Con pena y contenida furia en el espíritu, Kerish fue conducido por la arboleda luminosa que transgredía los límites de aquel arco de piedra, definitorio de un lugar donde transgredir el espacio marcado conllevaba una pena.
A menudo, la gente se equivocaba mucho. Unos, en busca de un fingido avance para la sociedad, se esforzaban por hacer ver mal los muros, las empalizadas, o los emplazamientos marcados de tal manera. Las fronteras se alzaban para defender a las poblaciones, su cultura, sus recursos, economía y bienes así como a las personas mismas. Todo país tiene sus códigos. Asaltarlo por la fuerza como un delincuente que busca la ventana abierta o la bolsa de un paisano descuidado es justo lo contrario a buscar un bien. Otras naciones con pretensiones de posesión sobre pueblos no defensivos o apenas armados pueden encontrar en ellos sus víctimas predilectas y fáciles, como un animal raptor que devora los huevos incluso antes de que surjan las crías. Las fronteras estaban para protegerse de esto, y cada casa en una ciudad tenía muros precisamente para evitar el apropiamiento indebido y la violación de personas y bienes, así como de su libertad. Permitir algún acto contrario o peor aún, premiar las intrusiones o justificarlas, era abrir la puerta al mal que cualquiera quisiera hacer.
Los bárbaros, criaturas valientes y nómadas, eran celosos de sus fronteras pero se prestaban a dialogar cuando los intrusos venían en son de paz sin belicosidad alguna, como era el caso de los comerciantes, los emisarios de otras tierras, los artistas e incluso familias que se habían establecido en los límites para labrarse un futuro con cooperación sin trabar ninguna prepotencia o demanda. La frontera no impedía sino las intenciones hostiles como símbolo de las patrias; este es el escudo de las naciones que debe alejar enemigos, parásitos e indeseables sin que nadie pierda la vida desenfundando las espadas. La gente se merecía dormir y despertar tranquila. Cualquier cosa contraria al mantenimiento de la paz y el equilibrio y la defensa de las personas y bienes que un país debe aportar a quienes lo pueblan, no puede ser llamada progreso. Avanzar sobre los cimientos de lo que es naturalmente lógico y protege a los demás y su identidad, asegurando un futuro a quienes luchan por él todos los días desde que se levantan de la cama y hacen un duro trabajo en vez de restarles valor y seguridad, eso sí es progresar.
Pero allí estaba él. Se había pasado de la raya y nunca mejor dicho.
Era un extranjero para los que habían acogido a su amigo, los que se prestaron para ver qué podían hacer por él y, por no aguantar burlas y tratar de resarcirse o lo que era más peliagudo, atentar contra los moradores por su propio orgullo, la justicia iba a caer sobre su cabeza. Aunque claro estaba, Kerish había hecho bien en defenderse con coraje de un trato injusto. En la mayoría de las ocasiones, las personas no trataban mal a otras por venir de otro lugar a no ser que estuvieran en guerra o gozaran de una reputación mala y muy merecida. Siempre había imbéciles que despreciaban al que no fuera como ellos, y su propia sociedad debería castigarlos. Aun en esas, el guerrero cometió actos que no podían pasar por alto y la autoridad debía imponerse. Pensando en eso a medida que notaba la mirada de la lancera a su espalda, e ignorando a las otras que le flanqueaban, Kerish observó que ese lugar rebosaba calma aunque cincuenta metros atrás la vida diaria transcurriera con agitación.
La hierba crecía plácidamente contra la enmarañada sombra que emanaba de troncos y gigantescas raíces, rodeando la ciudadela arbórea que permanecía oculta a ojos de los seres vulgares. Un rayo de sol se derramaba con calidez como aguamiel tibia allí donde la oscuridad se proyectaba como manteniendo a raya cualquier mal pensamiento, y daba la impresión de que incluso en invierno, si nevara por este singular paraje, hasta los lobos se amansarían de pisar el mismo suelo que el bárbaro. Crecían también ramas de un marrón vivo y que de ellas se desprendían tallos con flores estrelladas de aroma intenso y penetrante, blancas de pétalos y doradas del claro al oscuro en sus pistilos, y en la lejanía tras el bosquecillo y paredes rocosas que dejaban ver una cordillera mayor en la distancia, erguíase un bosque de árboles muy parecidos a colosales puntas de flecha vellosas, pero cuyas fibras como agujas se demostraban grises y pálidas como el acero mismo.
El perfume que entraba por las fosas nasales de Kerish le dirigía sin que hiciera falta guardia o séquito hasta un lago inalterable como un espejo. En sus verdes orillas, crecían más plantas y hojas de las que hubiera visto juntas hasta el momento, así una edificación como un elongado semicírculo devolvía un reflejo al sol a la izquierda si uno se ponía de frente. Tal estructura parecía un templo, y circundada se hallaba de bloques desde los que se elevaban columnatas verticales unidas entre sí por otras en sentido horizontal, hasta completar un infrecuente y sólido muro. Éste era totalmente circular en su apariencia y lo remataban vergones rectangulares del mismo material dando lugar en el centro mismo a la entrada, cuyo portal estaba protegido por más doncellas acorazadas. Kerish estudió su armamento con rapidez pero la construcción le atraía en sus detalles: el templo estaba abierto tras las dos mujeres y no tenía puerta alguna que se cerrara para impedir el acceso en la entrada.
A medida que avanzaba junto a la comitiva rodeando la orilla del lago, el bárbaro advirtió que, enmarcado por árboles florales ante el lugar de culto, un aro rocoso de aspecto vetusto con grabados muy añejos se elevaba hasta casi los tres metros de alto. A través de él, se podía ver el arco que dejaran atrás hace unos minutos y justo en medio de la vista, a poco del disco hueco de piedra, se erguía una primitiva columna de más o menos la misma altura que el objeto que tenía a su derecha entre ramas y pétalos blancos y rosados. Asumió de algún modo que cuando el sol salía, se veía por allí cerniéndose sobre el arco, y a medida que transcurriera el día, lo hacía derramándose en contraste de sombra y luz sobre el templo.
Por otra parte, rodeando el otro extremo del lago y aquellos jardines de paz y ensueño, contempló parte del palacio de la que llamaban Señora: unos muros externos de metro y medio levantaban un antepecho por medio de columnatas y, cediéndole el paso en su anticipada visita por medio de sus ojos, unas escaleras que le llevaban por una avenida estrecha y no muy extensa en camino. Al llegar hasta allí, poco a poco, Kerish se dio cuenta de que este pasaje al aire libre conducía a un segundo nivel que bajaba hasta una explanada en medio de lo que pareciese una antigua calzada de lisas y gigantescas baldosas blancas. Probablemente, todo era mármol allí, o algún tipo de piedra que se podía trabajar con ese tono o bien se lo propiciara algún compuesto de mortero preparado a tal efecto. Una base de bloques tallados con motivos enraizados y que se tramaban en cuernos, lunas y una suerte de olas, levantaba el palacio sobre cosa de once o doce filas de escalones entre los cuales, podían subir la misma cantidad de personas lado a lado.
Los cimientos cuyas paredes grabadas en relieve captaron por completo la atención del guerrero salvaje, debían medir como mínimo unos nueve metros de altura, y de frente, setenta y dos personas bien podrían admirar aquel trabajo cuyo origen ignoraba. La base superior que alcanzaba a atisbar poseía también jardines, y el murmullo relajante del agua susurraba muy cerca.
Los muros de la residencia parecían sólidos y tenían esa materia extraña y pálida que devolvía pequeños destellos a la luz diurna, como si en cada centímetro se destacasen pequeñas estrellas exclamando que estaban allí para que les prestasen atención. En comparación con el resto de lo que había visto, el prisionero echó la cabeza hacia un lado para evitar la oclusión de los que llevaran el trono móvil y cubierto que dirigía la marcha, e inconscientemente, se detuvo para apreciar el edificio rematado en varios niveles de techado horizontal con suaves franjas rojo rosadas, hasta una cúpula facetada y orientada de punta hacia el cielo. Había pequeños ventanales ahí, y suponía que tenía otros tantos por los costados pero no llegaba a apreciarlos aún si es que no andaba errado. Ante las puertas que parecieran abiertas hacia dentro, algunas mujeres aguardaban a su señora ejerciendo el oficio de las armas como se esperaba de su singular servicio. Varios cimbeles con aves se emplazaban a diestra de la muralla sobre la que esta exótica obra de arquitectura imponía su estampa.
La rodeaban columnas y techadillos sobre los que trepaban las plantas y daban también flores y frutos sin determinar para el intruso y lo que significaba más, fue un reflejo que bien pudiera venir de una vida anterior o remanente de recuerdo por medio de la sangre de sus antepasados. La imaginación, quizá, o la sabiduría durmiente de otras eras, le contó a Kerish la historia de ciudades muy antiguas y que ya podían estar más que inundadas en el olvido que propician las profundidades, pues hubo un tiempo en que otra cultura construía sus residencias en las orillas de las masas de agua, o mismamente junto al mar y en ocasiones sobre él. Estas ciudades anegadas y sus templos contenían saberes y dones atribuidos a grandes sacerdotes hace milenios, artefactos sagrados y míticos, palabras sobre dioses y grandes reyes. La imaginación de Kerish, que era un guerrero por fuera y un niño por dentro, viajó a fértiles sueños donde estas mansiones saludaban el resplandeciente oro que los alumbraba todo el día, a los puentes y a la vida que allí tenía lugar: mujeres con cestas, chiquillos con espadas de palo y hombres laboriosos, corazas de anaranjado fulgor, ropas de índigo imposible, y la ingenua certeza de que todo seguirá como está llueva más o llueva menos, y que todo seguirá donde está mañana. Tantos niveles de altura, tantos pisos coronados que siendo un ave uno podía apreciar su estructura concéntrica y que contenía otras tantas gozando de una hermosura y funcionalidad sin par alguno en el mundo. Estas legendarias ciudades ganaron su sitio en los cuentos y los mitos, y expandían su orgullo contra las curvas mesetas desde las que se podía distinguir los canales, por los cuales los barcos fluían en tránsito, y las torres en las que los vigías observaban entre dos puentes sorteados de vivo rojo en sus vías las naves de los viajeros.
"¿Cómo es contemplar tantos siglos de historia en tan sólo un momento?".
De misma manera que la mente de Kerish viajara a tales tiempos, ese susurro tierno, dulce, llegó también a abstraerle y al igual lo arrebató de la ensoñación. Cuando la jefa de las guardianas le tocó en un costado con la lanza, indicándole que continuara, tuvo que consentir siguiendo el curso. Al descender los escalones hacia el palacio blanco, fijó los ojos en el palanquín sin comprender lo sucedido y por unos instantes, con su instinto gritándole que tuviera mucho cuidado y no bajara la guardia, temía que se tuviera que enfrentar a una bruja. Una muy poderosa, y que pudiera doblegar la voluntad de las personas entrando en sus mentes y drenando la defensa que, según algunos, poseían todas las almas contra los sortilegios.
Pero Kerish había sido marcado por las fuerzas del mal y sabía, estaba seguro, que la mujer tras los cortinajes no deseaba en modo alguno hacerle daño. Esta sensación posterior, a pesar de su recelo por la situación además de las tensiones provocadas, le dejó respirar con menos contención porque demostraría que no tenían nada que temer de él tampoco. No si no le provocaban. Y aun así, como envuelto por un remolino de incertidumbre que ahora le decía que todo iría bien y luego que no, dominó su ser férreamente transigiendo el camino aunque sin mostrarse sumiso. Más que nada, porque no lo era ni había nacido así.
Una suave cascada de agua fluía como un velo translúcido a su izquierda, rompiendo en canales y en un estanque sobre el que flotaban hojas y flores, enmarcado en más roca blanquecina y al que se accedía mediante unos peldaños flanqueados por pasadores sobre los que pesaban telas con motivos de pétalos y tallos de diversa índole.
"Este puñetero sitio sería fácil de tomar con un puñado de hombres, si los tuviera ahora mismo", pensó Kerish mientras observaba los costados escalonados de la colina que descendían hacia el hogar de la Señora de los Feeri, y la ventaja que proporcionaría en el primer choque algunas armas arrojadizas y flechas desde los muros del palacio.
Corría por sus venas sangre de guerrero, y la batalla en Kirrsav lo había reafirmado en su existencia misma.
Pero de nuevo, aquella voz aunque más audible se hizo presente, y entendió que, al menos en esa ocasión, no era un embrujo tal como él pensaba. Porque una de las Doncellas de Plata fijó las pupilas en el trono móvil al oír a su soberana, y aun así, un leve hormigueo reptaba por su espina dorsal.
—Ya veo, eres uno de esos. Un conquistador. O el nacimiento de uno...—parecía mofarse con delicadeza la desconocida entre los tules a juzgar por el tono lánguido, —Si te dejo irte y vivir, ¿volverías para vengarte e invadirnos con crueldad?—.
—Los bárbaros no invadimos a nadie si no lo intentan con nosotros primero. Protegemos lo nuestro y a los nuestros. Respetamos a otros y sus naciones o terrenos pero, si a fin de cuentas ese respeto se traiciona..., puede que no salgamos de nuestras estepas pero seguro que nadie que entre volverá a salir—.
—¿Es eso una amenaza?—.
—Es una respuesta—.
—Lo comprendo—.
—En cuanto a mí...—.
—Ya te lo dije—.
"Sí. Ya lo dijiste. Harías lo que quisieras conmigo", se afligió Kerish por unos instantes.
Un silencio se hizo por un trecho hasta subir las escaleras, y ahí supo que no había retorno. O luchaba y mataba ahora a mano desnuda rodeado de desventajas muy presentes y numerosas, o aceptaba navegar en la corriente del destino que le condujo hasta aquí. Como si supiera lo que se removía en el interior del joven, la mujer le transmitió un mensaje que trataría de apaciguar su ánimo e intenciones.
—Te juzgaré para bien, valiente, mientras aceptes mi autoridad en mi tierra. ¿Es tan diferente esto de como dices que son los tuyos? Veo que somos similares en algo. Quizá eres salvaje, pero tienes un código. Hónralo y hónrame en esta casa, pues de ese modo la pena tendrá menos peso—y al fin, tras ascender hasta la entrada y penetrar en el luminoso salón donde los esclavos reposaron su carga, se pudo apreciar una mano femenina apartando tímidamente un cortinaje; un sonido como de apagado eco por el toque de la madera sobre las alfombras resonó modestamente dentro del palacete al que empujaban al bárbaro.
Las Doncellas de Plata formaron guardia afuera, pero no todas. De aquellas guardianas personales, cuya principal destacable envainaba su espada y tenía el astil de la lanza preparado, uno podía esperarse que entraran a matar en nada. Eran mujeres con cierto tono atlético, y menudas, que podrían causar la ruina de muchos soldados expertos. Con todo parecían aguardar algo más: su capitán, aquella que apenas separase sus pasos y ojos del intruso, se mantuvo allí unos instantes frente a su ama como esperando una voluntad que cumplir. Y luego de recibir una orden en un susurro, asintió con total obediencia.
A Kerish le pareció escuchar "Guardias, dejadnos", cuando los tipos más altos que los Feeri de por allí se apartaron del palanquín y les dejaron a solas en la tarde. Las Doncellas de Plata se retiraron con paso marcial, las pisadas en la hierba y el cliqueteo de sus armaduras al unísono. O tenían el oído muy fino y él se estaba quedando sordo, o se trataba de alguna clase de habilidad de la que debiera guardarse. La doncella guardiana de cabello oscuro abandonó la estancia pasando por el lado de Kerish, ralentizando a cosa hecha su marcha para girar levemente el rostro hacia él, mirándole y diciendo: —Más te vale no hacer daño a mi señora, porque si no...—.
La amenaza quedó a la imaginación pero no hacía falta pensar mucho para saber qué le auguraban sus armas. La misteriosa dama tras los velos, que segundos antes solicitara quedar sin escolta con él en su salón, dio un suspiro y le hizo un gesto con los dedos de la mano para que se acercara a ella. Renuente, el guerrero nómada se mantuvo en su sitio, apenas tres o cuatro metros junto al costado trasero del palanquín e intentando averiguar las intenciones de la Señora de los Feeri. Con una especie de gorjeo, ese sonido que emitían las mujeres al ahogar una risa aunque ni siquiera la disimulaban, repitió el gesto hacia Kerish y después volvió a esconder la mano en el misterio.
—Acércate, que quiero mirarte mejor... y no pienses mal de eso que dije de hacer lo que quisiera contigo—.
La dama pareció leer el pensamiento del joven bárbaro adivinando su preocupación, y dio aún más muestras de su habilidad en cuanto al mago.
—No te preocupes. Lo están cuidando—.
—Nadie me ha dicho nada de Zhard, el que venía conmigo—.
—Tu amigo está débil aún. Él estará como nuevo en un par de días—declaró con total seguridad la mujer a la que no conseguía identificar aún tras las blancas y sedosas cortinas.
—Está bien—suspiró Kerish tratando de contener los nervios a la vez que se aproximaba tres pasos medidos hasta aquella cámara portátil, ella tenía la ventaja en esta partida y el bárbaro necesitaba igualarla un poco, —Ya me tienes aquí, desarmado y a solas. ¿Por dónde empezamos?—.
—Mi nombre. Me llamo Loreen, y tú eres...—.
—¡Sé quién soy, Kerish de Griskald! ¡La tribu del Lobo!—.
—Griskald, en... ¿Symirria? ¿Dónde está eso?—le preguntó Loreen, leyendo en efecto su mente y viajando a los páramos vastos y salvajes en los que el guerrero había crecido.
—En la lengua de los míos se dice "Kymria". Significa "Tierras de la Noche". Es un reino oscuro, oscuro como el humor de su dios de la guerra, oscura su tierra y oscura su gente—.
—¿Mas tú vives en la sombra, y no del todo? ¡Ven!—exclamó ella, —No estás lo suficientemente cerca para que sepa con quién trato—.
Esa corriente familiar que avisaba al bárbaro cuando la magia entraba en escena le transmitió una leve alarma, pero estaba ahí, en alguna parte, y estaba seguro que podía conocer en parte sus pensamientos. Se dijo a sí mismo tener cautela, como los lobos cuando no saben de trampas para cazarlos. Y acercándose el hijo de los páramos, se vio obligado a arrodillarse frente a la cabina de madera dorada para ver también mejor.
—No me gusta mucho esta postura—.
La señora, dando una corta risilla infantil por oír esas palabras, posó su mano derecha en la pálida mejilla del muchacho. El guerrero se sobresaltó, la suave piel de ella aturdía su resiliencia, y los anillos de plata y brillantes en sus manos parecieron quemarle en ese momento, porque retiró el rostro sin esperarse ese gesto. Se preguntaba qué estaba ocurriendo. Se sentía como borracho y tan feliz como un niño que mamaba del pecho de su madre a gusto y sin tribulaciones.
—Puedo matarte y pides que retiren a tus protectores—susurró él, como quien regaña por una imprudencia a un hermano menor, —Y luego intentas tocarme. ¿Estás loca?—.
—Si vas a matarme, hazlo—susurró la que llamaban Señora, pero no con su voz aunque a Kerish se lo pareciera, sino dentro de su mente.
—No tengo armas—asentía el guerrero, pero echó un vistazo hacia una esquina donde el bracamonte, el alfanje, y los cuchillos reposaban junto al resto de sus enseres de combate.
Luego volvió la vista, silencioso, hacia la dama tras las telas translúcidas. Sus espadas estaban allí, no había protectores, ni ella parecía tener armas ocultas. ¿Dónde estaba la trampa?
—Como si eso fuera un problema para tus manos, guerrero—susurró la señora, tomándole la mano diestra, que ya le asía con ambas como si hubiera estado entre sus dedos todo el tiempo.
Kerish sintió de nuevo esa sensación, su bestia interior quería escapar, pero un collar de docilidad y dulces cadenas lo fijaban sin dolor como si reposara en un cojín de tibia, suave seda. La estancia se oscureció, y en el techo del pequeño palacio de losas grises y pulidas, con vetas negras que serpenteaban como minúsculas filas de hormigas, centellearon débilmente muchas estrellas.
—¿Qué has...?—gruñó él, retirando la mano antes de quedar embobado del todo.
—Si depones tu furia puedes venir conmigo, te ofrendaré mi hospitalidad a cambio de que rindas tus fuerzas. Además, no te preocupes por el embrollo, los dos que se reían de ti son un poco pendencieros, no te molestes en ellos. Pero sin duda son nuestros mejores cazadores, y buenas personas en el fondo—.
El guerrero bárbaro miró las armas. No sabía si ella sabía que estaban ahí. Quizá las habían traído las guardianas y ni siquiera se lo habían informado. Como fuere, tenía un medio de defensa si se veía en apuros, pero esta parecía una situación muy diferente. Y como ella había dicho, también tenía sus manos. Poco a poco, como si toda su energía escapara a gotas de una fisura en una cantimplora de piel curtida, se sintió más inclinado a hacer lo que le pedía. Le pareció ver sus ojos refulgiendo de forma extraña un instante, y ese temblor en su espalda le avisó de nuevo. Aunque parecía ser ya tarde.
—¡Trato hecho!—aceptó sin reparos el humano de 17 años.
Afuera, se escuchaba la algarabía de la ciudadela del bosque, modesta, pero hermosa. Los dos Feeri de la pelea se levantaban ayudados por los bailarines, y se dirigían a sus casas, unas tiendas de pieles muy sencillas ocultas entre la maleza. Si se les pudo ver por uno de los ventanales ocultos por más enredaderas, fue porque sin notarlo, éstas se movían con vida propia como si fueran diafragmas. Turbado, no parecía ser dueño de sus movimientos. Había llegado a un extremo de la sala como si no fuera el que camina sobre sus pies.
Cuando se alejó de esa esquina y de las espadas en sus vainas, Kerish se echó en medio de una encojinada colcha azulada. La voz angelical de la dama resonaba por la cámara en la que ambos estaban, y ella no había salido aún de su escondrijo incluso pasada media hora.
Unas sirvientas con etéreas túnicas blancas se acercaron con sus cinturones y tobilleras de plata devolviendo destellos del sol que entraba por los ventanales, dejando manjares silvestres en bandejas para el invitado, y se retiraron nuevamente. El día y la noche ya no tenían sentido. Sin saber dónde estaba ni cuándo, se incorporó al oír que podía comer si lo deseaba, y así lo hizo. Fueron minutos de silencio comiendo y bebiendo un dulce zumo, pero la mujer no había ni mostrado su rostro aún. Dentro de la cámara móvil, ella le observaba morbosa, viendo cómo comía, bebía, respiraba. Y miraba. Y no pudo evitar decir una palabra que tenía en la mente cuando miró el espejo de su alma, la del joven.
Una vez más, susurró, aunque él apenas lo apreciara pero sí que supo a quién nombraba la mujer: a él. No su ser de ahora, sino uno anterior, abandonado hace no mucho y también como si hubieran pasado siglos, y no podía ignorarlo o fingir que no reconocía lo que la Señora de los Feeri le había dicho.
Entonces, sí que lo hizo. Kerish se acercó. Sin recelo, sin dudas, como si de nuevo, esa corriente que guía los acontecimientos lo condujera a ella. Esta vez, sin resistencia. Aunque su voluntad no parecía del todo suya, movió muy despacio los labios preguntando algo a su anfitriona.
—Tú... tú sabes decir mi nombre olvidado, ¿no es cierto?—.
—Sé tu verdadero nombre y sé tu antiguo nombre, pero sé también tu deseo de no oírlo de mis labios—asintió ella, sonrojada tras el velo que corrió él con la mano.
—Preferiría oír muerte de esos labios antes que mi viejo nombre. Es un nombre de sufrimiento y pérdida, no de venganza. No soy yo. Merece el olvido—.
—Y sin embargo olvidaste aquel nombre pero no quién eres... ni olvidaste tampoco el rencor—.
—Mas no olvidemos lo que sucedió, si a tanto alcanza tu brujería—repuso Kerish en su defensa, aquel estado como de embriaguez no le contendría por mucho más.
—Y no vas a olvidarlo nunca, hasta que halles al portador de la muerte, o ésta te halle a ti. Tanto rencor y rabia te harán caer en la oscuridad—.
La suave voz de la Feeri no parecía expresar pena. Toda ella era dulzura inocente y a la par seductora que aplacaba el ansia animal del humano.
—¿Qué más da si caigo o no? ¡Todos caemos en algo, en una fosa, en un engaño...! ¿Por qué no debería caer en la oscuridad, si es el futuro de mi raza según las profecías? Lo único que tengo es el regalo de la furia—expuso el nómada con voz sombría.
—Las profecías se pueden cambiar. A pesar de tu rudeza, aún sigues siendo un...—ella no terminó la frase, el muchacho apartó el velo, la cortina que eclipsaba aquella belleza digna de una diosa.
La contempló con los ojos muy abiertos y vio un rostro tan puro y sin imperfecciones que parecía haber estado tallado en su piel y pulido con el arte de un gran escultor de manos no humanas. Sus ojos, tan azules como el cielo, pero a la par oscuros, grandes y ovalados, y los labios de su boca carnosos y rosados le transportaron un recuerdo rechazado en los días que tenía doce o trece años.
—Ya que voy a desaparecer, y he tomado mi última comida, quiero el favor de tu belleza antes de mi ejecución. Saber por deseo de quién voy a morir—susurró Kerish, reptando por el cuerpo de ella muy lentamente, con la intención más que clara.
La dama no parecía oponerse. Llevaba una falda blanca de seda que no estaba confeccionada por humanos, era un tejido que se adaptaba a sus hermosos muslos como las olas y el viento se adaptan al temporal del mar en la húmeda arena esculpida en la orilla por su espuma. Su cabello era largo y rojizo, algunos leves tirabuzones aparecían con rebeldía enmarañándose bajo otros mechones que con todo, permanecían lacios. Y sin embargo, siendo como el atardecer y el amanecer a plenas luces, el pelo de la dueña de aquellas tierras se tornaba de un extraño rubio con los rayos de sol, que penetraban en la estructura desde las constelaciones que perforaban la bóveda del palacio. Era un arcoiris del dorado al bermejo que jamás se había visto en el mundo, como si tuviera vida propia.
Kerish se sentía extraño, no se excitaba como un humano haría ante una mujer. Era algo que no llegaba a entender. Miraba la cara de la señora Feeri sonrojado, pero deleitándose con su rostro de igual manera que un crío paladeaba un caramelo regalado por una divinidad.
Miró hacia más arriba de sus perfectas piernas y vio que nada llevaba protegiendo el vientre, salvo un hilo dorado, del cual colgaba un símbolo dorado y rojo, en forma de corazón a la inversa atrapado en una extraña cruz a la que se superponía una lágrima. Las suaves manos con las uñas pintadas de plata acariciaban su mejilla blanquecina, embobándole más si cabía con la turbadora visión. Una delgada camisa envolvía la parte alta del torso de la Feeri por encima de sus costillas, sin mangas, sujetando la camisa corta por tan sólo un delgado lazo en su cuello, del cual prendía una gema azulada en un collar ancho y dorado.
La falda le empezaba casi en lo bajo de la pelvis, dejando parte de sus caderas al aire. Pero Kerish apenas se fijaba en esto, si no en las pupilas de sus azules ojos, podría estar incluso mirando el infinito sin saberlo.
Las palabras estaban de más entre ambos, pues ella le hablaba en su mente.
"Sabía que tendríamos un encuentro, soñé hace tres noches con que lucharías contra la carne pedregosa, y que vendrías aquí... Tú también estás cansado. Debes reposar y recobrar tu fuerza. Nunca daría la muerte a aquellos que amo".
Otro nombre cruzó por su mente, pronto conocería la identidad de quien, por la fuerza, la dulzura y la magia, se veía obligada a apelar a estos medios para someterlo. Y el joven guerrero se adormecía, sobre el regazo de la señora hechicera Loreen su cabeza, y cerrando sus ojos, recordó por último el brillo de la corona, la fina corona que llevaba ella en la frente y que la rodeaba como un lazo dorado con saltos de plata. Consumado el hechizo tejido, su anfitriona le acariciaba el cabello como a un cachorro, de fiera, pero un cachorro a fin de cuentas. Era algo gracioso que aquél guerrero en cuyo cabello ensortijaba sus dedos diese aún muestras de niñez, pero en el caso de Kerish, la niñez aún permanecía en su espíritu y en el carácter. En el fondo de su corazón.
La Señora de los Feeri sonrió por esto y cerró también sus ojos, usando su energía astral para saber más de Kerish. Las estrellas le contarían todo a cerca de él.
Se transmutó en un espectro con su seducido invitado y flotaron a través del tiempo, de las noches, de los días y de los dos soles, uno muerto y que sería una luna dentro de poco, y vio el pasado de su huésped, reviviéndolo por su misma alma. Cuando conoció todo lo que de él precisara, bajaron desde el onírico firmamento de una realidad hasta otra, y Loreen le miró con ternura. Con amor por la soledad de ambos en este momento en que sus almas estaban desnudas y en contacto, por una experiencia tan preciosa como deshacerse del mundo y centrarse en la llama de, simplemente, ser.
—Kerish. Despierta...—.
Su susurro no se escuchó. El conjuro que había usado antes quizá había sido demasiado potenciado por los objetos que parecieran simples bagatelas, y con todo imbuidos con magia para una alta sortílega. Y había de usarlo tan pocas veces que no lo controlaba del todo.
—¡Dioses, me he vuelto a pasar con el "Hechizo del Sueño Dulce"!—.
Por un instante, se asustó y le tomó la cara, palpando la temperatura de su cuerpo con los rosados pétalos de su boca. Algo hizo que Loreen se detuviera largos minutos abrazando a su invitado, controlando su temperatura por el contacto con sus labios.
Eran cálidos.
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La Dama de la Destrucción
Fantasy~ En la tormenta de los tiempos y la guerra, estaba predestinado que nacería un salvador, que combatiría junto a otros pocos contra la oscuridad y devolvería su equilibrio al mundo. Pero esa esperanza se ha perdido, el imperio se ha fragmentado y lo...