Aula de pociones

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- ¡Sí! – exclamó una voz. Una voz que provenía de una mujer siendo embestida continuas veces por un hombre de la manera más pasional, terrenal y jodidamente perfecta de su vida. No sabía como habían llegado a las mazmorras, y tampoco como se habían adentrado en la antigua aula de pociones del profesor Snape.

Un aula sucia, llena de pociones viejas, algunos frascos quebrados en el piso de piedra húmeda la hacían lucir abandonada. No tenían miedo de ser descubiertos, esas zonas eran muy poco transcurridas por el colegio de magia y hechicería más importante del Reino Unido y podía atestarse que del mundo. Hogwarts.

Una mano estaba estampada en la pared de piedra, clavaba sus uñas con fuerza para intentar disipar el placer que se expandía de su cuerpo y arrasaba todo a su paso. Las embestidas que recibía eran descomunales, con fuerza, sin ninguna pizca de cordialidad o delicadeza. Él la sostenía por las caderas, el vestido que tanto le había costado elegir para esa noche estaba encima de su trasero, reposando en su espalda, su embestidor había subido la falda y rasgado sin ninguna consideración sus bragas, pero vaya que no le importaba.

Ella movía sus caderas contra su miembro, necesitaba sentirlo más, si es que podía aquello concebirse, quería sentirlo hasta lo más profundo de su ser. Una empalada digna de ser contada.

Emitió un grito agudo cuando sintió una mano tomar su seno derecho con fuerza, apretándolo y haciendo que ella se aferrara a su cuello, la boca del hombre besaba y chupaba su cuello con frenesí, la otra mano paso a su boca, tapándosela, ahogando el segundo grito que iba a pegar sin control, estaba olvidando donde estaba, pero es que estaba al borde del tercer orgasmo esa noche.

- No grites – ordenó una voz ronca y gruesa, demasiado ronca. Estaba excitado, aguantando las ganas de acabar en ese instante, por eso había parado las embestidas y se estaba dedicando a tocar e indagar su cuerpo, explorando el sudoroso cuerpo femenino que tenía presionado frente a él, moviéndose en círculos, incitándolo a seguir – ¡voltéate! – ordenó de nuevo. Era demandante, exigente y ella nunca lo había visto con ese brillo tan metálico en sus ojos. Obedeció y enfrentó su mirada de plomo, el mercurio líquido que la embargaba y la hacía humedecerse más de lo que ya estaba.

Él la tomó por lo muslos y la arrinconó al viejo escritorio, sin reparo sacó el costoso vestido carmín del cuerpo de aquella dorada mujer. Estaba completamente desnuda ante él, la devoró con la mirada, una mirada hambrienta que clamaba por más.

Su tonalidad de piel era dorada, como el oro que un día representó a su antagónica casa. Sus labios eran carnosos y ahora, inflamados y húmedos por todos los besos que habían recibidos, sin pensarlo la besó otra vez, succionando su labio inferior, adentró su lengua con furia, danzando con la de ella en un baile mortal, un baile de poder, donde ninguno se daba por vencido. Si hubiera sabido antes que esa mujer besaba como lo hacía, la hubiera besado años atrás.

Sus ojos mostraban la misma fiereza que antes y podía arriesgarse a decir que más, lucía más viva que nunca, arriesgada, valiente, insolente e insoportable, pero vaya que podía aguantarla. Era una fiera, era un honor a sus apodos, todos y cada uno de los apodos que ella había recibido en su vida, sin embargo, ahora, haciendo lo que hacía y viendo como lo hacía tenía que colocarle otro. Inalcanzable.

Su nariz respingada y fina estaba expandiéndose y contrayéndose, intentando regular una respiración que no se compensaba por culpa de él, quien la besaba sin tregua, sin descansos para tomar oxigeno.

Su cabello lucía como antes, el moño que seguro le había costado mucho tiempo haberse hecho estaba arruinado, sus bucles se esparcían por sus hombros y nunca en la vida le había parecido más sensual que ahora. ¡Por Salazar! Podía acabar de tan solo verla, detallarla como lo estaba haciendo en ese momento. Escudriñando cada poro de su cuerpo, cada lunar que adornaba su lienzo dorado.

MustelidaeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora