¡Bendito sean los lunes!

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Los besos se intensificaban cada vez más. El rubio dominaba la lengua de la castaña, acariciaba sus muslos tersos y subía más la falda de tubo por sus piernas. Gruñía contra sus labios cuando sentía el vaivén demoledor que esa condenada bruja hacía con sus caderas contra su abultada entrepierna.

- Granger – llamó con voz ronca y ahogada, si esa mujer seguía moviéndose así, se correría y eso sería un golpe bajo contra su masculinidad.

- ¿Hmm? – preguntó con una sonrisa traviesa. Nadie podía pensar que esa remilgada mujer, honesta, seria y muy discreta era tan salvaje y es que ni ella misma lo sabía. Con Ron jamás había sido tan atrevida, ¿ella hacer esa clase de cosas en la oficina? Jamás y menos en una que no fuera de ella. ¿Qué diría el ministro? Al diablo el ministro. Estaba al borde del colapso, un roce más e inundaría al rubio. Estaba muerta de placer, sentir las manos grandes de él apretarla contra su atlético cuerpo la desquiciaba, sus labios succionar los suyos, su hábil lengua danzar con la suya y domarla en un beso dominante que la tenía cada vez más mojada, la hacían perder el juicio. Qué bien se sentía estar empapada.

- Si sigues así, me voy a correr – advirtió en un gruñido. Y ella recordó algo, algo que había querido hacer la otra noche, pero que las escasas fuerzas que sentía no le permitieron. Separó sus labios de él, deteniendo el beso y miró sus gestos. La mirada del rubio estaba oscurecida, pero brillante, anhelante por lo que pasaba, su respiración descompensada y su cabello desordenado por las caricias que ella le regalaba.

De un movimiento se paró del mueble y lo miró con la ceja levantada.

- ¿Qué haces? – preguntó confundido. ¿Acaso se estaba echando para atrás? Joder si eso era así, estaría tentado a conjurar una de las imperdonables.

Pero la castaña tomó las solapas del blazer y se lo sacó, dejándolo tirado en el suelo. Desabotonó su camisa y la dejó encima del blazer, se movía como una gata en celo, no, como una leona hambrienta, a punto de atacar a su presa y devorarla. Draco relamió sus labios cuando la vio mostrar ese sostén de encaje negro que hacía resaltar sus senos de una manera pecaminosa, estimulando su creciente bulto aún más.

La ojimiel pasó sus manos sensualmente por sus senos cubiertos, acarició su vientre descubierto y llevó sus manos hacia atrás, hacía el broche de la falda que soltó rápida, pero sensualmente frente a él, dejando que bajara por sus piernas con ayuda de sus manos. Allí estaba ella, con lencería negra de encaje, una piel bronceada que le hacía honor a su apodo de chica dorada, el cabello libre en rizos castaños con destellos dorados, igual que sus ojos; los labios entreabiertos, sonriendo jodidamente sexy, mirando atenta la entrepierna del rubio.

- Estás buenísima – afirmó el platino comiéndosela con la mirada, ella sonrió de manera inocente. ¿Cómo podía ruborizarse cuando ella era la que lo estaba seduciendo? Pero si, ella a pesar de estar seduciéndolo de una manera más que satisfactoria estaba arrebolada por la osadía que suponía hacer todo lo que estaba haciendo en ese instante.

Ella jamás daba el primer paso, nunca había sentido tantos deseos de sentirse llena por un hombre como ahora que lo miraba con el pantalón apretado en su zona más varonil, su camisa antes impecable ahora estaba arrugada, la corbata hecha añicos y su saco olvidado en el suelo en algún momento se lo había sacado, pero ahora no recordaba. Ese hombre la estaba volviendo una ninfómana y le encantaba. Ascendió su mirada por su torso, su cuello que mostraba la manzana de Adán bajando y subiendo, su mandíbula tensa, una sonrisa prepotente, sabedor de lo buen amante que era y lo excitada que la ponía, y sus ojos, benditos ojos llenos de lujuria y pecado.

Bendito él.

Se arrodilló ante la mirada expectante del rubio y gateó hasta ponerse entre sus piernas, quedó hipnotizado, jodido trasero cubierto por encaje negro, se veía tan voluptuoso y... mierda se iba a correr si seguía detallándola así. La castaña separó sus piernas con lentitud, quitó ambos zapatos de sus pies y llevó ambas manos hasta la hebilla de su cinturón, sus manos temblaban, pero no fue excusa para no cumplir la tarea que anhelaba hacer.

MustelidaeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora