I ~ Último día en Kirrsav. Lío en palacio.

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No sabía exactamente para qué estaba allí, en un sitio que no conocía ni recordaba, ni rodeado de etéreas cortinas que ondeaban con una brisa que no llegaba a notar sobre su piel, pero ahí estaba.
Los ojos grandes y verdosos que tenía frente a los suyos, que eran oscuros, cambiaban depende de la luz que incidiera en sus iris. A ratos eran verdes, y cuando la iluminación que no parecía venir de ninguna parte les sorprendía con su blancura clara e inmaculada, las pupilas en las que se fijaban las de él se dilataban y a su alrededor, los discos irisales se volvían del color de la dorada miel. Kerish se desnudaba junto a la mujer, de castaños cabellos, que poseía una larga melena que le llegaba casi hasta los gemelos. Los ojos de ella volvían a brillar ambarinos, como los de un gato, y una tenue zona sombría les envolvió como una marea oscura, tal que si fuera una ola de agua, pero realmente era alguna materia que se transformaba en algo parecido a un lugar para reposar donde ella le llevó, dejándole encima. La habitación en la que se encontraban de pie y al momento sobre la extraña cama era blanca, con un ventanal de arco que dejaba, entre velos de claridad inmaculada, ver el negro cielo y sus estrellas en una noche que no tenía horizontes o mares o montañas. Sin límite alguno en distancia o tiempo, estaban más allá, entre una suave bruma tan fina como los cortinajes que flotaban, parecía vapor de algún tipo, pero no era de calor ni de frío. Las manos de ella fueron a la cintura desnuda del bárbaro, sus labios le llamaban, pronunciando su nombre, tomado en la arena el mismo día que había muerto para el resto del mundo. Ahora con intenso ardor, la muchacha gemía al tener al joven mamando de sus senos, separándole las nalgas con deseo, y finalmente, él entró despacio entre la confortable y suave brecha de su carnoso fruto para dejar escapar un jadeo, y luego castigarla sin maldad con el resto de su virilidad tensa y curva como un arco. Su robustez cilíndrica hacía sonar el placer que ambos estaban sintiendo como una especie de chapoteo, y la rugosidad venosa que ella sentía la hacía poner los ojos en blanco, sujetándose con las piernas a la cintura de su amante. Lo hacían sin parar, disfrutando cada embiste, cada frote de piel y carne lubricadas, la hinchazón en la parte alta del sexo de ella y sus efluvios entre sus pétalos carnosos; y la palpitante violencia que cabalgaba en los cordones venosos del miembro masculino de él.
Ella llegó al éxtasis, y él disfrutó de su pequeño y fugaz placer cuando se vaciaba dentro de la joven, acariciándole las caderas, sus muslos, mientras la besaba apasionadamente, haciéndola enloquecer tanto con el orgasmo en su boca como con el de entre sus piernas. Hubo un momento que separaron sus rostros, y Kerish se dio cuenta de que el de ella había cambiado. En un principio, no le dio importancia, mas vio en ella un espíritu abominable, el cual tomaba con una mano la luna usándola como un arma de cuernos, y la mano que fuera hermosa y suave, convertida en una pezuña o una garra de gato... que clavaba su improvisada daga en su espalda, y teñía las cortinas y las paredes con cientos de gotas de sangre.
Despertó de su sueño con un gruñido y dio un respingo, empapado en sudor. La visión de alrededor le resultó, cuanto menos, muy agradable.
Colchas de lujo sobre su cuerpo y alfombras bajo su trasero, se había despertado más tarde que de costumbre, porque por lo visto había podido conciliar un sueño decente tras mucho tiempo. Rodeado de cojines y paredes decoradas de dorado y mármol, se sentía como un rey, o como creía que era el serlo, con tanto cojín y lujo por todos lados. Pero no sólo estaba rodeado de eso. El joven luchador estepario movía los ojos con algo de dificultad, sin recordar lo que hizo anoche.
Su aún ágil mirada tras una poderosa resaca analizó la estancia de paredes doradas y blancas con vetas oscuras, hasta que se dio cuenta que no era el único bajo las colchas. Estaban abrazadas a su torso dos muchachas, una con el cabello rubio y ondulado, y otra a su derecha con una coleta alta de cabello negro. Ésta era quien acariciaba su zona caliente, buscando su desnudo sexo y aún dormida, empezando a recobrar claridad tras un bostezo. Kerish pudo ver, entre otras cosas, las botellas de wökka que se hallaban en el centro de la estancia, tiradas en el suelo... unas once o doce, pero todas sin una gota.
—Por Solus el misericordioso... ¡¿Qué he hecho?!—susurró para sí mismo, y miraba con horror y asombro que aquéllas dos muchachas dormidas tras una fuerte noche de placer y lascivia no eran las únicas del lugar.
Ahora se acordaba, recomponiendo las piezas de un puzzle que por algunos lados encajaban y por otros, se ensamblaban a la fuerza al mismo que evocaba lo sucedido anoche. Tras ser escoltado, pilló al Zar en una situación muy comprometida con la Zarina. 
—¡Eres un putero! ¡Se supone que las concubinas son una costumbre hasta antes de casarse, no un vicio hasta después del matrimonio!—.
—¡No es lo que crees, Yskia! ¡Ella sólo me ayudaba con el cinto, que me es difícil de quitar! Si al menos me dejaras llevar fajín, que es más cómodo... ¡Pero no, ella quiere que su marido porte el emblema familiar y le da lo mismo que se le constriñan los adentros!—gritó el Zar, en réplica a su esposa.
—¡Pues no comas como un cerdo, que estás poniéndote igual que uno! ¡Dentro de poco ni te verás el choricillo que te cuelga! ¡Se te va a quedar más pequeña, y de por sí encima eres feo!—.
—¿Pero y tú qué? ¡Palillo de dientes, so espárrago triguero! ¿Dónde tienes tú las tetas para decirme a mí que tengo un mal cuerpo? ¿Te las has dejado en el armario, tal vez?—.
La bofetada se hizo inminente con el chasquido sonoro que la acompañaba. El rostro del barbudo Zar se vio azotado por la mano de la Zarina, más no en todo su esplendor y poder, porque Kerish estuvo ahí para sujetar su mano a tiempo de que cinco finos dedos le dejaran las marcas de un látigo al pobre hombretón.
Los dedos del bárbaro se habían cerrado en torno a la muñeca de ella, presionándosela.
—Detén la mano, mujer... yo pillé a tu marido con ésa del harén. Admitámoslo, es un vicioso, pero por una vez tuvo razón. Ella sólo le aflojaba el cinto, pues yo entré en ese momento que se quejaba de un dolor de tripa y lo vi todo. No me mires así, sabes quién soy—le espetó el Cymyr.
—¿Cómo? ¿Tú eras ése joven insolente que bebía de la botella de mi marido? ¿El que llaman "La bestia"?—.
—Sí, ése... pero a lo que vamos, la mujer no estaba haciendo con él nada deshonroso, ni él con ella—, decía en tono tranquilizador a la hermosura muy delgada de 31 años con el cabello rojo rizado cayendo por delante de sus ojos, azules como el cielo, —Y por eso es por lo que tu marido saltó sobre mí cual león gritando como un poseso y sable en mano. El resto ya lo sabes—.
La charla del bárbaro resultó tan convincente como su adusta mirada, y la mujer pudo retirar la mano cuando los dedos de hierro de él la liberaron de la presa, a su vez el Zar notaba que un gran peso se le iba de encima.
Ella le abrazó, cambiando totalmente de actitud, dulce y amable.
De mientras, una cosa menuda peluda y paticorta que corría con saltillos se abalanzaba sobre el bárbaro hacia una de sus rodillas y regruñía mordiendo su pantalón de cuero claro; Kerish peleó con el pequeño y terrible monstruo al mismo que la soberana y su esposo se reconciliaban, ajenos a su situación.
—¡Disculpa, marido mío, por pensar mal de ti! ¡Retiro lo de tu gran pene!—.
—Ah, no pasa nada, amor. Yo retiro lo de tus generosos senos. Pero ya le has oído, cree en los tuyos y no en los siervos, porque seguro que sobornas a alguno para que te cuente chismes falsos. No les des con qué cuchichear—concluyó el Zar.
Kerish seguía pataleando contra el aire con el pequeño monstruo gorjeando lo más gutural que le permitía su menuda garganta, y cuando pudo coger a la bola de pelo con ambas manos por sus costados, reconoció al pequeño canino que le había molestado una vez en el mercado. El perro le echó dentelladas a la cara, y el bárbaro, soltándole y dejándolo caer, pateó al animal con el pie derecho y lo hizo salir por una ventana, con el collar de oro y piedras preciosas incrustadas brillando un breve instante antes de salir disparado con un aullido lastimero.
De espaldas a él y al hombretón de barba castaña, Yskia la Zarina se retiraba tras darle un beso en las mejillas a su marido, vestida con un traje de seda carmesí y con filos de oro. Se volvió un instante para mirar al Zar, con los rojos labios esbozando una mueca gentil.
—He de irme unos instantes, mi adorado señor. ¡Me prepararé para ti! Por cierto, ¿habéis visto a Minsk?—.
—¿Minsk?—preguntó Kerish, mirando hacia la ventana.
—No, esposa mía. Minsk debe de... haberse ido a jugar a los jardines o algo así—.
—Vino conmigo hace un momento y ahora a saber dónde se ha metido. ¡Oh, es un animal tan inquieto!—dijo ella, encogiéndose de hombros, yéndose al fin al volverse hacia la salida de la estancia del trono.
—Inquieto de cojones—gruñó el bárbaro, entrecerrando los ojos con una expresión sanguinaria.
El Zar sonrió más aliviado, y miró a Kerish, uno de los salvadores de Kirrsav. Le dio una palmada en la espalda, y asintió condescendientemente.
—De menuda me libraste chico, miles de gracias... ¡uuuuf!—.
—No te acostumbres, y ahora vamos a ver ese harén tuyo. ¡No tenemos tiempo que perder!—.
En unos instantes, llegaron a la zona donde el Zar solía quedarse el rato justo de un coito con prisas, porque vivía con la constante presión de su esposa, controlándole. Y así no había manera de disfrutar de sus sirvientas sexuales, regalos de reyes y príncipes que tenían amistades con él, o simplemente, las había adquirido cambiándolas por algún otro bien. A Kerish le caía bien, era un sinvergüenza, un borracho y un infiel. Pero a pesar de estas "cualidades", le recordaba a su padre. Había algo en él, puede que su corpulencia, sus grandes manos de dedos gruesos, algo en la forma de la barba, aunque no fuera de negro azulado, no lo sabía con certeza.
Quizá su arrojo en el combate.
Hacía un rato ya desde que se bebiera varias botellas de wökka a palo seco y deambulara por ahí beodo, echado además un par de tragos con Räis, y luego se había largado buscando a Hanka, pero como no la encontró, dio con una morena y una rubia, que no recordaba dónde estaban ni el cómo acabó llevándoselas por la cintura.
Se le había ido el humor alcohólico y pudo recobrar algo de lucidez, y pensó que si estaba empezando a ver su padre en aquél gamberro de ojos azules, era que seguía más borracho de lo que creía. El Zar abrió las puertas de la dorada sala del harén, el bárbaro se maravillaba viendo a las deseables y hermosas mujeres de más naciones de las que conocía reunidas en la cámara. Llegó un soldado diciendo al hombretón que la Zarina lo reclamaba para un asunto de cámara.
El Zar sabía que esa noche no podría emborracharse con su camarada guerrero, ni abandonarse a los placeres exóticos de distintas mujeres del mundo, y se despidió de Kerish con una sonrisa, pensando que al fin y al cabo, iba a envainarle el sable a alguien y eso era lo que contaba.
—¡Mi parienta reclama mi persona y mi bajo vientre, tovarish Kerish! ¡Chicas, tratádmelo sin piedad, es un guerrero salvaje! ¡Tiene para todas!—dijo mientras las puertas se cerraban y las risas traviesas se mezclaban con las del bárbaro entre los reflejos áureos en el mármol, y la luz amarillenta del fuego difuminaba su espectro con calidez.
De vuelta en la realidad de esta mañana resacosa, una muchacha de piel de ébano salía de debajo de la colcha y lamía desde el muslo hasta la parte bajo el pubis donde el bárbaro poseía su masculinidad, llegando luego al torso, y recostándose sobre este.
Kerish le rodeó los hombros con uno de sus pálidos brazos y ella se insinuó con las caderas, frotando su triángulo púbico recién afeitado contra el sensible mango de carne del joven, hasta que volvió a tensarse venoso y duro, y le ardió contra la piel.
—¿Te queda un poco más de vigor para mí, chico bárbaro?—susurró ella, haciéndole derretirse de calor.
—Bueeeeno... si las demás no se despiertan... ¡Hehehehe! ¡Tendré todo para ti!—fanfarroneaba Kerish guiñándole un ojo.
Ella le despeinaba la melena de color cobrizo tras una caricia amante, y le miraba ardiente con sus ojos verdosos a la par que azulados.
Tan bella concubina no debía de tener más de dieciocho años, y era una hermosa mujer negra de pómulos prominentes, la nariz algo chata y con las aletas nasales un poco anchas. Dueña era de una faz ovalada y los ojos con la forma algo inversa.
Sus pechos se veían redondos y podían abarcarlos las manos, su vientre se antojaba liso y sus caderas anchas. Kerish sintió que ardía de nuevo, y situó su sexo entre los muslos de ella, echando las manos hacia las nalgas grandes que hacía rebotar al mecérselas y amasarlas con lascivia.
Su miembro sobresalía apenas de los muslos generosos y brillantes de la joven, que debía pertenecer a las tierras de Nuanar, o más bien a Sai, la isla de la que venían los negros guerreros que jineteaban las estepas de Amán, y por tanto, ella era Nuana. Tras ellos, una tercera persona en la que no habían reparado se inclinaba despacio acariciando furtiva la espalda de la sierva, y apenas en un segundo, la mano suave que hacía ronronear a la Nuana presionó un punto junto a su cuello, y la mujer reposó dormida sobre el pecho de Kerish, que estaba ocupado en besar los orbes de pezones oscuros de ella.
En cuanto notó que la esclava se había dormido, pensó que quizá había sido demasiada juerga para una mujer que holgazaneaba entre cojines y vivía para dar placer. Se apartó de la concubina liberando su sexo de entre sus piernas, y se levantó, desnudo tal cual estaba, destapando sin querer a otras dos hermosas hembras: una rubia a su izquierda y otra pelirroja a su derecha. Nunca había conocido el placer con tantas mujeres como aquella noche, pero aún iba a suceder otra cosa más. Cuando parecía más recuperado, ellas se despertaron, estirándose, y le buscaron echando las manos hacia sus nalgas blancas y duras. Ya empezaba a ponerse nervioso, justo al emerger una bellísima morena de frente y se abrazaba a él frotándose contra su muslo derecho.
Las otras dos se levantaban y le rodeaban en un cálido y excitante roce de pezones blandos que se tornaban erectos, y pechos deliciosos y olorosos a placer que se deformaban contra sus brazos, su torso, su espalda, y los pares de manos que le palpaban por todo el cuerpo.
Debido a tanta presión sensual, o acaso por su sensible aunque rabiosamente dura virilidad, estuvo a punto de eyacular salvajemente y sin control.
—¿Ya te has aburrido de nosotras?—susurró la pelirroja.
—No, claro que no—jadeó él, apurado.
—Oh, vamos, podemos revivir lo de anoche, chico malo—ronroneó una, a lo que otra, entrecerrando los párpados con curiosidad, añadió: —Pero aún no nos contaste nada de ti. ¿No tienes una novia bárbara esperándote? Un hombre como tú no puede andar suelto por ahí sin que una mujer lo cace—.
—No, pero... si os ofrecéis las tres a ser mis novias... ¡Yo puedo!—interpuso a la rubia que le besaba el omóplato derecho, que antes había mencionado sobre un compromiso.
Las demás en la habitación se despertaron de pronto y le golpearon con los grandes cojines, apalizándole sin dolor pero con saña.
—¡Mentiroso! ¡Ayer me lo propusiste a mí!—se quejó una desde las sombras.
—¡¿Ah sí?! ¡¿Lo hice?!—se encogió él, notando amenaza.
—¡Y a nosotras!—.
—¡A mí también, pelo largo!—.
—¡De eso nada, él es mío!—gruñó una de las concubinas, la morena, que forcejeaba por el bárbaro junto a las demás.
La pelea de cojines y tirones fue un pandemónium frenético, mientras Kerish se pudo escapar y se vestía al mismo que tomaba sus armas, saliendo por el pasillo a toda velocidad como le permitían sus piernas. 
"Una mujer está bien. Dos es fabuloso... ¡pero muchas es un tormento!".
Ajustando el cinto a la carrera por palacio, los dos guardias que protegían la estancia fueron cerrando la puerta, y el bárbaro dejó de correr, jadeando y poniendo la espalda contra un muro de mármol blanco y nubes rosas. Su frescor le espabiló, pero se encontró en un sitio totalmente nuevo que no conocía. Un vaho cálido venía de alguna parte, y alrededor todo era un círculo lleno de puertas que no eran sino pantallas etéreas de seda roja.
Tenía el estómago en el cerebro, el cerebro le había bajado al estómago, y de lo demás, ni se sabía. 
"Voy a dejar la bebida...".
Una mano se paseó por la espalda desnuda de él, y el joven bárbaro se giró como una pantera, aferrando aún contra el pecho sus armas y parte de su vestimenta. La muchacha que había estado detrás iba vestida de una manera casi semejante a las otras mozas del harén, sólo que parecía gustarle el rosa suave que contrastaba con sus cabellos rubios y sus intensos ojos verdes. Sus pantalones cubrían por delante y por detrás, anchos y translúcidos, y por los lados y el interior dejaban los hermosos muslos de piel clara, pero algo dorada por el sol, al aire y al disfrute de las pupilas que los contemplaran. La cintura del pantalón caía sensualmente mostrando las redondas y preciosas caderas. Subiendo la vista hasta su busto femenino, uno podía maravillarse con la ternura de sus senos, que no eran ni grandes ni pequeños pues cabían en una mano y se transparentaban deliciosamente. Se insinuaban de manera casi explícita (depende de lo que alguien se fijara) destacándose un poco por la tira que los cubría, escotándolos, así como los delicados hombros permanecían libres para encandilar con su brillo y aroma.
Aun así, la belleza oculta bajo el velo rosa de seda que no dejaba ver desde media nariz para abajo tentó al joven, incitándole a llevar un dedo hacia la deseable hembra que cruzaba los brazos en una pose extraña, como si esperara algo. O a alguien.
Cuando Kerish palpó a través de la seda los labios de la chica, carnosos y suaves, dejó caer la camiseta, la camisa acolchada y las armas al suelo. Nuevamente contempló aquella obra de divinidad femenina, seducido por su encanto y atrapado por el misterio. No podía apartarse de la blonda, así que el bárbaro no tenía atención para nada ni nadie más. En cuanto a él, sus pantalones restaban cómicamente aflojados y se le caían por los muslos, que se endurecían en un gesto instintivo. Al ver esto, ella descruzó los brazos que resaltaban lo prietos y redondos que eran sus pechos y acarició los bíceps de él, juntándosele, entrecerrando sus preciosos ojos que jugaban a esconderse ahora sí ahora no entre su lisa y larga melena. Se dio una vuelta rozándole el cuerpo con el suyo, dándole la espalda, cada uno de sus mechones caía por los hombros deslumbrando como relámpagos.
—¿Ibas a alguna parte?—le preguntó la deseable hembra que vestía como una tentadora complaciente, dejando a las claras su ofrecida sensualidad y sin embargo rebosando misterio.
—Sí. Bueno, no...—dudó él.
—Supongo que huías de ellas. Ya no tienen muchas ocasiones de probar un hombre como tú, debes comprender que sean tan voraces—.
—¡No huía de ésas mujeres!—gruñó Kerish, provocándole una coqueta risa a la joven.
Él enrojeció, y tensó todo su cuerpo como si contuviera la peor tormenta. Se hallaba tan turbado como en un arranque de vergüenza típico en los adolescentes si, además, su vigor guerrero daba muestras de que a muy poco podía temer aunque fuera menor de edad. En esas todavía, la que le había sorprendido por el pasillo se giró nuevamente hacia él y dio un pequeño paso con la intención de dar más si veía el terreno seguro. De algún modo, era de las que podía pisar el borde de un pozo tapado con una alfombra y no caer a él por accidente, pues pareciera poseer el instinto de los pequeños felinos y a la vez la elegancia de los grandes.
—Relájate. No voy a hacerte daño—dijo la seductora, cuyas muñecas decoradas con pulseras de oro y plata, al igual que sus brazos y tobillos, marcaban el inicio de cada toque sobre la cintura de Kerish con un tintineo.
Una de sus manos fue al grueso miembro del chico que tenía delante, y se lo acarició notando la poderosa congestión en sus numerosas venas, viendo además la marca negra que tenía desde la cadera izquierda hasta la ingle. Pareció muy interesada y, aunque por unos instantes confusa, algo la sacó de dudas pues fue juntando su frente a la de él, gimiendo suavemente, como si le provocara goce el tocar al guerrero salvaje. Confianza. Tacto. Exclamación del placer del que era capaz con sus caricias. Ésta desconocida le transportó a un reino totalmente nuevo, Kerish notó que su caricia era más que experta pues le estaba haciendo de una manera que jamás había conocido, otorgándole un calor y sensibilidad nunca antes tan despiertos, y la piel que protegía la cúspide de su arco viril chasqueaba carnosamente cuando escapaba una brillante y lúbrica perla.
—No voy a hacerte daño, cariño. Soy Meriem—susurró ella al fin.
—Me... Me llamo Kerish—.
Con cierto rubor bajo el velo en su rostro, la intrusa en su cordura le dijo: —Lo sé, amor—.
La esclava rió suavemente.
Tras presentarse, ella puso la curva de amar del bárbaro entre sus muslos, haciéndole notar la suavidad carnosa y cálida que la seda no ocultaba, sometiéndole a una prisión confortable. No menos excitante por el hecho de que se mecía un poco de atrás para adelante, de una manera extraña al principio, aunque muy dulce.
—En... encantado y eso—gimió él, poniendo las manos en la pared, apoyándose.
Pero por la forma en que Meriem le abrazaba, su deseo se inflamó más que su miembro, y cogió de las nalgas por encima de la seda a la increíble mujer, separándoselas, notando que su masculinidad sobresalía entre ellas. Cariñosa, pasó las manos por los hombros y brazos pálidos del varón que tenía al frente, dedicándole la atención de sus iris.
Era tan hermosa...
Suspiraba con satisfacción por que tan aguerrido hijo del acero se entregara a cada centímetro de su piel, cómo se implicaba con ardor furioso en frotarla a lo largo de su femenina brecha, blandita y húmeda, que podía notar por encima de las sedas..., hasta que en un momento de súbito éxtasis, los dos llegaron al clímax mutuamente y las blancas lágrimas del placer de él resbalaron líquidas, restallando entre los muslos que le masturbaban. 
Ahora era Kerish el que se movía incesantemente, pero muy despacio para no sentirse tan abrumado. En un arranque de explosivo instinto y lujuria, se besaron a través del velo que ya no era un impedimento, sino un objeto más que aumentaba el anhelo de sentirla, de explorarla y descubrir aquel tesoro que escondía. 
Traviesa, Meriem se retiró el trozo de tela translúcida llegado un momento, y lo puso sobre los ojos del bárbaro para ofuscarle morbosamente la vista. De este modo la prenda seguía sujeta, salvo por los labios de los dos que estaban en pleno contacto, frotándose en cada giro sutil de sus caras, probándose las lenguas fuera de las bocas de una manera tan lasciva, ansiosa y obscena que cualquiera que les viera se habría escandalizado. Ella le notó apasionado, muy débil, pero su curvo músculo del placer seguía hinchado y palpitante, ardiendo tanto como las mejillas de ambos. La misteriosa mujer se separó de él, acariciándole el rostro por los lados con sus delicadas manos, y se fue retirando, dejándole allí, observando una vez más bajo su vientre y el símbolo del dragón tatuado en su piel.
—Y ahora he de irme. Puede que me reclamen pronto para cualquier tarea, y tengo que arreglarme—susurró la joven.
—Pero...—.
—Pero volveremos a vernos, querido Kerish—.
—Meriem...—dijo él, subiéndose el pantalón y esperando algo más que palabras de despedida, atontado por el placer que la sirvienta sexual le había hecho sentir.
Cuando ella salió de la sala se sintió vacío, caliente, alegre y triste. Y, aún niño después de todo, se vio a sí mismo con el corazón palpitante y deseando raptarla para convertirla en su reina. El bárbaro, mientras se ajustaba las botas y el cinto, fantaseó con futuros encuentros a pesar de que el mero roce con ella se había cobrado sus fuerzas. Así, sin perder más tiempo, se puso la camiseta de color azul oscuro que estaba más que raída y remendada, sin poder percibir la escena que transcurría en las sombras del palacio a tan sólo algunos pies de distancia. 
A la esclava se le cruzó un hombre esbelto que debería medir lo mismo que el extranjero. Iba todo de negro, con un turbante del que bajaba un velo que ocultaba la mitad inferior de su rostro. La camisa sin mangas rematada en hombreras de pico dejaba al aire sus brazos, cubiertos por mallas, y el fajín que le ceñía los pantalones bombachos del mismo color nocturno sostenía una daga apta para dar un amargo destino a sus víctimas. A la espalda, llevaba una espada curva, una cimitarra cuyo sombrío propósito yacía al frente.
Meriem asintió hacia el asesino, aún con la parte interior de los muslos chorreando de semilla en cantidad generosa, y sacó un pañuelo de seda rosa de entre sus ropas. Una vez ya limpiándose y decidida, miró al tipo de negro susurrando una orden a la vez que un permiso.
—Es vuestro—.

La Dama de la DestrucciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora