c a t o r c e

884 52 20
                                    

Mike aparca frente a la residencia con la precisión de un cirujano, como si quisiera demostrar que hay algo en su vida que sí puede controlar. El motor del coche se apaga, pero el silencio entre nosotros se queda encendido, vibrando como una cuerda tensa que nadie se atreve a cortar. Me aferro al tirador de la puerta, lista para escapar, cuando su voz me detiene.

—Alisa, espera.

Su tono no es el de siempre. No hay rastros de burla ni ese toque juguetón que a veces me hace querer lanzarle algo pesado. Es... ¿serio? Giro la cabeza y lo miro, tratando de no pensar en cómo la luz tenue de la calle perfila su mandíbula de una manera ridículamente perfecta.

—Quiero pedirte perdón —empieza, con esa pausa dramática que parece innata en él.

Alzo una ceja.

—¿Por qué exactamente? ¿Por meterme a la fuerza en un ascensor, por besarme o por arruinarme la noche con un ataque de claustrofobia?

Él frunce el ceño y se pasa una mano por el pelo, despeinándolo aún más. Fantástico. Ahora tiene el aspecto de alguien que sale en anuncios de colonias caras y dice cosas como vive intensamente.

—Por todo —dice, finalmente—. Sé que a veces... bueno, la mayoría de las veces... actúo como un idiota.

No sé si quiero reírme o golpearlo por lo obvio del comentario, pero me quedo callada, esperando a ver a dónde quiere llegar.

—Lo del ascensor... no debería haber pasado —se aclara la garganta, como si la disculpa le estuviera arañando la garganta al salir—. Fue impulsivo, y yo... no debería haberte puesto en esa situación.

Por un segundo, suena tan genuino que me desarma un poco. Solo un poco. Pero no puedo dejar pasar la oportunidad de picarlo.

—¿Te refieres a besarme o a meterme en un ascensor sabiendo que podría entrar en pánico? Porque una cosa fue peor que la otra.

Él me lanza una mirada rápida, como si no supiera si estoy bromeando o hablando en serio. Y entonces lo veo: ese maldito amago de sonrisa.

—No estaba tan mal lo del beso, ¿no? —murmura, con un leve encogimiento de hombros.

Mis ojos se abren como platos y siento que mis mejillas se encienden como farolas.

—¡Mike!

Él levanta las manos en un gesto de rendición, pero la sonrisa sigue ahí, un poco más amplia, un poco más peligrosa.

—Vale, vale. Lo siento, de verdad. Solo quería decirte eso.

Su disculpa flota en el aire entre nosotros, sincera pero con ese toque desordenado que parece definir todo lo que él hace. Quiero aceptarla, quiero salir del coche y fingir que no siento un huracán cada vez que está cerca, pero en lugar de eso, simplemente asiento.

—Gracias por traerme —digo, con la voz más neutra que consigo reunir.

Agarro el tirador de la puerta otra vez, pero antes de bajarme, me detengo y lo miro.

—Y, por si te lo preguntabas... lo del beso no estuvo nada mal.

La cara que pone es tan divertida que no puedo evitar sonreír mientras cierro la puerta tras de mí. Me apresuro hacia la entrada de la residencia antes de que mi cerebro tenga tiempo de procesar lo que acaba de pasar, pero aun así, siento su mirada fija en mi espalda, quemando como una estrella que no sabe apagar su brillo.

Entro en la residencia, y la primera sensación que me invade es el olor a té y lavanda, mezclado con ese aire ligeramente rancio que tienen los edificios viejos. La recepción está casi vacía, excepto por la mujer mayor que me dio las llaves de mi habitación el primer día, que está ocupando el escritorio central como si fuera la guardiana de un castillo encantado. Lleva un pijama de flores azules y verdes que, honestamente, parece más cómodo que cualquier cosa que yo haya usado en días.

Somos como estrellas (REESCRIBIENDO) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora