XXXVIII ~ Asaltando al enemigo.

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Una nueva colina les indicaba por su posición que la ruta a la que debían dedicarse no tenía pérdida.
A la derecha, un sendero discurría entre la arboleda de oscuro tono y brazos nudosos, como manos extendidas por agonizantes o rabiosos afligidos. No era por allí por donde debieran pasar sino avanzar un poco más aquellas rocas que aparecían como por sorteo en su senda, y les mostraban al flanco contrario tierra húmeda y bajas brumas. Por unos segundos, Zhard Mareese temía otra trampa como la que tuvieran que sortear y no poder hacer nada por medios corrientes, y recurrir entonces al músculo y la mente en la estrategia y el combate. Estos conocimientos adquiridos, se decía a sí mismo, le serían útiles si un día lograba salir de esta situación así como obtener lo que deseaba, alcanzar aquello que se proponía; mirando al presente pensó en conducir a su grupo lo más discretamente posible a través de ramales espinosos, zanjas que se asemejaban a ensangrentadas encías. El bosque aquel, de aspecto tan lúgubre, tenía el rasgo de combarse para permitirles el paso o cernirse sobre todos ellos según por donde lo transitaran, y no aparentaba tener fin a pesar de que se veía más despejado al fondo.
El sol se oscureció debido a una pantalla nubosa a la que el viento no tenía a bien apartar, o al menos, no lo hacía con mucho ánimo o prisa. Unos escalones trabajados en la tierra arcillosa con leños formando su cimiento, les daban la bienvenida a terreno más elevado. Los árboles en esta zona tenían las ramas más esparcidas, y de ellas colgaban todo tipo de hierbajos y flores que por algún motivo, el joven de piel bronceada recordaba de sus días de clase en Ghaliost. Por suerte, sin un tratamiento concreto o una ingesta inadecuada, no causarían locura ni adormecimiento o parálisis leve o moderada, ni tampoco alucinaciones. Convencido de su propia misión y de que cualfuere la dificultad la salvaría, una punzada de duda aquejó a Zhard teniendo en cuenta la infrecuente flora de pistilos fucsia vivo que crecían al modo de los juncos, pero se demostraban casi como peines de bolitas totalmente inofensivos, o las estrelladas flores de pétalos negruzcos que poseían un reflejo púrpura desde espinosas enredaderas, las cuales parecían vampirizar los árboles. Se preguntaba si Sarúvách Sadova, el sacerdote loco, no conocía ya sus usos. De ser así, se trataba de una desventaja que lo convertiría en un rival aún más peligroso.
Tan pronto como ascendieran esta primitiva obra con cautela y usando de cobertura los troncos a los lados de su ascenso por los peldaños, Kerish, que estaba al lado derecho del señor de Zhalama junto a Ibo y Otine por recomendación de Ëirim cuando se formaran las posiciones de batalla y avance, contuvo el aliento al contemplar lo que se componía ante sí al apartarse la neblina: tras un tortuoso lecho limoso que describía una serie de afilados cursos curvos, un riachuelo de denso rojo como la sangre misma anegaba el tramo hacia otra altura más entre tocones desgarrados por algo natural. O no tanto. Más flores extrañas crecían como parasitando otras especies vivas de vegetales, ejerciendo como sus guardianes más dañinos, pero abriendo la senda escarlata al corazón de este lugar maldito.
Aún restaba subir esa nueva altura, que debía medir al menos medio metro entre tierra, piedra y restos de ennegrecida madera podrida y apilada formando un embalse abominable.
—Y por eso se llama la Ciénaga Devastada—resopló el joven bárbaro con ese aire de sorna que le caracterizaba a menudo.
Danndán fijó los ojos en el que hacía de escudero para el mago que ocultaba su identidad real, y señaló más alante entre lianas y bruma, negando con la cabeza: —Me temo, amigo Kerish, que se trata de mucho más que eso—.
Obvio que tenían las armas prestas y también el valor, pero aun así, hallar allí una suerte de pilares con vetas grabadas en la roca misma tirados por doquier igual que palillos les impresionó. Aquel fango sangriento estaba por todas partes.
—Esto debía ser otro lugar de culto—constató Zhard, llevándose una mano al mentón, —No hemos parado de encontrárnoslos a lo largo del camino. Y qué casualidad, todos o casi todos han sido abandonados o destruidos—.
Luego de un suspiro, siendo enviados Dahgha, Vaakara, Kerish y Hcàrai por la paladina, el hechicero le dijo: —Mi señor, hacéis bien en sospechar una trama, y sobre ella quizá podamos arrojar teoría—.
—Desde luego, al resto nos gustaría oírla—convino Ëirim.
—Bueno, Danndán, ¡lo cierto es que no consigo explicarme tampoco mucho sobre el tema!—.
—Y es lo normal, mi señor, ¡todos esos lugares de culto convivían cerca de una fuente pero no convivían en el tiempo! Es decir, de misma forma que las personas tienen meridianos energéticos que replican en cierta medida la influencia del universo, hay lugares como os mencionara anteriormente que denotan la de esa energía. Es muy posible que los antiguos moradores de estas tierras los tuvieran en cuenta y lograran acertarse sobre ellos con mayor o menor éxito, si bien con los siglos cada comunidad ha contribuido con nuevas formas, mancias, y examen del fenómeno. Es de interés señalar que, además, de unas generaciones a otras, se ha compuesto un circuito—.
—¿Pero para qué? Y lo más importante, ¿por qué motivo se habrían desmantelado la mayoría de esta manera?—se interesó Zhard, negando con la cabeza y viendo que los cuatro de antes volvían sin avisar de presencia enemiga.
—Los lugares de culto siempre contienen el poder, o parte de él y la esencia para la que se crearon, aquella que les fue otorgada por sus creyentes y adoradores. Suponiendo que nuestro actual enemigo haya sido el responsable, está claro que su fanatismo llega a tal extremo que los rehúsa sin escrúpulo—.
Con el sable corto en las manos, Ëirim sonrió fijando la mirada en sus compañeros de avanzada y en los pilares caídos. Alguno quedaba en pie, con la punta que lo coronaba señalando diagonalmente el plomizo cielo y la pálida moneda en que se hubiera convertido el sol.
—Cree tanto en su blasfema causa que desdeña lo que le podría beneficiar por pequeño que sea, mientras no sea afín a sus creencias—.
—O es que tiene algo más grande—gruñó Kerish sin reparo alguno.
—¿Como qué?—negó extrañado el de cabellos canos y ojos verdosos, pero era más una pregunta para sí mismo que para sus compañeros.
El Kashi se sumó a su empleador y su jefa de combate, asintiendo con emoción:
—Hemos avistado el campamento. Hay varias tiendas y chocillas, pero si los cogemos por sorpresa como en vuestro plan, mi señor, ¡los eliminaremos de una vez por todas! Venid. Os lo mostraré—.
Y allí lo tenían: ante la aserrada mole del Caráik, los matorrales y los árboles se cedían a una suerte de pequeños huertos y unos postes con cordones atados en lo alto, muy parecidos a los del principio de su territorio marcado, de los cuales colgaban todo tipo de fetiches, desde cuentas de madera adornadas con dibujos de líneas y ondas hasta antiguas joyas de cobre, huesos humanos y animales, y algún que otro pendón con una franja roja y otra negra. Los colores eran muy parecidos a los que usaban los Styrganos del norte, y eso a Kerish estuvo a punto de robarle la cordura. Por otra parte, había otros tantos de otras nacionalidades que desconocía, y borlas de muchos matices, presumiblemente artesanales y por lo tanto de fabricación propia. En lo alto de los postes, el consabido cráneo humano como advertencia o símbolo de poder. Trazando un círculo en las inmediaciones del campamento, el cual se divisaban vacías calles irregulares entre las tiendas de telas variadas y algunas rústicas y pequeñas cabañas, esta delimitación significaba que las lindes de los dominios de los fanáticos bandidos habían sido transgredidas hace no mucho por las huellas de otros, posiblemente antes de hacer lo que estaban haciendo arrastrando a algunas personas.
—Están todos reunidos, mi señor—asintió Hcàrai aferrando el pequeño escudo cuadrado ante una atenta Ëirim con sus dos espadas de un filo ya en las manos.
Preguntó Byngue: —¿Atacamos ya, señor?—.
El bárbaro de las Tierras de la Noche miró a Zhard y le puso la mano izquierda sobre el hombro derecho, negando con la cabeza. Se puso el dedo índice de la contraria sobre los labios y luego lo llevó hacia una de sus propias orejas, abriendo la boca y mirando hacia el suelo de forma extraña.
—¿Y ahora qué está haciendo éste?—inquiría la ballestera con expresión de amargura.
—Kerish escucha algo, mi buena ballestera—le aclaraba en voz queda su empleador de ojos verdes.
—También. Dahgha oye—gruñó el Kôtan, inclinándose con las manos sobre la hierba y dejando el arco en el suelo, mostrando una funda cruzada para cuchillo tras la cintura y con el pequeño carcaj de tubo colgándole de la cintura por una tira que le cruzaba el torso.
La espada-hacha no quedaba lejos ni tampoco lo que oía, que si bien no alcanzaba a identificarlo, no le gustaba para nada a juzgar por la mueca que hizo bajo la capucha. El sonido creció en intensidad y no les extrañaba que no hubiera patrullas cerca.
—¡Es un rito, mi señor!—le apremió Danndán al lord de Zhalama, —Desconozco la lengua pero seguro que lo es. Además, noto que el ambiente se conmociona y que la tierra misma parece acusar el paso de las energías que cruzan estos caminos—.
—Entonces, hechicero, ¡debemos prepararnos!—.
Tras esta firme conclusión por parte de su compañero de fatigas, Kerish invaginó los labios haciendo un gesto con la mano para que esperasen, y poniendo la lengua entre ellos al sentir la incomodidad de la brujería surgiendo en el aire, cerró los ojos por un instante, concentrándose. Parecía saber lo que estaban diciendo pero no del todo, ya que el significado se le escapaba.


La Dama de la DestrucciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora