Capítulo 10

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Kate terminó de recoger los platos del desayuno y puso una nueva cafetera al fuego. Salió al exterior y rodeó la casa hasta el tendedero. Recogió todas las sabanas y toallas que colgaban secas y volvió a paso ligero dentro de la casa. En apenas media hora, Jill estaría allí para recogerla e ir juntas al instituto. Dejó el cesto con la ropa en el lavadero y añadió suavizante a la colada que giraba en la lavadora.

  Sonaron unos pasos en la escalera y, por el sonido lento y acompasado, supo que se trataba del señor Collins. Todas las mañanas, a la misma hora desde hacía un año, el señor Collins bajaba hasta la galería acristalada, con una vieja máquina de escribir bajo el brazo. Siempre se sentaba en el mismo sitio, a una mesa de forja con la parte superior decorada con guijarros de loza de multitud de colores con aspecto de mosaico. Colocaba la máquina en el centro, en el lado derecho un montón de folios y en el izquierdo un paquete de tabaco y dos de caramelos mentolados, y esperaba pacientemente a que le sirvieran su primera taza de café, antes de comenzar a teclear.

  Kate entró en la cocina, apartó la cafetera y sirvió una taza.

  —¿Qué haces todavía aquí? —preguntó Martha. Acababa de entrar con el correo en las manos—. Deberías estar preparándote para el instituto, jovencita.

  Martha había estado casada durante más de treinta años con el único hermano de Alice. Nunca tuvieron hijos, así que tras la muerte de él, Alice convenció a su cuñada para que fuera a vivir con ellas; de eso ya hacía cinco años.

  —No te preocupes, tengo tiempo —dijo Kate mientras colocaba el café sobre una bandeja—. ¿Eso es el correo? —preguntó con ansiedad, centrando toda su atención en la mano de Martha—. ¿Hay algo para mí?

  —Todavía no lo he mirado —contestó, encogiéndose de hombros. Se acercó a la mesa y le ofreció el paquete con las cartas.

  Kate se las arrebató de la mano y las fue mirando una a una con rapidez. Al terminar, una expresión frustrada apareció en su rostro.

  —Nada.

  —Puede que mañana —dijo Martha, esbozando una sonrisa que pretendía ser alentadora.

  —A todos los que conozco ya les ha llegado la carta con la decisión. Falta muy poco para la graduación y necesito saber si de verdad tengo motivos para celebrar algo —replicó, desilusionada.

  —Aunque no te admitan en Harvard, terminar el instituto es algo que solo ocurre una vez en la vida, y deberías estar contenta. Además, hay otras universidades, y seguro que estarán encantados de contar con alguien tan inteligente como tú entre sus alumnos.

  Kate estuvo a punto de formular una queja, pero en ese momento Jill llegó tocando el claxon con impaciencia.

  —Corre, yo llevaré el café al señor Collins —la apremió Martha.

  Kate se precipitó escaleras arriba, su habitación estaba en la última planta junto a la de su abuela. Recogió los libros que tenía esparcidos por el escritorio y el par que había bajo la cama; los guardó todos en su mochila. Al salir del cuarto cogió una sudadera que colgaba de la silla y se la puso mientras bajaba a trompicones, tratando de no tropezar y caer.

  Jill la esperaba fuera del coche, conversando con Alice.

  —¡Vamos, pesada! —exclamó al verla aparecer. Se despidió de Alice con un beso y subió al coche.

  Kate jadeaba cuando se paró junto al vehículo, le dio un abrazo fugaz a su abuela y también subió.

  —¿Lista? —preguntó Jill.

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