Sucedió algo que no esperaban tras todo este combate en estas cumbres perdidas.
La voz del gigante, profunda y cortante como el viento entre los gélidos picos, pronunció unas palabras quizá de rendición.
—¡Espera! ¡Has vencido, mortal! ¡Giruathr te cede el paso!—.
O de reconocimiento.
—¿El paso? ¿A dónde?—inquirió Zhard, entrecerrando los ojos y con el corazón a punto de salirle por la boca.
—El paso por la cima sagrada. Muchos guerreros en estas eras han subido aquí a por su tesoro, mas ninguno lo consiguió. Llegaban débiles, y esperaba que se rindieran, pero los masacré en justa lid. Vosotros sois los primeros que consiguen llegar y derrotarme. Ahora, el tesoro es vuestro—.
—¿De qué tesoro nos hablas, yote?—gruñó el bárbaro, que no apartaba su espada del cuello del alto monstruo y menos aún se creía lo de "justa lid".
Ahora que su propio cuerpo se correspondía a menos agitación, el pálido nómada de las oscuras estepas sintió el escozor de la herida abierta en su hombro izquierdo, una laceración a la que no prestara cuidado alguno ni mucho menos, entre otras cosas en el fragor de la lucha, una consciencia sobre su propio estado. Sucedía que, como en otras ocasiones, todo su ser se embriagaba del intoxicante toque más profundo de la batalla: aquel en que los cortes y los golpes no se sienten debido a la insana euforia que poseía a no pocos guerreros. Sin embargo, tal dolencia no aparentaba más que ser un rasguño cuando, por el rabillo del ojo izquierdo, le hubiese parecido pocos segundos antes algo más serio que bajaba por su húmero dejando un collar de cuentas carmesíes. A lo mejor, pensaba, sólo era un mal roce contra la roca helada al salir despedido en la pugna contra el coloso de vetusto y averiado yelmo. Nada de lo que preocuparse, salvo un liviano bienestar y una sensación de amargor atenuado.
—Seguidme y os lo ofreceré sin reserva. ¡Sed bienvenidos a la Vigilia de Azhad! Habéis pasado la prueba—.
A una mirada significante del mago, Kerish bajó el arma suspirando permisivamente. Tomaron los caballos, y tras eso, el gigante, que habíase vuelto de espaldas a ellos dos, avanzaba con paso lento entre los desfiladeros que formaban una cañada, dejando enormes huellas montaña adentro con una cortina etérea de bruma que difuminaba su silueta.
Fue Zhard quien miró al guerrero salvaje esta vez y reconoció su potencial. Había dominado a un gigante de hielo sin magia, sólo por la fuerza de las armas. Una gesta que, sin duda, era digna de grandes héroes de un pasado remoto y glorioso pero con final trágico. Sin evitarle la pulla, el mago, más calmado, echó las manos tras la cabeza con los corceles siguiéndoles a poca distancia.
—¿Qué precio tendrás que pagar tú?—.
—Ya lo veremos cuando llegue la muerte a cobrarlo—.
Kerish medio sonrió y el mago se regocijó con una suave carcajada.
El gigante les esperaba con una paciencia de lo más inocua, y al asegurarse que le seguían sin problemas, les guió a través de un sendero que se curvaba unas tres veces entre aquellas rocas de oscuro azulado revestidas de brillante gelidez, como si el paso fuera una enorme serpiente curvándose al reptar. Finalmente, llegaron a una explanada donde se erguía un castillo enorme de piedra, con pirámides de hierro del tamaño de torsos humanos tachonadas en sus muros, antes de las almenas y las torres de madera de las que colgaban carámbanos. Una enorme calavera con colmillos largos pesaba enverdecida sobre la puerta, quizá era de cobre o de bronce, y Giruathr se detuvo informándoles del lugar en el que estaban.
—Estáis en la cima sagrada. Esta es la tumba del rey Azhad, quien fue enterrado con su séquito. Fue aliado de los bárbaros, no recuerdo en qué año ni era, pues tanto tiempo ha pasado que no recuerdo fechas ni amigos. Fui creado por el favor de un dios para ser el protector, hasta que aquél que mereciera ser sagrado con el don en este salón llegara. Siempre vinieron saqueadores, ladrones, y aventureros dispuestos a ganar fama, caballeros de importantes casas dispuestos a probar su valentía o hechiceros que convocaron bestias para perpetrar un asalto. Alguno de ellos en su lecho de muerte hizo un último sortilegio, y heló con paredes y montes de hielo el territorio que tendréis más delante convirtiéndolo en un glaciar. Ahora, es el tiempo de que honréis el sacrificio de todos ellos—.
El mago y el guerrero bárbaro, tras mirarlo con un asentimiento adusto y mostrándose cautelosos sobre aquello que fueran a encontrar, penetraron solemnemente en el interior del último lugar de descanso, que no cerraba una puerta. Todo allí olía a añejo e insepulto, pero el frío se había llevado el gas resultante de la descomposición de sus cuerpos. Un gran ejército yacía sentado de rodillas con sus armaduras ennegrecidas a ambos lados de la sala, una realmente ostentosa y tan amplia que cabían centenares y centenares de personas. Casi se diría que todos ellos rendían pleitesía en una audiencia aun tras la muerte. Ni doce hombres uno sobre otro tocarían el techo adornado con grabados de soles, lunas, constelaciones...
Una tarima tallada en la piedra de la montaña, igual que el resto de la habitación donde cabían todos los efectivos del fallecido rey, de al menos tres mil hombres, se alzaba un metro y medio sobre las negras baldosas que realmente también habían sido formadas en una edad anterior del mundo.
Un gran círculo con una calavera como la de la entrada estaba tallado en el suelo a poco más de tres metros del trono, y en él, se sentaba un rey vestido con sus mejores galas de azul amoratado, un púrpura hermoso que combinaba con los rebordes dorados de su túnica y cambiaba de color según lo conservara la penumbra o incidiera la luz del día.
El rey, al igual que la figura en un trono menor a su izquierda, iba vestido de guerra no obstante, con hermosas grebas y aros para los brazos que yacían ahora sobre sus codos, y antebrazales de armadura. La corona que llevaba puesta tenía cuatro cuernos, uno en cada cardinal, y de ella bajaba un nasal. El negro hierro aún relucía con el efecto del carbón, que al incidir la luz, se mostraba de umbrío plateado.
Los dos aventureros se acercaron a contemplar a los muertos y, en otro asiento de piedra como los otros dos, reposaba una persona más que estaba a la derecha del rey.
Interpretaron que la primera de antes era la esposa, pero todo lo contrario, era el primogénito, ya que la restante osamenta pertenecía a alguien con una corona más pequeña, con tres cuernos, y que llevaba ropas de mujer aunque también usase piezas de armadura.
Sin embargo, pese a la tristeza que el lugar inspiraba, Zhard no presentía mal alguno, pero una gran fuente estaba allí en la esquina izquierda, entre la tarima y un espacio que dejaban los soldados del ejército muerto, lo cual llamó poderosamente su atención.
Cuando fue a decírselo a su compañero, el bárbaro estaba admirando al rey. En la antigüedad, se les enterraba así porque era un gran honor, además de estar acompañado de tan magna guardia póstuma. Aun así, el guerrero salvaje se puso en guardia al notar que algo cambiaba en el entorno: el fuego en las paredes se inflamó como por obra de brujería, pues momentos antes todo restaba en la semioscuridad y las antorchas estaban apagadas.
Kerish recordaba la enseña de la calavera con los largos colmillos, un emblema muy utilizado hace muchas eras tanto por las tinieblas como por los meros humanos: era la señal que llevaban aquellos que daban muerte y participaban de violentas guerras sin temor, pero eran temidos. Cuando el mundo quedó en ruinas tras el sacrificio de los Akei, surgieron los Guerreros de las Ruinas.
Eran héroes del caos legendarios, uno de ellos podía masacrar una legión con pocos guerreros, y aunque no luchaban por la luz ni servían al tenebroso mal, sí era cierto que se inclinaban por la oscuridad en ocasiones en un tipo infrecuente de sociedad y espíritu. Quizá era su fuerza, o su castigo. Para diferenciarse de los adoradores del mal, mataron a un primigenio rey vampiro demostrando así su inclinación y espíritu ingobernable, y usaron su cráneo como enseña a partir de entonces.
No era raro ver a bárbaros con estas enseñas o marcas en sus armaduras o atavíos, pero se trataba de un símbolo que casi nadie comprendía de dónde venía actualmente y eso que Kerish, siendo gladiador, había portado una hombrera con semejante al signo.
El rey allí enterrado, en la descomunal cámara, estaba inmóvil. Sólo era huesos y ropas viejas.
Con todo, pareció que su mano izquierda resbalara del bracero de roca tallada y dejase caer la espada que sostenía, rebotando esta por el suelo hasta llegar a un Kerish en trance. De pronto, vio que los hombres de aquél ejército tenían rostro, al igual que el rey, la reina y el príncipe.
Zhard se acercó al bárbaro, sabiendo al igual que él que había magia implicada en el asunto, y se dejó invadir por aquella sensación. Deberían irse de allí, pero entonces, el mago apreció que la sala estaba más colorida, incluso dorada, y el tiempo no había pasado por ella. El cobre bruto brillaba allí donde el cráneo había sido emplazado, en paredes que ahora no tenían telarañas ni suciedad de eras apelmazando su visión gloriosa.
Los reyes estaban vivos, tenían ojos, piel, y hablaban.
—No sé lo que estoy viendo—susurró Kerish con resistencia a lo que estaba rodeándole sin agresión notable, —Pero desde luego no es lo que nos hemos encontrado—.
—Sólo observa, amigo mío. Estos buenos reyes y guerreros nos están hablando desde el más allá. Honrémoslos como merecen en su última audiencia—.
La reina legó su espada al mago, una espada de hoja ancha y punta romboide, con las guardas en semicírculo remachadas, y el mango encordado en rojo antes de que el dedo meñique de la mano diestra de Zhard diera con el pomo dorado en semicírculo.
El bárbaro por contra empuñaba un sable que a mitad de la hoja se tornaba un rombo puntiagudo por ambos lados, y terminaba en una punta un poco acinturada. El pomo era una calavera de cobre macizo cuyos largos dientes se fusionaban al extremo inferior del mango.
Se miraron el uno al otro, hombre contra hombre, y de sus corazones salió el ardor de la lucha. Ahora no eran un mago y un bárbaro. Eran dos guerreros que se miraban con respeto, y se lanzaron el uno contra el otro, haciendo chocar el acero de sus armas.
Las chispas saltaban cuando Zhard se retiraba y Kerish cortaba el aire hacia sus costillas. Se adelantó, con una estocada al vientre, y el joven del cabello castaño le dio el flanco izquierdo esquivando la puñalada; levantó con su arma la del otro cuyo cabello era de un rubio blanquecino, dando un mandoble de ida y vuelta que buscaba su pecho.
Ni el uno ni el otro sabían por qué estaban luchando exactamente y al mismo, sabían con certeza que la muerte no era el fin de este combate. Se trataba más de una especie de danza, un ritual, algo que les llamaba en esa presencia ante la cual el clangor de las armas y el silbido eran la música más bella de todas. La primera música de la batalla, la preferida de los dioses de la guerra.
El trance sólo les hacía ver mientras en realidad, luchaban a oscuras en una sala llena de esqueletos inertes, escuchaban el júbilo y el jaleo cuando en verdad había silencio, y se batían con dos espadas viejas y sucias cuando las que manejaban ante los que parecían vivos eran lustrosas y gallardas.
Al final, los dos volvieron a cruzar su metal, Zhard la detuvo antes de llegar al vientre del bárbaro, agachándose, y éste se frenó a su vez dejando un golpe hacia la cabeza de su contrario en el que empuñaba la hoja con ambas manos.
La estocada del mago le habría llegado desde el estómago al corazón, destrozando en medio de los pulmones los órganos que interesaría, y la de Kerish habría partido el cráneo del mago hasta llegar al cuello.
Recobraron su conciencia, habían cesado las espadas porque no querían matarse, uno no guardaba en el corazón un mal que traerle al otro, sino virtud y equilibrio. El filo de Zhard tembló suavemente, y la muñeca del guerrero de las estepas se flexionó, imperceptible.
Se miraron, estáticos, y negaron la muerte y el daño apartándose, devolviéndose con los ojos, recíprocamente, la más profunda de las disculpas. No por el ahora, sino por el antes y el siempre. Los reyes aplaudieron, los miles de hombres que se encontraban allí con cascos de hierro y corazas brillantes que asemejaban torsos desnudos golpearon los pomos de sus armas contra el suelo creando un gran alboroto. No estaban furiosos, honraban el sentido de la lucha.
El rey, agitado y alegre, alzó las manos y gritó: —¡No hay mayor pureza en el corazón del hombre, que enfrentar dos amigos y que ninguno mate al otro pudiendo hacerlo! ¡Dos han luchado, y dos han vencido!—.
Entonces volvieron a ser los dos aventureros que eran, conscientes de que habían luchado con sus almas.
Todo allí estaba polvoriento, escarchado y vacío de vida salvo por ellos dos.
Sin saber qué decir, dejaron las espadas con respeto donde las tuvieran sus dueños desde hacía siglos, milenios tal vez, y contemplaron con asombro que ya no ardía el fuego, que el grueso de la mesnada que se hallaba en una parte de la habitación, se había retirado dejando libre el altar sobre el que estaba la fuente. El bárbaro no apreció el asunto de la misma inmediatamente, pero se sintió algo confundido. Como ex-gladiador, sin embargo, supo que en el fondo de su ser había honrado a los muertos con el combate, mas no encontraba razón para seguir allí por más tiempo y abandonó el lugar presentando nuevamente sus respetos al rey, asintiendo con la cabeza en una muda reverencia a un gran guerrero de otros siglos que merecía sin embargo más respeto a su parecer.
El rey Azhad, según la tradición oral de su tribu, fue un hombre de batalla que dominaba por su buen carácter y su poderoso brazo, y bajo su mandato, los bárbaros fueron amigos y combatieron juntos a las fuerzas del mal. A lo mejor, con el venir de las eras y los cambios sobre la faz del mundo, había quedado allí solo y olvidado defendiendo su fortaleza como todo señor de la guerra que se preciara, sabiendo que nunca jamás podría salir. Ni él ni ninguno de los suyos.
Kerish alejó, sin apreciar que el cadáver bajó algo la testa, un gesto leve e imperceptible. Pero quien lo hubiera visto, habría dicho que quizá el rey estaba cansado del peso de su corona, y que la larga barba gris no reflejaba fielmente los años que estuvo esperando que alguien encontrara su última morada y no le olvidase. Con todo, el joven guerrero nómada no lo olvidaría y contaría a su gente qué fue de Azhad y de su última morada.
Así fue como desenvainó su cuchillo, tomando luego de sus enseres en el caballo una escudilla que le haría las veces de plato, y se cortó un mechón de cabello al que añadió aceite inflamable para antorchas adquirido en Lálé. Volviendo a presencia de la cámara donde todos yacían en eterna vigilia, le prendió fuego con pedernal a su ofrenda para sacrificarla a su manera. Era lo máximo que podía hacer por presentar sus respetos.
En su interior, quizá algún día, sabría que la pureza del corazón de ambos como hombres merecía el regalo de la perdida esencia que la humanidad ya no tenía y vivía en el bárbaro a flor de piel, y en su compañero, bajo su máscara frívola y maquinadora.
Por ellos dos, la humanidad merecía el premio que habían alcanzado.
El mago llenó una porción de su cantimplora de agua de la pila, inhumanamente clara, brillante y fresca, y se alejó, mirando de reojo los cuerpos allí en el gigantesco salón.
Afuera, el enorme Giruathr les esperaba sorprendido ante los hechos.
—¡Habéis vuelto ambos! ¿Qué ha sucedido allí dentro, mortales?—.
—Hemos luchado el uno contra el otro. El rey, su esposa e hijo... y luego todos ésos hombres han...—farfulló Zhard.
—"Dos han luchado, dos han vencido". No lo entiendo. ¿Y el tesoro?—susurró Kerish, algo desconfiado sobre las habladurías y lo que su otrora antagonista les prometiera, aunque en realidad todavía estaba asimilando cuanto había sucedido.
—El tesoro. El tesoro para los mortales es la vida que allí fluye—asintió el gigante de hielo.
—Allí sólo fluye muerte y brujería—gruñó el joven bárbaro.
—¡No blasfemes, mortal! ¡Vosotros llegasteis del cielo, de entre los dioses y las estrellas para morar en este mundo y librarlo de los demonios! Pero en el camino, olvidasteis la esencia de la vida que fluía en las corrientes de los dioses, igual que olvidasteis la vuestra. ¡El gran rey la encontró, y la custodió sin siquiera beber de ella! ¡La guardó para el mundo que había de venir sin descansar en la muerte, esperando que un elegido la encontrase tras la prueba y no cayera en malas manos!—.
—¿Y cómo sabes todo eso?—preguntó Zhard, intrigado.
—Estoy hecho de hielo, pero no soy originario de los seres que pueblan los mitos de Aerd ni nada tengo que ver con ellos, pues siendo un espíritu guardián del río que tenéis a los pies de estas montañas, seguí al rey convocado por su honorable consorte. Me ofrecí a luchar por preservar su legado al mundo. Así es, por mí corre la esencia—.
—¿Quieres decir que el agua que había allí dentro no es sólo... algún fluido sagrado?—.
—Es vuestra ahora y de vosotros depende encontrar la forma en que beneficie al mundo—le interrumpió Giruathr.
Bien quedaba claro que aquella "esencia" era el agua en la cantimplora de Zhard. El mago no quería arriesgarse en realidad a dar un trago de aquello, pero si el gigante había bebido años atrás, a saber cuántos, o se había fusionado a su esencia mediante un conjuro...
—Giruathr. Si te doy de beber de la esencia, ¿qué pasará?—le interrogó.
—Sanarás mis heridas y viviré por el tiempo que he perdido. Tal es el poder de la esencia—.
—Entonces sanaré tus heridas. Inclínate, amigo guardián. Vivirás para mantener por más siglos tu valioso cometido—.
A pesar de que el bárbaro les mirara sin comprender ni estar del todo de acuerdo, cuando el gigante de hielo se inclinó, el mago dio un saltito para subir en una de las manos que extendiera Giruathr, la izquierda, y éste le alzó vertiendo el humano agua de la cantimplora hacia la sombra de su casco, donde se abrió una boca azul y blanca.
Un crujido acristalado, y las heridas en la piel del gigante, que al herirse se tornaban hielo desprendido, se cerraron brotando nuevas donde faltara cualquier porción o superficie.
Además, regeneró la mano diestra, la rodilla, y otras lesiones que ya tenía del combate y de antes de él, pero algo le decía al mago que esto no funcionaría del todo igual con un ser humano. Con todo admiró impresionado cuando el gigante le dejó en el suelo con sutileza, y así volvió adentro, rellenando la cantimplora y algún vial que guardaba entre sus cosas en la bolsa de viaje. No se llevó más.
Luego, Kerish, que había permanecido como ausente, miró al guardián al mismo que Zhard lo hacía ya de vuelta con una sonrisa en los labios. El mago abrió un bolsito que tenía a un lado en la cintura, guardando la cantimplora en él como si le cupiera, no ocupando su espacio real; era un objeto mágico que el bárbaro alguna vez le había visto usar para guardar el grimorio en lugar de una incómoda cartera de cuero que de por sí, ya estaba llena con sus otros objetos para el camino. No fue muy consciente de su uso salvo en ocasiones en que lo observaba por el rabillo del ojo al montar y desmontar el campamento, por lo que podía afirmar que no sabía de dónde lo había sacado. Tal vez lo comprara en alguna de sus aventuras o se lo apropiara en Ghaliost.
Como fuera, devolvió la vista al gigante tras mirar al mago, que farfullaba ininteligiblemente para sí, algún sortilegio, y asintió a Giruathr.
—Has de proteger este lugar, gigante, con el mismo arrojo y fuerza con el que nos enfrentaste. Este lugar no debe caer en manos corruptoras nunca—.
—Espero que si alguien viene, no sea tan poderoso como vosotros. Después de todo, sois los únicos que han conseguido hacerme heridas serias y golpearme más de una vez sin morir. Bravos sois, y por ello tenéis mi palabra de honor—.
Deshicieron el camino tomando a los caballos, y acamparon en una covacha donde se resguardaron de los elementos, con el gigante en perpetua guardia cuando todo había oscurecido por completo.
El mago se abstuvo de beber de la cantimplora, sin saber realmente qué pasaría con el agua. Su parte ambiciosa le hacía desear un trago de tan preciada esencia acuosa y pura, pero tenía tres objetivos principales, tres búsquedas que resolver: rescatar a Zarhia de aquél enemigo invisible que la había capturado, investigar el suceso del cráneo y ganar la competición impuesta contra su hermano.
El místico episodio de hoy le había acercado al lado más humano de sí mismo, y a la vez, al más primitivo. Si podía conocer eso y asimilarlo, entonces había crecido como persona y podría entenderse hasta el punto de contar con una fortaleza propia dentro de su ser, urdida a su alma, que quizás le valiera de valioso recurso si llegaba a ver a Alandross. Él era un joven mago criado por una sanadora enloquecida a causa de un accidente, que despertó en ella una capacidad que la abrumaba. No podía encargarse de él. Su padre tampoco, pese a que creía que jamás sería un mago ni que tendría nada en su ser para convertirse en uno que pudiera hacer sombra a ningún rival. Su hermano era la mitad opuesta, y su familia, que provenía de un buen linaje, no tenía mucho apego por él porque los portentos no indicaban favor alguno para continuar su legado familiar.
Por lo tanto, todo lo que Zhard tenía eran ambiciones, duras ambiciones y un camino sin apoyos aún más duro para alcanzar sus metas.
Por un instante, miró al bárbaro que dormía a su lado sobre una estera con una manta por encima, junto a uno de los jamelgos que reposaban tumbados bajo el techo de roca natural de la covacha. Le envidiaba en su despreocupación, en sus habilidades de las que no parecía ser consciente más que actuar por instinto y necesidad como los animales, pero no envidiaba su vida ni sus metas. Seguro que no las envidiaba.
La mañana llegó tras un reparador sueño, y cuando el mago despertó, Kerish ya estaba desayunando un caldo caliente y queso.
Una ollita de campaña borbollaba sobre la fogata de la noche anterior, y el mago se desperezó, siempre sin deshacerse de sus abalorios potenciadores.
—Oye, Kerish. Quiero preguntarte una cosa—.
El bárbaro, callado, ni le miró siquiera. Eso significaba que aceptaba el ser preguntado, ante lo que el mago continuó.
—Últimamente estás raro. Matas, sajas, destripas y rematas como si ello te causara la felicidad. Te has vuelto más fuerte pero también más mortífero. ¿Consideras que el control que ganaste ayer sobre ti mismo es parte de ti o sólo se fue aquello que te hacía sentir disfrutarlo?—.
—No es algo que me haga estar feliz ni triste—murmuró Kerish sin nada más que responder, encogiéndose de hombros.
—Ya, pero me preocupo por ti. ¿Seguro que no tienes nada que contarme?—.
—Ya te dije cuanto debías saber. Tanto si reviento como si le parto a alguien la cabeza, es problema mío. Todo el que se interponga en mi camino, caerá en pedazos—gruñó el joven bárbaro.
—Siendo el bueno, eres el más malo—.
—¿Qué?—.
—No importa. ¡Qué bien huele eso!—.
Zhard devolvió su mente al tema de la sanación mientras se unía a su compañero en el desayuno.
Existían pociones regeneradoras, pero actuaban lentamente y en diferente intensidad. Eran compuestos logrados mediante magia y otras artes combinadas que aceleraban la curación del cuerpo, y en medidas poco igualadas. Tales objetos podían encontrarse en puestos dedicados a vender objetos mágicos o en comercios de lo mismo controlados por algún hechicero o mago comúnmente. El agua sin embargo, había hecho el efecto de una gran poción con efectos inmediatos a un ser como Giruathr, que los acompañaba por un sendero descendente poco visitado en los últimos siglos. Ni había tenido que pasar al torrente sanguíneo, o lo que tuviera, con lentitud ni ser demasiado absorbida, o bien era porque el gigante de hielo estaba compuesto de agua también, ¿quién sabía?
Barajó la posibilidad de que un humano hubiera de absorberla y no contaba con que fuera a la misma velocidad, ni porción, al menos sin tratar. Todo elemento curativo ya fuera fluido o de origen vegetal, debía ser antes estudiado, tratado y procesado para alcanzar sus beneficios, por lo que la parte más racional de Zhard le decía que en cuanto al asunto, era un deber inexcusable proceder con toda la cautela.
Obviamente, también pensó en riqueza, y en un medio más descubierto oportunamente para alcanzar sus fines. Pero lo primero era lo primero, y debía ponerse a estudiar sobre la sustancia. En cuanto solucionara todo lo demás.
Y lo de Zarhia.
Una vez tomado el desayuno, los tres se encaminaron seguidos de los caballos hasta otro refugio natural a la espalda de Vigilia de Azhad al que tardaron en llegar casi todo el día de camino. El tiempo había cambiado sensiblemente pues si bien se mantenía el frío, los vientos no obraban en las cumbres de mismo modo al regalarles una relativa calma. Los animales, cubiertos por añejas pieles que el gigante les hubiera regalado al tomarlas de sus víctimas escamosas, no presentaban gran fatiga si bien Zhard se prestaba a conjurar para ellos (y lejos de Giruathr por suerte) ralentizadas esferas flotantes de fuego que viajaban a su paso. Kerish, acostumbrado al frío aunque menos extremo, se beneficiaba también de la tibieza que irradiaba el sortilegio.
El glaciar que dominaba los Alcianos y que se había formado conforme pasaban los años les saludaba incólume, helado y blanco, silencioso cual mausoleo aguardando su visita.
Giruathr, el guardián, les contó una historia que se desarrollaba en las mentes de ambos aventureros a medida que avanzaban por los restos de un abetal al que se arrimaban ocasionalmente grisáceos pinos, y algún que otro eucalipto de modo que todos los árboles parecieran combados por un maremoto harto violento.
—Sabed, mortales, la historia de este paraje: por varios años mantuve un duelo con un peligroso adversario, llamado Zakháal. Vino para vengar a su hermano, cuyo nombre se me ha olvidado, y hacerse con el tesoro que guardaba la Vigilia de Azhad. ¿Era Tekeltha, o Takaltha? ¡Ninguno de ellos, me temo! Tras mutar mi forma esencial parece ser que obtuve unos beneficios nuevos así como desventajas. El caso es que el hermano de Zakháal, que vino primero, se enorgullecía de su renombre como dominante elemental de hielo, y si bien no le sirvió de mucho para derrotarme en cuanto le detecté al acceder por medios mágicos a esta parte que fuera un bosque más grande, veréis que los árboles congelados que yacen a los lados de esta senda conducen a las paredes de esta gélida montaña desde la que fácilmente podía observar cuanto quisiera. Eso lo hizo él. Preparó el camino para un plan que cumpliría con su hermano por partes, alzando una fortaleza helada al aprovechar el monte para establecer sus fuerzas. En un descuido los destruí a él y a sus hombres una noche en que celebraban apresuradamente un triunfo que no había llegado todavía, y les dio por envalentonarse y provocarme vertiendo insultos, amenazas y orines. No podía escalar esta helada pared debido a mi condición, pero reuní piedras y ramas e hice lanzas que pude arrojarles como dardos con paciencia durante toda la noche, y así los fui eliminando. El último fue Zakháal. Salió a confrontarme y, si bien nuestras fuerzas fueron empatadas, su hermano llegó en el mismo momento en que lo arrojé hacia el interior de la que hoy es su fría tumba. El otro, hechicero y de carácter más suave, se aterró de lo que estaba viendo y me maldijo. Yo lo dejé llorar su pérdida. Pronto supe por sus propias palabras, en uno de nuestros enfrentamientos, que esa noche Zakháal lo había dispuesto todo para su llegada a través de un portal mágico que quedó destruido al arrojar su cuerpo contra el ventanal, que ya no veréis porque la escarcha y los carámbanos lo cubren como una cortina. Por eso festejaban sus guerreros. Pasamos años extendiendo nuestra pendencia sin siquiera darnos cuartel. Gracias a Zakháal, se mantuvo la ventaja de que yo no podía disponer para llegar a su hermano, aunque sin embargo, él era otra clase de hombre de magia: un invocador. Si el primero trajo algunos hombres y se ocupaba de los muros, el otro se ocuparía de más sortilegios siendo de hecho el que lanzara sus bestias a por mí una vez y otra. Con el venir del tiempo, su número ha decrecido, mas aún merodean este ápice de tierras en busca de presas. La favorita, soy yo. Una vez unos muchachos corrieron esa fatal suerte y se precipitaron al vacío antes de que pudiera capturarlos y preguntarles cómo habían llegado a la cima. Aplasté a tres de estas malditas criaturas yo mismo con las manos, y vertí su sangre allí donde los muchachos decidieron acabar sus vidas ante el terror que les aguardaba. También dejé caer semillas y flores para despedirlos y marcar el lugar donde fueron vistos por vez última. No me imagino el dolor por el que debería pasar su familia. Los estragos que en esta cima sagrada han causado los que codician sus secretos son muchos. El hermano de Zakháal, supongo que con los días restantes, abandonó su empresa. Pero dejó a los monstruos que convocara por decenas y que estaban a sus órdenes. Sé que en las entrañas del monte que tenemos la frente se preparaba algo más. Puedo oler la hechicería. Pero como me es imposible vencer mi mismo elemento y no puedo tornar a talla humana, nunca he sabido de qué se trataba. Hoy me conformo con guiaros a través de esta pequeña y peligrosa tierra y contaros su triste historia, y los horrores que trajo por mano de los profanadores. No fueron los únicos que se enfrentaron a Giruathr: lamento también las muertes de varios campeones, pues se nota que no eran hombres malos. Pusieron sus vidas en el empeño y las perdieron luchando con gran valor por una causa que desconocían. Quisiera pensar que habéis dado sentido a su sacrificio—.
El relato del guardián, con pelos y señales, ya les había dibujado la realidad y el por qué de muchas cosas. El dato interesante, desde luego, era el de los dos sortílegos que habían armado un plan para tomar por las bravas la Vigilia de Azhad. Quizás, se decía el mago, ellos tenían pleno saber sobre lo que allí se custodiaba y estaban dispuestos a todo por lograrlo con un esquema a todas luces muy prometedor.
Hasta, al menos, una larga secuencia de intentos antes del desistimiento que al parecer, terminó menguando la voluntad y el interés del que quedara vivo.
—Me resulta extraño, gran guardián, que no hayas tenido noticia alguna del hechicero en todos estos años—se pronunció Zhard ante la duda.
—Supongo que se cansaría. Como dije, el trabajo de su antecesor nos mantuvo muy a la par, ¡y saben los espíritus que hasta perdí un cuerno del casco y me llevé muchos golpes! Eso no me detuvo, y mi empeño por liberar esta cima de su presencia, a él tampoco—.
—A lo mejor se está tomando un descanso—bromeó Kerish encogiéndose de hombros y alzando las cejas, la esfera ígnea lo alumbraba a él, a Zhard y a los caballos con su reflejo entre ambarino y cobrizo debido a su origen conjurado.
—De ser así—convino el de ojos verdosos y cabello platino, —Se lo debe de estar pensando mucho—.
—Como poco más de medio siglo—asentía el gigante, meciendo la recuperada mano derecha, abierta, de un lado a otro sobre el eje de su muñeca.
—¿Y podremos descender por aquí, entonces?—le preguntó el mago al señalar la vía terrosa y surcada de cascotes antiguos de hielo y roca, despejando el curso hacía mucho.
—Es la parte más baja a partir de un trecho—explicaba Giruathr con la enorme espada sobre el hombro izquierdo, señalando con la cabeza hacia la helada fortaleza contra el monte, —Sé que habéis ascendido por medios mágicos, o si no, ¡no habríais traído caballos! Os será más fácil desde allí, entonces. Yo debo volver. Huelo a esas alimañas o lo que queda de ellas rondando las lindes del territorio que se me ha encomendado proteger—.
—¡Volveremos un día, gran guardián!—exclamó Zhard extendiendo ambos brazos, —Sigue custodiando con tu denuedo, hasta ese, día tan extraordinario tesoro e historia, ¡pues será el momento de nuestro retorno cuando la antigua y poderosa sanación deba otorgarse a la humanidad!—.
—Sea, campeones. ¡Mis mejores deseos para vosotros! ¡Adiós!—.
Con sus pesados pasos acelerando en una carrera, el gigante helado acudió a cumplir con su deber. Los dos mortales se quedaron mirando el uno al otro, con las mochilas sobre los caballos y la incertidumbre pintada en el rostro.
—Bueno—carraspeó Kerish echándose las manos al cinto de correas cruzadas, entremetiendo los dedos por ellas y con las yemas de los pulgares acariciando su oval y plateada hebilla, —¿Y ahora qué? ¿Levitación?—.
—Primero, vamos a deshacer lo que otro hizo. Si es hielo mágico, seguramente pueda debilitarlo con fuego mágico. Toma los caballos y prepárate—.
Asintiendo, el bárbaro se hizo con las riendas de los animales y se situó tras Zhard Mareese, preparado para notar esa sensación molesta como cada vez que se realizaba algún sortilegio o existía presencia mágica, contemplando que en efecto, su compañero levantó tras los gestos e implicación arcana a los que recurriera una muralla de fuego, la cual creció desde el helado suelo por la pared recta aunque irregular que debía medir al menos cincuenta o setenta metros de altura. El glaciar fue descomponiéndose con el paso de un minuto y medio, chorreando por los suelos y alimentando los restos humanos que yacían desperdigados, los árboles, las plantas, la tierra que se tornó en fango, descubriendo también hierbas y rocas siendo que con ellas, también llegaba la visión de las obras dentro del accidente natural que tornara en una suerte de castillo.
Gracias a lo que fuera la pared principal, convocada a partir del elemento hielo, se podían advertir las secciones que correspondían a los barracones en la parte alta, una central y extensa donde aún restaban muebles, escollos, y un pequeño laboratorio al parecer. En la zona baja, había dos dependencias, una que estaba cubierta de moho y pajiza podrida mucho menos saludable que las hojas que los corceles hubieran mascado por el camino: tal zona debería pertenecer a las bestias convocadas pues un agujero oscuro llevaba al interior de la montaña donde seguramente tenían su guarida. A su flanco derecho y tras unos enormes portones claveteados, una zona común y un aseo, pero se había perforado la piedra hasta que podían apreciar los dos aventureros que se veía el otro lado. Una vez cesó el conjuro, ya estaban listos para partir.
Sin embargo, la habitación extensa y media llamó mucho la atención de Zhard al derretirse dos torres toscas en las que no hubiera reparado debido a la escarcha acumulada, por lo que se dedicó a investigar la zona junto a Kerish subiendo unos escalones en la parte trasera del complejo.
—Según el yote, la entrada de abajo podría tener más de esas criaturas esperándonos. Yo no me arriesgaría a esperar mucho más—aconsejó el guerrero del páramo.
—Parecen más dispuestos a merodear las tierras que nos rodean. De seguro ya han hecho otras guaridas y abandonado la principal. ¿Qué es eso de "yote"?—le preguntó Zhard a medida que ascendían los peldaños hacia la estancia central.
—Es una palabra que usaban en el pueblo de mi madre para referirse a los gigantes como Giruathr—.
—Interesante, etimológicamente hablando—.
—La familia de mi madre vienen de muchos sitios, aunque no tenemos contacto ya. Usan palabras raras pero las encuentro muy de mi gusto para algunas cosas—.
—¿Como Jrz?—se mofó el mago, intentando producir ese sonido.
—Es Khrd—le sonreía Kerish, corrigiéndole divertido ante un nuevo intento.
Al llegar a la sala entre paredes excavadas, bien fuera por medios humanos o mágicos debido a su sencillez y funcionalidad, contemplaron los restos no sólo de alambiques, sino también mesas con objetos cubiertos por telas, platos con rocas de colores extraños tornadas en minerales o cristal, y estanterías caídas con volúmenes mohosos; sobre todos ellos se destacaba una tarima de piedra de no más de veinte o treinta centímetros sobre el nivel del suelo que presentaba líneas y vértices con puntos cruzados, y una cenefa circular tallada en relieve a la que no obstante cavasen símbolos de al menos medio o un centímetro de profundidad. Un marco de metal ennegrecido se había desprendido desmontando con ello la estructura, y no muy lejos a la derecha, mirando hacia el camino por el que hubieran llegado donde veían a los caballos con la esfera de fuego dándoles calor, se hallaba un cuerpo bajo pilas de libros y tablones de madera.
Acercándose a él con la espada en la mano, Kerish lo examinó detenidamente: sus ojos se habían conservado al igual que una mueca retraída de sus labios, y la nariz podía caérsele de un toque con el dedo en cualquier momento. El cabello y las uñas le habían crecido, pero los huesos de la caja torácica y la espalda sobresalían de forma en una contorsión extraña. Al bárbaro, acostumbrado al rastreo a pesar de no practicarlo como en su patria, se le dibujó la escena en las retinas fácilmente devolviendo la vista hacia la tarima circular que examinaba Zhard con interés renovado.
El muerto habría colisionado contra el marco de aquel elemento en la habitación, por el que seguramente hubiera venido y antes que él su hermano y sus tropas, produciendo un estallido de hechicería que probablemente no causara cosquillas en su cuerpo. Luego, arrastrándose, buscó cobijo, ayuda, mientras su castillo de "aprenda magia de hielo y hágalo usted mismo" temblaba entre rayos y acometidas, para finalmente morir con medio cráneo hundido por el cuello en su propio torso. Los vestigios de lo que fuera una vez una túnica amoratada y rebordes con signos dorados aún cubría sus manos y piernas. El choque debió ser brutal, empeorado con los efectos sortílegos desencadenados al dañar aquella cosa de piedra y metal.
—Es un círculo de teleportación—declaró el mago, volviéndose hacia Kerish.
—Y éste es el hechicero—respondía a su vez el de oscuros ojos, incorporándose y señalándolo con el espadón, —Parece que estamos viendo el final de un largo combate—.
—Así es, amigo mío. Su relato nos ha ayudado a entender, más que nada, los medios por los que aquel par pretendían asaltar la Vigilia de Azhad. Les llevó bastante tiempo y dedicación organizarlo todo, ¿sabes? Estaban muy decididos a lograrlo, tanto que se buscaron la forma de utilizar el antiguo saber arcano para los círculos de teleportación de piedra, modificando su energía y propósito esenciales para convertirlo en un portal—.
El bárbaro, a pesar de los prejuicios civilizados, comprendía casi a la perfección de que estaba hablando porque sabía que todas las cosas pueden transformarse en otras con magia o por medio de otras artes menos conocidas en ese aspecto. Giruathr, por poner un ejemplo reciente y cristalino, era en origen un elemental de agua hasta recibir el don que se le otorgó tras ser convocado y modificado por la reina de Azhad. No era lo mismo que convertir el cobre y el estaño en bronce, pero se trataba casi del mismo fin. Emplear los conocimientos y desempeño de un antiguo instrumento de translación para volverlo una fisura entre distancias, era más de lo mismo y también muy ingenioso, aunque poco probable de volver a reproducir dadas las circunstancias.
Una vez más y complacido con su descubrimiento, el mago asintió yendo a comprobar el marco de metal y los grabados, diferentes y entretejidos a reproducciones de los glifos en el suelo.
—De ese modo podían traer ropas y materiales. Puede que el segundo hermano, al verse corto de personal, hiciera por traer a los monstruos escamosos empleando la magia del portal para conectarlo al lugar del que los extrajera. Eso le habría ahorrado la mitad del esfuerzo pero, como ya hemos visto, no sirvió para mucho. Si lo hubiera conectado para retornar a casa, ¡otro gallo habría cantado! Y no, no lo hizo. Se empecinó en acabar lo que había empezado hasta agotar todos sus recursos. Quizás no se pensaba lo de dar la vuelta. Murió aquí, dejándose todo por lograr lo que quería—.
—A veces el fin no es lo que debes perseguir por todos los medios, ¿eh?—.
—No siempre, Kerish. Desde luego la lección que podemos aprender es esa: no siempre—.
Tras unos segundos de introspección por parte de ambos devolvieron la mirada hacia los caballos. El guerrero salvaje se echó la espadona al arnés y dijo, con tono calmado y relativamente perezoso:
—Una lástima que este cacharro esté roto. No confío mucho, ya sabes, pero podría habernos servido para volver al valle—.
—El marco que facilitaba la energía del portal, sí, ¡pero aún podemos hacer funcionar el círculo! La única pega es que no sé dónde acabaremos. Quizás si lo activo y me sintonizo con su firma arcana, pueda localizar un punto de destino. Nunca lo he hecho, pero en teoría debería ser sencillo—.
El bárbaro no se fiaba demasiado de esta conclusión, y aun así, si Zhard lo decía, era porque podía hacerse y los dos eran parte de ello.
—Vale, pues si crees que puedes lograrlo, yo confío en ti—.
Tales palabras insuflaron ánimo al mago, quien le sonrió posando las manos en el disco de piedra tallada y tras cerrar los ojos, hizo por insuflar energía mágica en tan rudimentario objeto. Los surcos fueron rellenándose poco a poco, primero unos, luego otros entre las líneas y cruces como si se vertiera agua luminosa desde diferentes puntos. Luego, tal que si fuera por inyección, la superficie de la piedra fue llenándose de marcas que emitían un resplandor azul verdoso y difuso, intermitente a veces.
Hacía mucho que no se usaba, pero contenía restos de otros materiales reactivos que se necesitaban aunque en menor cantidad, eso sí, para activar el marco. Cosa que no les hacía falta pero que podría haberles sido beneficiosa de poder descubrir cómo emplearlo. Con sus dotes sortílegas, Zhard Mareese ahondó en la esencia del círculo de teleportación visualizando un viaje por muchos rincones a una velocidad cada vez más atropellada, apenas percibiendo una vía u otra como imágenes que nunca le daba tiempo a ver del todo a no ser que se detuviera en seco. Muchos de estos sucesos le obligaban a cabecear y negar con frustración, porque a efectos mágicos era como dar contra una pared invisible y darse un golpe. Aun así, no frenó por nada sus intentos y halló una única vía, que se abría ante él tras la hierba y un sendero de tierra seca y agradable al sol de la tarde, entre unas columnas antiguas pero que se mantenían en pie. Podía oír agradables cánticos y voces suaves y dulces, devotas, cristales tintados y personajes creados en ellos.
Y allí, ¡allí estaba! Una cúpula y bajo ella, escalones de losa blanca como el hueso, un altar de mármol y ante él, una suerte de brumilla coloreada que tiraba de su pensamiento y parecía corresponderle con sincronía.
—¡Prepárate, Kerish! ¡Nos vamos ya de aquí!—.
Y disponiéndose al viaje y con los preparativos oportunos una vez el círculo refulgía vivo y pulsante como un corazón, abandonaron Vigilia de Azhad para llegar a su destino.
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La Dama de la Destrucción
Fantasy~ En la tormenta de los tiempos y la guerra, estaba predestinado que nacería un salvador, que combatiría junto a otros pocos contra la oscuridad y devolvería su equilibrio al mundo. Pero esa esperanza se ha perdido, el imperio se ha fragmentado y lo...