Epílogo

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La lluvia hacia vibrar el vidrio de la ventana de forma siniestra.

El resplandor de los relámpagos lo hicieron temblar. Necesitaba ser fuerte, hacer sentir orgulloso a su padre, quien le repetía constantemente la importancia de la valentía, así que, huir no era una opción esa noche.

Un nuevo relámpago acompañó un vendaval que lo hizo brincar sobre la cómoda colcha de su habitación, fue inevitable frenar el grito que escapó de su garganta repleto de temor.

- ¡Papá! - Olvidó el mantra que había decidido repetir en su mente. La tormenta fuera de su habitación parecía querer torturarlo. Un odio personal que no tenía sentido, sin embargo, era evidente.

No pasaron ni 5 minutos cuando los pasos rectos, pero ligeros de su padre se escucharon aproximarse a su habitación.

- Lo siento, pero he tenido mucho miedo. - Se excusó. Intentó mostrarse tranquilo, pero el sonido del trueno hizo vibrar toda su piel. Sus ojos se humedecieron sin poder evitarlo.

- Estaba bastante asustado también, esta tormenta parece querer destruir nuestros tímpanos. - el humor relajado de su padre fue contagioso, tanto que, el próximo relámpago no lo hizo respingar.

- Lamento tener miedo siembre, sé que quieres que sea valiente, pero tengo mucho miedo. - El puchero de sus labios era enternecedor. Sus ojos perlados con destellos ámbar brillaron gracias al relámpago que iluminó toda la habitación. Sus mejillas enrojecidas eran características de las emociones que se desparramaban.

Su madre siempre las alababa. Decía que era la manera más dulce de demostrar cuando estaba triste, emocionado, asustado o enojado. Pero él odiaba ser tan transparente, incluso cuando luchaba para ocultar sus emociones, estás se esparcían de su interior como un grifo sin cerrar. 

- La verdad es que antes odiaba las tormentas tanto como tú... - La voz del hombre adulto captó toda la atención del niño. Sus pequeños ojos se abrieron de par en par, interesado de pronto en lo que diría su padre. Siempre había considerado a su papá como un hombre en exceso valiente. 

- Mamá dice que eres muy valiente... - Un bostezo acompañó las palabras del pequeño. Tenía aproximadamente unos 5 años. Un cabello castaño claro caía sutilmente sobre su frente, bordeando atractivamente el arco de sus ojos claros. El hombre sonrió ante las palabras de su hijo. 

- Tú mamá siempre dice cosas para que nos sintamos bien... 

- Pero papá, yo también lo creo... - Completa honestidad. El adulto se acercó hasta el borde de la cama de su hijo, colocándolo en un rápido movimiento sobre sus piernas. Una caricia en la mejilla del chiquillo hizo que sonriera tontamente. 

- Tú mamá es la valiente, es la ministra de magia... - El niño asintió orgulloso. 

- Pero tú eres el ministro de educación mágica internacional o algo así... - El hombre alzó sus cejas sorprendido. ¡Joder con su pequeño hijo sabiondo! Con tan solo media década ya sabía con detalle a lo que se dedicaba, ni siquiera él mismo a veces recordaba todas las responsabilidades que tenía. 

- Eres un sabiondo como tu madre, ¿lo sabías? - El niño carcajeó. Asintió ante sus palabras y se acurrucó bajo su pecho, sintiendo de pronto el sueño que lo había abandonado por la tormenta regresar. - Eres igual que tu madre... - Susurró. Meciendo suavemente el pequeño bulto que comenzaba a pesar más sobre su regazo. 

No pasó mucho tiempo para sentir que había vuelto a dormirse, las pesadillas y el miedo habían terminado. 

Lo colocó con cuidado sobre su cama, sonrió al darse cuenta que, aunque era un sabiondo, testarudo e irreverente niño, tenía los gustos exquisitos de él. Su cama estaba cubierta por una oscura sábana verde esmeralda, además de un edredón plateado con una serpiente en el centro. Sonrió de medio lado al darse cuenta que la mezcla que habían hecho había sido realmente perfecta. 

Le dio un suave beso en la frente y salió de la habitación. 

- Deberías dejar de hacer que mi hijo sea un insoportable comalibros... - La aludida volteó el rostro para encontrarse con unos ojos mercuriales que conocía perfectamente bien. 

- No me quejó de su mal gusto, así que no te quejes de su inigualable intelecto. - Bufó. Sonriendo cuando el hombre se quitó la camisa, acercándose como toda una serpiente hasta el borde inferior de la cama, viéndola desde la altura. 

- He pensado... - Un risilla cínica se le escapó a la mujer. - Hermione... - advirtió. La carcajada se hizo presente, llenando gradualmente toda la habitación. 

- Lo siento, cariño. Continua. - Instó. - Draco... - Insistió al ver el ceño de Draco formarse. 

- Creo que quiero otro hijo. 

- O hija... - Corrigió. 

- ¿Tú también? - La radiante sonrisa que empapó el rostro de Draco fue suficiente para que Hermione asintiera. 

- Las cosas se han calmado, Scorpius está creciendo velozmente y ya me ha pedido una hermanita... - Draco comenzó a descender su pantalón de pijama. Dejando libre una erección preparada para crear descendencia. Hermione no se quedó atrás, con la misma sonrisa que Draco tenía en su rostro, la castaña se arregló sobre la cama, flexionando sus piernas para que la serpiente pudiera ver su centro. - Tú trabajo también está más tranquilo, ¿cierto? 

La mano de la castaña descendió sugestivamente por su vientre hasta llegar a uno de sus muslos, rodearlo y acariciar su centro. 

- Vamos a practicar hasta que tengamos resultados. 

La sonrisa de ambos desapareció cuando sintieron que la temperatura había subido demasiado en sus cuerpos y en la habitación. 

Era momento de crear una nueva vida, o al menos, disfrutar el proceso de hacerlo. 

No tenían apuros, bueno, lo tenían, pero era una apuro diferente el que ahora consumía sus entrañas. Estaban calientes con tan solo verse. 

Hirviendo con escuchar sus suspiros. 

Derretidos al fundirse en el cuerpo del otro de la manera en la que sabían hacer. 

Hermione arqueó su espalda cuando sintió la intromisión en su cuerpo. 

Draco mordió su labio inferir cuando la leona apretó sus paredes inferiores. 

El fuego no podía apagarse ahora, no después de haber erradicado las amenazas que un día estuvieron cerca de separarlos, esa pareja extraña que se había forjado de forma irrompible. 

Las cosas por fin parecían estar bien, y si se torcían, ellos se encargarían de enderezarlas. 

Por algo Hermione era la ministra de magia. La mejor en siglos, afirmaban algunos. La descendiente de Morgana, decían otros. 

Draco se había convertido en el increíble ministro de educación mágica. Empeñado en promover la educación que formaría a los magos que el mundo realmente necesitaba, olvidando las banalidades educacionales que un día oscurecieron su sentido común. 

Todos afirmaban estar sorprendidos por el temple que el joven ministro tenía con respecto a las normas educacionales, todas hechas por y para el bienestar estudiantil, antes que cualquier otra cosa. 

Las cosas habían mejorado, definitivamente lo habían hecho. Se podía confirmar con tan solo escuchar los gemidos de una pareja entregándose amor sin fronteras, al escuchar los suaves ronquidos de un niño criado por la regla universal del amor y respeto, y por último, podías notarlo cuando las barreras que un día existieron entre las casas de un colegio dejaron de importar. 

Porque en el nuevo mundo educativo. Las casas habían desaparecido, entendiendo que las cualidades no servían para dividir sino para coexistir. 

- Te amo... - el eco de la confesión se confundió con los jadeos que ambos profesaban en ese vaivén candente que consumía todos sus sentidos. 


- FIN - 

MustelidaeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora