con pieles y piezas de armadura y malla de anillas iba cubierto por un manto púrpura, montando sobre un caballo negro de ojos carmesíes que brillaban tanto como las ascuas de la madera que ardía entre las ruinas. Aquella yegua embrujada parecía haber sido conjurada en esencia desde el mismísimo inframundo, y las manos enguantadas de su jinete le acariciaban la crin sin embargo como si se tratase de una mascota. 
Estos bárbaros que rodeaban al que montaba, eran distintos, se dijo el sacerdote, al observar una palidez más extraña de lo que se hubiera visto por aquellos pagos. No eran pálidos, no. Eran... 
Otra cosa. Sí. Podía sentir la repulsiva aura de los muertos vivientes en ellos ahora que tenía un pequeño momento de respiro, y el calor del fuego en las mejillas. Eso explicaría las salvajes heridas de muchos de sus hermanos y cómo durante el ataque inicial, las víctimas parecieran degolladas aun sin tajo alguno.
Angus no apreciaba satisfacción ni ninguna otra emoción en un rostro oculto en las sombras, pero cuando los bárbaros reunieron a los prisioneros, no tuvo más remedio que hablar. Tenía que saberlo y hacer las preguntas, cualfuera su suerte al final.
—¿Por qué hacéis esto? ¿Quién sois?—.
Al lado de la sombra que montaba, a su derecha, apareció otro jinete, una joven mujer con el cabello negro violáceo cogido en dos coletas a los lados de su cabeza. Iba con el rostro al descubierto por lo que sus rasgos delataban la belleza adolescente y despreocupado mirar en torno a sí, con el despuntado flequillo danzando sobre su frente por obra del viento. Portaba una armadura de guerra ligera, una obra de arte bárbaro del mismo color que su pelo. No era frecuente, ni era tampoco normal. 
Sin respuesta aún, el sacerdote vio acercarse a ésta, una chica joven de unos 16 años que lucía un tatuaje sobre uno de sus ojos, el izquierdo, en un color vivaz que parecía reaccionar a la luz del fuego. Sin desmontar de su corcel oscuro, la joven guerrera bárbara dio una fuerte patada en el pecho a Angus, que se levantaba con rebeldía, y con ello le hizo de espaldas al suelo entre los otros religiosos. Antes siquiera de poder incorporarse, contemplando la majestuosa silueta de los jinetes de la perdición que se sumaban tras ella y el señor del manto púrpura, vio desde la tierra una vez más los sedosos bordados interiores de la lujosa prenda del jefe de aquella partida invasora, cuya capucha retiraba su poseedor con una mano libre de guante. 
La belleza que le eclipsó era de una fémina de cabellos grises como la plata y brillantes ojos violetas que resultaban fríos, y nada profundos, ya que podía apreciarse la maldad que pulsaba en ellos como un rayo de claridad sobre el mortal acero. Ahora que se daba cuenta, aquella mata de cabellos plomizos refulgía con blancura, como si al efecto de las luces pudiera apenas discernir tono entre pelo y pelo. No parecía humana y por mucho hiciera ya que no lo fuese; aquella mujer tan hermosa se asemejaba a una escultura viviente de alguna diosa olvidada hace mucho.
—Quiero a la clériga—sonrió la mujer de melena cana, señalando a otra de entre los prisioneros sometidos que, vestida de guerra y ensangrentada tras haber dado cuenta de cinco guerreros-vampiro, no perdía aun así el espíritu de combate.
De ojos castaños y cálidos, con el largo cabello negro cayendo hasta las nalgas al salir de debajo de su casco, la clériga ofrecía resistencia a otros dos guerreros que la asían por los brazos. Estaba atada con las manos a la espalda y pataleaba con los talones intentando anclarse, mas era inútil. La suerte a la que no se resignaba la engulliría por completo esta madrugada.
La joven de cabellera oscura que se hallaba al lado de la extraña que acaudillaba la horda descabalgó, y entonces se apreció la capa negra que vestía, con la enseña dorada de una calavera de largos colmillos al dorso. Sus ojos brillaban en un ámbar rojizo, si es que no eran de otro color y cambiaban por las llamas del incendio. El tatuaje parecía arderle sobre la piel con levedad.
Las grebas ajustadas bajo sus rodillas apenas sonaban sobre sus botas de cuero, y los muslos suaves y blancos se mostraban fibrosos a la par que generosos a través de la rejilla a rombos que se ceñía a sus piernas como unas mallas. Inclinándose con la seguridad que da el haber vencido, levantó con la mano el nasal del casco de la clériga, el cual cayó al suelo descubriendo el ensangrentado rostro a Zarhia que además, parecía poco tocado por el hollín. La bárbara la tomó por las ropas de un tirón, levantándola con una sonrisa de triunfo y alejándola al empujarla contra los demás captores.
Angus no se explicaba todo esto.
De pronto, sin el menor signo, el monasterio se había prendido de llamas en mitad de la noche, y aquéllos enemigos habían entrado cuando las puertas se hubieron quemado, pero cuando quisieron plantar cara, se dieron cuenta que al mismo tiempo, habían escalado los altos muros y se habían infiltrado en la pequeña fortaleza religiosa y estaban tomando el control desde dentro. Los vigías habían sido eliminados mucho antes. Un sorprendente incendio venido de ninguna parte atravesó el techo como con un terremoto y todo fue confusión y violencia desde entonces.
Luego, varios de los guerreros habían hecho prisioneros entre el clero, y diéronse a la garrama con la alegría del saqueador que no esconde su disfrute a la rapiña. Demostraron su desprecio a lo sagrado con todo tipo de gestos torcidos, escupitajos, muecas y siseos, y todo acabó en un sangriento suceso que se cobró vidas sin la más aparente razón.
Esto era todo lo que tenía el sacerdote y cada vez más, consumía su ser a pesar de la fe con que se escudaba. Mas esa protección ahora era tan frágil como lo era una garganta al mordisco del vampiro, y ninguna respuesta más hubo de pronunciarse en la desesperación muda de este silencio de derrota y miseria. 
Sin más, la joven del tatuaje se llevó a la clériga ante la aprobadora mirada de la cabecilla de la horda, haciendo a la prisionera inclinarse, y ante ella, dispusieron una flamberga negra: se trataba de una hoja horrible y oscura, sinuosa y capaz de una masacre fenomenal en manos de un apto esgrimidor que supiera sacarle partido. Al tenerla ante sí, Zarhia la recordó en su histeria como la espada que usaba cierto bárbaro que estuvo una vez allí, moribundo, y que durante un asalto perpetrado por fuerzas malignas desconocidas, derrotó a Bran el Cuervo.
Miró sorprendida a la mujer del cabello claro que llevaba los labios pintados de negro, preguntándose quién era y por qué estaba allí. ¿Había venido a vengar la afrenta? ¿O se trataba de alguien distinto?
El terror se apoderó de la clériga al mirarla a los ojos y ver aquellos labios dulces de su sensual boca...
Pues los entreabría mostrando sus largos colmillos.
—Eras una gran estudiosa en Ghaliost, pero lo dejaste todo por la religión. ¿No es así?—.
La afligida morena no contestó y retiró el rostro, aunque uno de los guerreros vampíricos la obligó a mirar a su señora tomándole la barbilla y las quijadas con la mano.
—Imagino que, cuando Dios te llama... debes... acudir a su llamada—.
Una leve sonrisa apareció en los labios de la misteriosa mujer, que, entrecerrando suavemente los párpados de sus ojos, se interesó por el objeto que yacía en el suelo. Varios de sus hombres habían intentado empuñarla y la habían rechazado, pero no era por falta de fuerzas sino porque parecía arderles y crepitar como un rayo en las manos.
—Dime, ¿qué sabes de esta espada que estabas estudiando cuando Xahara prendió fuego a vuestros muros?—.
Zarhia no quería cooperar con éstos malvados sin escrúpulos, de modo que negó con la cabeza una vez más y la vampira rió de buena gana. Fray Angus intentó levantarse de nuevo, pero la bárbara le puso la mano izquierda en el cuello y le constriñó con eficacia. Apenas pudo hablar, casi sin aire, cerrando los ojos por el dolor. Todo estaba perdido pero, donde otros se hubieran rendido al final, él mantenía una pequeña esperanza. Un nimio atisbo de luz en aquellas tinieblas que les envolvían y que habían acabado con todo.
—¡Zarhia! ¡No les digas nada! ¡Dejadla en paz y venid a mí si aún tenéis valor!—gritó a pesar de que ya se había encomendado a su dios así.
—Su vida es nuestra, monje. ¡Inclínate ante la Tribu de la Muerte!—gruñó la joven bárbara.
Angus jadeó, y aun con la mano de ella estrangulándole, quiso ir con las muñecas atadas a la espalda junto a la clériga.
—¡No, os ofrezco la mía en su lugar!—.
Su captora le retiró del resto con un empujón, poniéndose al costado izquierdo de Angus, y le dio una patada tras las piernas con el pie derecho provocándole no sólo inestabilidad, sino tormento ante el que restar sometido. Acto seguido, con un puño cerrado, le dirigió sin miramientos un golpe en el torso que le hizo caer de espaldas contra el suelo.
La despiadada guerrera salvaje desenvainó con la diestra una espada ancha bajo la misma cadera, tomándola con un malabarismo en la zurda de tal forma que quedara la punta hacia abajo. Sin perder la fluidez, empujó con la mano contraria dando un topetazo sonoro y atravesando el cuerpo de Angus por el pecho hasta salirle por la espalda.
El religioso jadeó temblando un instante y un hilo de sangre salió por su boca. Tardó pocos segundos más en morir.
—¡Tú no nos das nada, lo tomamos!—sonrió la bárbara, desclavando su arma y limpiándola en la nieve tras insertarla unos segundos y pasarle la túnica de un muerto.
Al envainarla ante los quejidos de los sacerdotes presos, miró a la clériga que gritaba horrorizada revolviéndose entre sus captores, le dio un guantazo callándola en el acto y le sujetó la cabeza haciéndola mirar a la jefa vampira.
—El resto es cosa tuya—sonrió la mujer sobre el corcel, —Identifica la espada con tu poder, y liberaremos a tus amigos—.
—¡No puedo!—aulló la cautiva, y la bárbara le atacó un pecho con un puñetazo sobre su cota de mallas y la túnica sucia de sangre, herrumbre y tierra, provocándole un alarido atormentado.
Después, le sostuvo de nuevo la cabeza y el que antes la retuviese sonrió lamiendo la hoja de un hacha enrojecida por la masacre, mas la señora del grupo le contuvo con una mirada, y se apartó de la clériga.
—Hazlo, querida. Seguro que bajo presión, tus poderes mágicos actúan mejor—.
—Lo he intentado muchas veces... ¿Por qué no lo haces tú si tanto te interesa?—.
—Porque noto algo que, aunque quiera, se resistirá a que lo identifique y eso sólo significa dos cosas: que o es malo para mí y una trampa en sí, o alguien encantó ese objeto con el propósito de que no fuese descubierto por mis sortilegios. Lo cual nos habla de algo de origen divino o peor todavía. Sin embargo, tú te debes al orden, al juicio y las buenas obras. Serías una víctima perfecta si fuera el caso, y te apoya ese pelele débil que escoge la piedad en vez de la fuerza—.
Bueno, tenía las sospechas correctas y su razonamiento era difícilmente rebatible. Alzando con un gesto perezoso las manos, sin los guantes ya, la mujer cerró los ojos. Las llamas ardían, los negros montes nevados contemplaban impertérritos la escena, el cabello pálido flotó por unos segundos con la brisa que llegaba como desde las entrañas del mundo mismo. Porque aquella bruja había revelado al fin su verdadera naturaleza.
Tan bella que relucía cual sol pálido sobre la piel y sin embargo toda ella era Noche. 
Un leve destello salió de su frente, como un chispeo de fuego oscuro y amoratado, y de sus manos brotó una corriente que acarició el dolido seno de la clériga y luego el otro, restándole el dolor y relajándola. Se encontraba muy bien y pareciera que sus energías estaban casi al completo.
—Hazlo—le dijo la vampira mientras entreabría los oscurecidos párpados.
—Hazlo, puta—susurró la guerrera que amenazaba su vida.
Pasaron largos segundos. Zarhia se concentró... y como si se rasgase un envoltorio espectral, vio fantásticas bestias en pequeñas imágenes etéreas que gemían con agonía, volando alrededor de la hoja ondulada que, por extraño fenómeno, levitaba con la punta hacia arriba, y aquellas apariciones manifiestas la rondaban y rodeaban como si fuera una torre. Había culminado el trabajo de meses en tratar de identificar el arma, pero algo no le dejaba.
¿El qué?
Como fuera, la vampira sobre el caballo se esforzó aunando sus fuerzas sortílegas con las de la guerrera religiosa, formando una conmoción astral que se hizo tangible en el aire con un halo fucsia. Lo que fuera que fuese aquella espada, no quería ser descubierto y se oponía férreamente a serlo.
—¡Ah!—sonrió la hechicera, agradablemente interesada en el objeto, —Con que tiene conciencia. Esto me gusta más—.
El metal se clareó ante los ojos de la clériga, pero sólo para ella, y vio un rostro de preciosidad y gracia enmarcado por cabellos blancos. Una risa malvada. Fuego oscuro y sangre...
Los ojos de Zarhia se volvieron occisos por unos instantes, luchando un duelo arcano a raíz de lo que debía ser algo más sencillo pero que se le resistía, y entre espasmos que la guerrera de la armadura purpúrea se esforzó en contener, surgió un nombre que salió por la boca de la clériga así como lo que significaba para el mundo.
—Gidorah, Diosa de la Destrucción. La que trae la ruina—.
—¡No puede ser! ¡La han encontrado después de tanto tiempo! ¿Pero quién?—se preguntó la vampira, sorprendida del hallazgo y aterrada, si bien lo ocultaba decentemente con sus gestos medidos.
La chica de piel blanca y brillantes ojos sonrió, tomándoselo como una pregunta para la prisionera, y le tiró del cabello para hacerle salir una respuesta. Su ojo izquierdo, con el tatuaje que lo rodeaba, titiló con cierta amenaza. Sometida en su apresamiento, la cautiva confesó.
—¡La tenía un bárbaro! ¡No sé cómo la obtuvo! ¡Os lo juro, no sé nada más!—gritó revolviéndose, intentando zafarse sin éxito alguno.
La guerrera que la forzaba a responder miró a la vampira y le sonrió, mostrando su dentadura con ferocidad y euforia. Una sonrisa brillante entre unos labios oscuros y crueles. El tatuaje en su ojo izquierdo sólo hacía acentuar su rostro bello pero malvado ya acostumbrado a infligir sufrimiento a sus víctimas.
—No quiero esa espada cerca, Shaläis. ¡Envolvedla y mantenedla lejos de mí! ¡La llevaréis a un lugar que conozco y permanecerá allí bajo la losa del olvido en las eras por venir! Nos vamos ahora. La clériga viene con nosotros en nuestro camino al sur, tengo planes para ella. Oh, sí. Sus compañeros. Libéralos, querida. Que corran libres a abrazar las rodillas de su señor todopoderoso—sonrió la mujer con una mezcla de frivolidad y sorna, volviendo a encapucharse y haciendo que su sobrenatural montura diera la vuelta.
Las nalgas redondas de la bárbara conocida como Shaläis se apretaron ante la mirada de la clériga, desnudas, ya que de la cintura de la oscura guerrera caía únicamente una tira de tela ajustada y entremetida por sendos glúteos, todo esto a la vista por el movimiento de su capa que ondeaba ante una brisa súbita. Hubo unos golpes, una sección de muro caída. El suelo temblaba un poco.
Un enorme dragón rojo se alejó de entre las llamas llenando las nubes con su aliento al alzar el vuelo, y la malvada seguidora de la mujer del cabello pálido golpeó a Zarhia tras el cuello con un puño, dejándola aturdida.
Se la llevó en la silla de su caballo y dio una orden a los demás, con los iris de sus ojos brillando en un antinatural rojo anaranjado.
—Matadlos. ¡A todos!—.
Uno a uno, los clérigos fueron pasados por las armas. Por suerte, Fray Angus ya no vería cómo se iba a cometer tal carnicería y la piedad de su dios consolaba su alma inmortal.

La Dama de la DestrucciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora