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– ¡Iwa-chan! ¡Iwa-chan!

Hajime se giró disgustado para encontrarse con la atontada cara de Tooru. Quien empujó el sobre en su mano directo a su cara.

– ¿Adivina qué, Iwa-chan? Es mi cuarta confesión de esta semana –dijo, burlón. Hajime rápido intento tomar la carta frente a su rostro pero los reflejos de Tooru eran más veloces.

Era el inicio del último año de secundaria. Tooru había crecido durante el verano. Sus miembros eran larguiruchos e incluso más pálidos que antes. Sus finos rasgos finalmente cuadraban con su cara y la poca grasa de bebé que aún tenía se había distribuido muy bien en su nuevo marco delgado. Dentro de las primeras semanas de clases se convirtió en la fuente de murmullos y cuchicheos entre las chicas de su nuevo salón.

– ¿Qué te hace pensar que me importa, Oikawa? Además, deja de usar ese apodo –gruñó Hajime.

Mientras Tooru se había vuelto más alto, Hajime se había vuelto más voluminoso. Todo el tiempo que pasaron jugando afuera bajo el sol de verano dejó a Hajime con una tez besada por el sol contra la que nadie podía rivalizar. Tooru al quemarse solo enrojecía como una langosta. Los gruesos músculos que adornaban sus brazos se flexionaron cuando recogió su mochila y camino alejándose de Tooru.

– ¡Que malo, Iwa-chan! Sé que solo estás celoso –Tooru le gritó.

Una vez se aseguró de que Hajime había llegado exitosamente al final del pasillo y muy lejos de su vista, con cuidado abrió la carta. Le dio una mirada superficial antes de romperla en pedacitos y depositarla en el bote de basura del salón. Tooru observo con tristeza los trozos caer al fondo. Esta era su cuarta confesión en la semana y también su cuarto rechazo. Ya podía ver las lágrimas asomarse en los ojos de la pobre Ayame-chan mientras le decía que no estaba interesado en ese tono sacarino que siempre usaba.

Sabía que pasaría. Tooru podía soñar todas las noches con ello pero Hajime jamás se le confesaría. Tooru sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal ante la punzada de rechazo que atravesó su pecho. Comenzó a guardar sus cosas antes de que la repugnancia se sepultara en la médula de sus huesos.

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