d i e c i o c h o

858 51 1
                                    

El aire de la mañana me despierta antes de que lo haga el sol. Hace frío, el tipo de frío que se te mete en los huesos y te obliga a acurrucarte más fuerte contra lo que sea que tengas cerca. Solo que esta vez no hay nada cerca, ni nadie. Estoy sola en la habitación de Mike.

Parpadeo, acostumbrándome a la luz tenue que se filtra por las cortinas, y un escalofrío me recorre. Me froto los brazos y me doy cuenta de que no estoy vestida para enfrentar el invierno que parece haberse colado por la ventana. La cama está deshecha, como si Mike se hubiera levantado a toda prisa, y hay ropa por todas partes. No es que me queje; al menos tengo opciones.

Mis ojos encuentran una sudadera negra en el suelo, grande y anónima, como si hubiera sido diseñada para alguien que prefiere no destacar. La recojo y me la pongo sin pensarlo mucho. Me llega casi hasta las rodillas y las mangas son un mundo aparte: desaparezco dentro de ellas como si la prenda me estuviera abrazando. La sudadera huele a él, a algo cálido y limpio, como si llevara el aroma de una fogata en una noche de lluvia.

De pronto, me siento menos sola.

La habitación es... bueno, no voy a mentir, es un desastre. Pero un desastre entrañable, como esos cajones donde guardas cosas que no necesitas pero que te da pena tirar. Hay zapatillas abandonadas bajo la cama, una chaqueta colgada de la silla, y un escritorio que parece haber sido vencido por el peso de papeles, llaves, y un par de latas vacías de algo que probablemente no debería ser desayuno. Y entonces veo la cómoda.

Entre todo el desorden, hay una foto enmarcada. Me acerco, inclinándome para verla mejor, y no puedo evitar reírme. Son Mike y Devorah, aunque no los reconocería si no supiera que son hermanos. Están en una piscina, en pleno verano, con el sol desbordándose sobre ellos. Ambos son tan rubios que casi parecen dos bombillas humanas. Mike tiene el pelo rizado y mojado, y su sonrisa es tan grande que podría eclipsar al sol. Lleva manguitos de colores y una expresión de felicidad pura, despreocupada, como si el mundo no pudiera tocarlo.

Físicamente, Mike está igual.

Devorah, en cambio, es otra historia. Está regordeta, con unos mofletes que piden a gritos ser pellizcados, y su expresión es una mezcla de resignación y desafío, como si alguien hubiera tenido que sobornarla para que se metiera en el agua. Es tan distinta de la Devorah de ahora, con su pelo negro azabache y su figura delgada, que por un segundo pienso que no puede ser ella. Pero lo es. Hay algo en su mirada, en la forma en que sostiene el mentón, que es inconfundible.

¿Quién diría que hasta Debbie ha tenido una fase de mofletes?

Vuelvo a dejar la foto en su lugar y me abrazo a la sudadera, sintiendo cómo el frío de la habitación va desapareciendo poco a poco. Hay algo extraño en estar aquí, entre las cosas de Mike, en un espacio tan suyo. Como si estuviera viendo partes de él que no muestra al mundo.

No sé cuánto tiempo paso ahí, parada frente a la cómoda, mirando su caos, sus recuerdos, y sintiéndome un poco menos perdida de lo que esperaba estar.

Decido que es hora de salir en busca de Mike, pero justo cuando estoy a punto de salir de la habitación, escucho su voz al otro lado del pasillo. Es inconfundible: firme, con ese filo cortante que tiene cuando algo realmente lo enfada. Me quedo quieta por un segundo, con una mano en el pomo, dudando si debería abrir. Pero no soy buena con las decisiones impulsivas, así que, como siempre, elijo el camino más fácil: caminar hacia el ruido.

El pasillo está frío, igual que la habitación, y a medida que me acerco al salón, las voces se hacen más claras. Reconozco las de Devorah y Cameron, pero apenas dicen nada. Luego están las de Sarah y Adam, hablando en tonos que suenan... intensos, pero no agresivos. Y finalmente, está Mike. Su tono, bajo y grave, es el de alguien que ha tenido suficiente.

Somos como estrellas (REESCRIBIENDO) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora