Capítulo 2

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William llegó a la bifurcación. No tardó en divisar el roble y el camino; y también una señal, semioculta entre la maleza, en la que se podía leer: Sendero del lobo.

  «Tiene gracia», pensó.

  Se estremeció con una suave risa, era irónico que se llamara así, sobre todo cuando conducía a la nueva residencia de una familia de licántropos.

  Avanzó por el camino de tierra convertido en un barrizal por culpa de la lluvia. Una gota le cayó en la mejilla desde el pelo mojado, haciéndole cosquillas. El coche se deslizaba con mucha facilidad sobre el barro, e intentó secarla frotando la cara contra el hombro sin quitar las manos del volante. Apartó la cara de golpe al percibir el olor de la chica impregnado en la prenda, mientras una emoción desconcertante se agitaba dentro de su pecho: el tenue recuerdo de un corazón palpitando en su interior, rivalizando contra el hambre que se agitaba dentro de él. Respiró profundamente, intentando calmarse, hasta que empezó a recuperar de nuevo el control de sus pensamientos.

  Por suerte, una imagen lo distrajo. Una casa de madera y piedra, con el tejado de pizarra, apareció a lo lejos rodeada por el espeso bosque. Tenía grandes ventanales que dejaban ver el interior de la vivienda y, conforme se fue acercando, pudo distinguir varias figuras que se movían por las amplias estancias. Sonrió, y una sensación de calor le recorrió el pecho. ¡Cuánto los había echado de menos!

  Una explanada de gravilla servía de aparcamiento a un monovolumen y a un Range Rover plateado último modelo. Detuvo el coche junto a los otros vehículos y tocó el claxon un par de veces. El portón de madera que daba entrada a la casa se abrió de golpe, y una niña que no contaba con más de siete años salió disparada a través del umbral.

  —¡Ya está aquí, ya está aquí! —gritó la pequeña. Corrió hacia William con sus diminutos pies descalzos y una amplia sonrisa dibujada en la cara. Tenía el pelo rubio, recogido en una coleta que ondeaba sobre su espalda, y unos ojos grandes y grises de los que era imposible apartar la mirada.

  William se agachó para recibirla y la niña saltó a sus brazos abiertos con una gracia que lo desarmó.

  —¡William! —gritó con voz cantarina.

  —¡Hola, April, cómo has crecido! —exclamó abrazándola.

  La niña asintió, emocionada, y se apretó contra su cuello.

  —Te he echado mucho de menos —dijo con un mohín.

  —Y yo a ti, princesa, y yo a ti —reconoció mientras la besaba en la frente.

  William dejó a April en el suelo y abrió los brazos a la mujer que se acercaba hasta ellos con paso rápido, Rachel, la esposa de Daniel. Lucía una larga cabellera rubia recogida en una trenza, y vestía un pantalón corto de color blanco y una camisa a cuadros sin mangas que dejaban al descubierto una piel dorada por el sol. Era una mujer bellísima, exuberante, y nadie diría queaquel cuerpo había sufrido cuatro embarazos. La seguían tres muchachos de anchos hombros y grandes sonrisas en unos rostros muy atractivos.

  —¡Will! —exclamó Rachel, saludando efusivamente con la mano.

  —¡Hola, Rachel!

  —¡No sabes cuánto me alegro de que estés con nosotros! —dijo emocionada. Se abrazaron unos segundos y ella tomó su rostro entre las manos para darle un beso en la mejilla—. Mírate, tan guapo como siempre. ¡Dios mío! ¿Qué te ha ocurrido? ¡Estás empapado!

  William sonrió y meneó la cabeza, restándole importancia a su aspecto.

  —Tuve un pequeño incidente en la carretera, nada importante.

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