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Empezó con una llamada telefónica: 5:56 P.M. un miércoles. Tooru apenas llegaba a casa del trabajo, intentando sostener sus bolsas de compras y alcanzar su teléfono al mismo tiempo. Durante estos días temía contestar el teléfono y se había mostrado reacio incluso a desbloquear su pantalla para ver quién era, y luego –

Llamada entrante de Iwaizumi Hajime.

Tooru miro la pantalla. No estaba seguro de encontrarse respirando.

Su teléfono continúo vibrando y sonando, y luego, ya no más.

Llamada terminada.

Tooru tragó pesado. Su pulgar se deslizó por la ahora negra pantalla; Hajime había terminado la llamada antes de que si quiera pudiera pensar en que decirle. Tooru sabía que los planes de boda avanzaban con velocidad. Los días del evento ya habían sido mandados y como un buen amigo, Tooru los pego con un imán a su refrigerador. Los miraba mucho, pero especialmente a esas horas tardías cuando se encontraba a si mismo desplomado sobre la mesa de la cocina, un vaso medio olvidado de algo al alcance de la mano.

Su teléfono vibró una vez más.

– Hey, Hajime –Tooru ahogó–. ¿Qué pasa?

Hubo silencio por un momento o dos. Tooru veía sus pies. Su calcetín tenía un agujero.

Solo había sido cuestión de tiempo, de verdad.

– Tooru, quiero que seas mi padrino de bodas.

Los hombros de Tooru se aflojaron, sus dedos perdieron el agarre de su teléfono. Cayó al piso, rebotando una o dos veces –la pantalla se estrelló– antes Tooru dejo salir un minúsculo, tembloroso jadeo. Sus oídos zumbaron. Tooru sintió un hormigueo recorriéndole el cuerpo –como si todos sus músculos se durmieran simultáneamente–. Corrió al baño, encorvándose sobre la taza; lágrimas y su estómago vaciándose.

La luz del sol se filtró por una abertura de sus cortinas. Tooru giro la cabeza con rigidez a la derecha, sus ojos registrando el reloj que marcaba pasado el mediodía. Escondió su rostro de nuevo entre las sábanas, inhalando el rancio olor a sudor y la sal de las lágrimas. Estaba tarde para el trabajo ¿Pero que importaba? Difícilmente había dormido, la voz de Hajime en su oído constantemente repitiendo: Tooru, quiero que seas mi padrino de bodas –quiero que seas mi padrino de bodas –mi padrino de bodas.

Tooru se abofeteó. Dolió menos de lo esperado, aunque era ruidoso. El sonido hacía eco en su apartamento vacío. Levantó la mano izquierda, y golpeó su otra mejilla, también; una por cuando no contestó la llamada y la otra por cuando lo hizo.

Tooru, quiero que seas mi padrino de bodas.

Se sintió nauseabundo otra vez, más su estómago se encontraba vacío; no había comido nada por las últimas veinticuatro horas. El simple pensamiento de comida lo enfermaba. Tooru sentía su cuerpo ser absorbido por el colchón; sus miembros pesados, su mente sobre trabajada y exhausta. Nunca se había reportado como enfermo, así que una ausencia no era inusual. Sin una razón para irse, simplemente se hundió más.

Cuándo estaban en preparatoria, Hajime solía tocar su puerta y arrastrarlo a la práctica y a la escuela, aunque ahora–

Tooru, quiero que seas mi padrino de bodas.

Hajime tenía otras prioridades. Pronto estaría casado y Masumi probablemente quería hijos, Hajime también.

¿Cómo los llamaría? En preparatoria, me dijo que sería el nombre de su abuelo; ¿Es eso cierto, Hajime? ¿Aún te conozco tan bien?

Hajime creció para convertirse en un completo extraño; otro número en sus contactos al que nunca llamó, guardado en una impersonal, impecablemente organizada manera.

Estaba bien.

Podría aprender a olvidarlo de esa forma.

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