Capítulo 19

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Se arrodilló junto a la mancha oscura que el cuerpo al arder había dejado sobre la hierba. Tomó con los dedos un pellizco de ceniza endurecida y la frotó entre las yemas hasta deshacerla. Una sonrisa maliciosa apareció en su rostro. Aquel cretino se lo tenía bien merecido por haber incumplido las reglas. Las órdenes eran claras, estaba allí para observar, nada más; pero aquel vampiro había decidido actuar por su cuenta yendo a la caza del Guerrero, y eso le había costado la vida a manos del licántropo. Solo un neófito prepotente se hubiera arriesgado de esa forma, y ahora le tocaba a él ocupar su lugar.

  Odiaba que le diera órdenes aquel vampiro estirado, pero no le quedaba más remedio que acatarlas si quería que el plan se desarrollara tal y como había sido orquestado. No había cabida para los errores. Llevaba mucho tiempo planeando meticulosamente cada paso, preparándose para cuando llegara el momento, y nada ni nadie se interpondría en sus planes. Se lo debía a ellas.

  Suspiró y se limpió la mano en el pantalón con descuido.

  Un escalofrío recorrió su nuca y un ligero escozor apareció sobre la piel de su rostro, cuando el primer rayo de sol incidió directamente en él. Alzó la mirada hacia las copas de los árboles, comprobando cómo el amanecer se abría paso empujando a las estrellas.
Se puso en pie, la sed lo consumía provocándole agudos retortijones en el estómago. Corrió a través de la espesura, dejando atrás el oscuro y profundo bosque. Miró de nuevo al cielo, que ahora era de un suave color celeste, y caminó tratando de acomodar su vista a la fulgurante luz. De repente, el olor a sangre penetró de lleno en su olfato, era sangre fresca, sangre fresca humana.

  Llegó hasta la primera línea de árboles que daba paso a un claro frente al lago. Desde allí observó con atención la enorme casa azul y blanca; las ventanas de la cocina estaban abiertas y unas cortinas blancas ondeaban a través de ellas, enviando intensas oleadas de un aroma que le estrujaban las venas.

  No tardó en localizar a la presa. En la cocina, una mujer presionaba con fuerza un paño de algodón sobre un feo corte en la palma de su mano. Sintió cómo sus colmillos se alargaban, la idea de alimentarse y matar ocupaba toda su mente. En los últimos meses sus poderes se habían desarrollado a una velocidad terrorífica, cada vez que mataba, estos aumentaban; y a veces tenía la sensación de que no podría contenerlos dentro de su cuerpo. Aguzó sus sentidos y lanzó un rápido sondeo al interior de la vivienda. Había otras dos mujeres, una de ellas muy enferma, la descartó de inmediato; la otra era joven y olía como lo haría el paraíso si existiera.

  Estaba a punto de deslizarse hacia la casa, cuando una extraña sensación le sacudió la espina dorsal, una inquietud que lo obligó a quedarse donde estaba, ocultándose entre la maleza. El tatuaje comenzó a picarle, aquellas dos alas negras ocupaban una buena parte de su brazo y ahora le quemaban la piel con un aviso: él le estaba llamando. Pero no iba a moverse de allí hasta que supiera qué le causaba aquella sensación.

  —¡Maldita sea! —musitó.

  William Crain había aparecido en el otro extremo del claro, caminando con paso firme hacia la casa. Era la primera vez que lo veía en persona, hasta ahora, sus únicas referencias eran un par de fotos que le habían mostrado para que pudiera reconocerlo. Lo estudió con atención, intentando ver qué tenía de especial, qué lo hacía diferente a él o mejor que él. No encontró nada en apariencia, pero sí podía sentir el peso de su aura, era blanca a sus ojos, plagada de destellos brillantes, eléctricos. Era pura luz. Una oleada de celos lo sacudió, porque en su interior solo había tinieblas, él era la mano de la oscuridad; un destino que odiaba tanto como odiaba a quien se lo había impuesto.

  Desde donde estaba, pudo ver a William llamando a la puerta, y cómo la mujer enferma abría y lo saludaba con afecto y confianza. Era evidente que ya se conocían.

Pacto de Sangre Donde viven las historias. Descúbrelo ahora