IX ~ Viejos amigos.

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¿Qué había ocurrido?
Para cuando Zhard abrió los ojos, ya era de noche. Sus iris de color verdoso claro se oscurecían y sus pupilas se ensanchaban, justo entonces un brillo emergió de éstas. Mirando en derredor, no hallaba a nadie a sus flancos, pero presentía una energía muy poderosa en el lugar. Sólo recordaba caer del caballo, perdiendo el conocimiento casi antes de llegar al suelo.
¿Le habrían secuestrado? Si fuera así, ¿cómo es que a su lado, en una mesa de estudio tallada exquisitamente con motivos arbóreos le habían dejado su roba, su grimorio, e incluso su amuleto? Se incorporó y a su siniestra tenía su mandoble apoyado contra la esquina, y junto a la cama, a la derecha, sus botines de ante. El joven mago suspiró con alivio al descubrir sobre una baja mesa auxiliar una botella de cristal rosado y una copa, y junto a ésta, un plato de comida que contenía unos extraños helechos y hierbas. No era partidario de las verduras, pero su estomago rugió como la espada de Bhandirla en sus leyendas.
—¡Por Devalah! ¡Vengan esas verduras a mi panza!—sonrió. 
Kerish, se preguntó, ¿dónde estaba Kerish? Tenía coraje y se había servido de su fuerza y vigor contra las amenazas que le salían al paso, mas no recordaba, devorando el contenido del plato, si el guerrero salvaje saliera con bien. Sus armas no estaban cerca, ni su ropa, ni tampoco nada en su entorno indicaba su presencia. Bebiendo el suave y dulce vino Feeri, el mago llenaba su tripa, cada sorbo era una explosión de sabor, cada mordisco a esas hierbas una bendición. 
"Un momento, mhmhmmm... ¿vino Feeri? ¡No puede ser!".
Una vez hubo terminado (y no hubo de pasar más de tres miuntos), se dio dos palmadas en el torso. Estaba entre amigos o eso parecía indicar todo. No llevaba nada puesto salvo sus pantalones largos de tela, de ese verdor claro que estaba de moda en Skrav, y unos escarpes negros. Zhard miró sus ropas y se colocó la camisa ancha de color marrón sobre sus hombros, atando cada botón negro en su respectiva cuerda con soltura y tranquilidad, y sin embargo con práctica. Había estado alguna vez en tierra de los Skjravis, "los de mucha belleza", y recordaba que tras su breve estadía conociendo las formas de los sacerdotes de Ülv, las armas y la magia formaban una mortífera combinación. Quizá, se decía a sí mismo, necesitara de una tropa de guerreros-mago algún día que emplear como guardias para sus propósitos. Pero tenía mucho que hacer aún. Calzó sus botas bajas mientras miraba el techo de la construcción: madera clara, casi blanquecina del todo y que engrisecía al poco de perder el sol que absorbía durante el día tiñendo de tenue luz las madrugadas..., una materia que sólo podría encontrarse en Alariän o en algún sitio parecido que empero no había encontrado aún.
Le pareció recordar que estaban en los bosques de aquél lugar, precisamente, y que no andaban muy lejos de los dominios de la Señora de los Feeri. Posiblemente Kerish los hubiera alertado de algún modo durante las postimetrías de la lucha en la que estaban los dos involucrados y le llevara con él, aunque sabía de sobra que a estos descendientes de hadas no les agradaban en nada los hijos de las Tierras de la Noche.
Ahora estaba convencido de donde se situaba. Agarró su zurrón de piel donde guardaba el grimorio, y se colocó el amuleto, dejando el mandoble en la esquina donde se alzaba de punta a pomo. No lo necesitaría mucho que se dijera si estaba en lo cierto, desde luego, y se puso la túnica azul y dorada que indicaba sin lugar a dudas su estado. Cuando salió de la habitación, cuatro caballeros de rasgos finos con una coraza plateada en sus torsos le aguardaban, portando lanzas. Luego vio que se pronunciaban bustos femeninos en el metal que les cubría el torso y sonrió dando crédito indudable a sus suposiciones. Fue una sorpresa para el mago que los caballeros fueran realmente damas al apreciar las protuberancias mamarias en sus petos, su porte orgulloso y bello, sus piernas dispuestas a la agilidad y refulgentes de belleza.
Dio un par de pasos, y un joven Feeri con el pelo rubio muy claro y los ojos azulados se presentó ante él.
—Saludos, señor Zhard. ¡Me llamo L'ing Diel y soy su asistente! Esperábamos que estuvieseis algo recuperado, la señora de este lar desea hablar con vos a la mayor brevedad posible—.
La voz del muchacho Feeri denotaba un entusiasmo al mirarlo, nunca hasta ahora había visto un mago humano. Se rumoreaba que eran poderosos.
—Seguidme, mi señor, y os guiaré sin pérdida—, la piel bronceada y el cabello casi blanco de Zhard le hicieron sentirse interesado sobremanera—¿De dónde venís?—.
—De un reino muy lejano a éste, querido L'ing, pero su nombre no podría pronunciarlo, es secreto—le tentó el humano, con esa broma de misterio que solían atribuirse los sortílegos itinerantes de toda suerte y rango.
L'ing se vio muy sobresaltado, ¡un mago que no podía revelar su origen! ¡Qué increíble anécdota que contarle a sus amigos!
—¿Y os gustó la comida, señor? ¡La hice yo para vos, incluso escogí el vino!—.
—No suelo tomar verduras, pero confieso que me sentaron como el manjar más delicioso del mundo, ¡siento mis fuerzas volver poco a poco! Y el vino también me agradó. Es como lo recordaba: dulce, embriagador, intenso y chispeante—.
L'ing estaba emocionado, apenas sabía cocinar o aliñar los frutos, pero había heredado de su madre el talento culinario. Se sentía orgulloso por las palabras de Zhard. Los mágicos de su gente se tomaban el poder sinérgico como los fuegos de artificio, un arte para la diversión y admiración del resto. Los humanos lo desarrollaban de forma más bruta, e incluso, tenían escuelas y gremios.
Sin más, le condujo sonriendo por en medio del lugar, hasta salir de esa construcción de exquisitas formas redondeadas con columnas, llevándole hasta el arco blanco. Y allí, se detuvo.
—¡Mi señor, yo no puedo continuar más, son los dominios de la señora de este lugar! ¡Sólo vos podéis pasar el arco con su permiso! Volveremos a vernos, ¡espero que hayáis encontrado agradables mis servicios!—.
—¡Claro, siempre y cuando vuelvas a obsequiarme con tan copiosa comida, L'ing!—sonrió el mago.
Luego de dejarlo atrás, Zhard presentó sus respetos a una Feeri con una armadura brillante y de formas puntiagudas, como el casco que cubría su cabeza. Estaba sola allí, ante el lago circular, y con su lanza le señaló una distancia de seguridad de dos brazos. No había pasado nada para hacer eso, pero dejaba claro que no cualquiera podía acercársele con una reverencia. Aun así, el sortílego extendió suavemente una mano.
—Salud, vengo a ver a vuestra señora, me está esperando—. 
—Puñeteros humanos—masculló ella entrecerrando los ojos, a su espalda pronto saldría el sol, —Lo sé, mago. Pero desde que el otro armó follón aquí, prefiero que guardemos las distancias. Los humanos son problemáticos—. 
—Dioses... ¿Qué habrá hecho?—.
La que capitaneaba la guardia le cedió el paso. Parecía que las mujeres Feeri podían ostentar cargos en el mundo que se habían creado y hallábase deseoso de aprender más de ellos, pues nunca había estado tan cerca de un pueblo tan fascinante. Pero estaba lejos de ellos tanto como los propios Feeri de su verdadero origen. La guardiana le condujo hasta el templo, escoltada por doce doncellas que se le unieron a los lados, rodeando a Zhard. Luego de hallarse ante las escudillas de fuego que alumbraban el umbral, entró en el templo, que resguardaban unas cincuenta doncellas más, esforzadas y organizadas.
Encontró a la hermosa Loreen rezando de rodillas ante una talla blanca, elevando una plegaria a sus dioses y espíritus, y acto seguido, se levantó del suelo. El joven apreció que el mismo símbolo que rezaba sobre el arco blanco estaba en la capilla, y en el colgante. Aquel corazón invertido con una lágrima en medio se asemejaba a la zona alta de un sexo femenino hecho joya.
—Dulce voz, como toda señora Feeri que se precie—sonrió el mago, —No son pocas las leyendas que hablan de sus canciones, atrayendo enamorados a la vera de los ríos todas las noches y que terminaron enloquecidos de no hallar la siguiente a sus amadas—.
—Gracias, hermoso mago. Dudo que hayas conocido a alguna señora de los míos y hayas llorado por sus cantos, porque eso acabaría en uno de esos dramas que dices—. 
—¡A mí casi me parecen chistes!—. 
—No es de chiste el desamor—. 
—Ni desamor amar la belleza—. 
—¿Amarías pues una voz que te llevaría a la locura si no la volvieras a escuchar, amigo mío?—. 
—Por ahora, ¡me contento con tu vino!—.
Ella se dio la vuelta y miró sonriente a Zhard, ambos caminaron al encuentro y se abrazaron.
—¡Vaya, cómo has cambiado! ¡Estás espléndida Loreen! Eras tan flaca...—.
—¡Y tú siempre tan gallardo! Aunque te sobran un par de kilos. ¿Cómo te encuentras?—.
—Muy bien. Esa comida me ha repuesto justo para caminar y darte un gran abrazo, mas no tan cálido como mereces—.
—¡Oh, creí que las verduras no te gustaban!—rió ella, separándose un poco de él tras dejarle un pañuelo bordado en las manos por el cual no hubo preguntas.
—Y no me gustan, pero uno siempre necesita llenar el estómago y no importa con qué en la necesidad. Tienes los mismos brillantes ojos que cuando te vi por última vez, azules como el cielo y llenos de estrellas refulgentes—.
—¡Jajajajaja! ¡No has cambiado! ¡Sigues siendo un cautivador despiadado!—.
Se tomaron del brazo y fueron hacia el palacio, dos sirvientas les esperaban con copas de plata en las que había un dulce néctar, algo ácido para el gusto de Zhard, pero delicioso. Quizá fuera mosto de uvas con algún tipo de adición que desconocía.
—¿Qué sabes de nuestros compañeros? Les echo de menos, a todos—suspiró el mago.
—Bal-Garath... escogió su camino. De los otros sé bien poco. Cuando montaste aquel escándalo empezaron a desaparecer. Mi padre y yo reunimos a lo que queda de este pueblo deshecho y a su fallecimiento hemos construido nuestro propio hogar. Los Feeri ignoran mi condición, pero sin mí, estarían perdidos en los bosques sin saber quiénes son. Serían cazados y muertos por los servidores de los Oscuros, o apedreados en ciudades y exhibidos como abortos de la naturaleza—.
—¿Y Zarhia? ¿Sabes algo de ella? Desde que me fui...—.
—La he visto en mi espejo de aguas. Es más bella que antaño y no se ha olvidado de ti, aunque otros amores ocupan su corazón ahora que has desaparecido, y se ha entregado al clero—.
—A decir verdad he tenido una aventura hace poco con la chica de una taberna, pero Zarhia... ¿cómo olvidar sus ojos brillantes y su cabello siempre oloroso a flores? Quería que esperara... y yo, indigno de mí, no supe que le pedía un imposible—.
—El amor puede esperar durante años por alguien, pero el corazón de una mujer nunca esperará tanto por ti. Somos criaturas extrañas, ¿no crees? Muchas hablamos de amor, pero lo vemos como un vaso que vaciamos de uno para llenarlo de otro según nos convenga—.
—Aún la quiero, Loreen, pero fui infiel a su recuerdo. Aun así, espero que ese amor florezca para ella y quien sea. Es cuanto quiero—suspiró el mago, entristecido, —Mas, siendo sincero, mi corazón se aflige de que un sentimiento más fuerte que la sensación carnal se pueda cambiar por algunos igual que la ropa—.
—Oh, sigues enamorado...—.
—¡Pero si eso ya lo sabías!—.
—Lo sabemos todo, ¿recuerdas?—.
El mago entrecerró los ojos y Loreen rió, tapándose la boca incluso cuando penetraban en el palacete, pues no quería despertar a alguien que descansaba cerca.
—¡Sí! ¡Pero ése Kerish también cree saberlo todo! Y hablando de él, ¿dónde se ha metido? ¡Venía conmigo, era así de alto! ¡Esbelto pero fuerte, con el cabello castaño pero rojizo! Piel pálida. Te lo presentaría si lo encontrara, pero... temo que me haya abandonado en cuanto me encontrasteis, o que quizá, muriera en el asalto. No le culparía si me abandonase. Me he servido de su fuerza para mis propósitos, ¿qué derecho hay en que me considere amigo? Bastante habrá tenido con dejarme aquí e ir a su suerte contra los monstruos—.
Loreen acarició la cara de Zhard sobre una de sus cejas y luego una mejilla, acallándole con un dedo sobre su boca, e inclinó la cabeza hacia el lado derecho señalando junto a las paredes de piedra viva las dos espadas del bárbaro. 

La Dama de la DestrucciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora