12. Volando voy, volando vengo.

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Demasiado tarde para decir no me gusta volar, ¿verdad?

— ¿Estas nerviosa? 

No que va, me había puesto más blanca quela pared porque me había rebozado en harina antes de salir de casa.

— Un poco — dije mientras tomaba mi mochila de mano y me sentaba en el lado de la ventanilla.

— No pasará nada Leah, no tengas miedo.

— ¿Y si nos caemos?

— Pues podremos decir que hemos practicado caída libre.

— ¡Peter! — grité enfadada ganándome bastantes malas caras por parte de los demás pasajeros.

 El viaje fue uno de los mayores sufrimientos de mi corta y patética vida, gracias a Dios que Peter venía conmigo porque de haber ido sola seguramente me hubiera tirado por la puerta de emergencia a los veinte minutos para acabar con mi sufrimiento.

Haber, técnicamente no me da miedo volar, pero cuando me enteré que el viajecito en cuestión era casi 3 horas para llegar a Edimburgo se me cayó literalmente el alma a los pies.

Cuando tenía cinco años monté por primera vez en avión, fuimos a Disneyland París, la cosa es que entre una cosa y otra aborrecí los aviones y por si fuera poco no disfruté del parque porque me asusté el primer día con un Gastón bastante discutible.

— Hemos llegado amor — escuché decir a mi novio mientras me despertaba de la siesta.

Una siesta de 3 horas, que cosas.

Bostecé y me estiré antes de poder poner toda mi atención en él, tenía el pelo totalmente alborotado y los ojos rojos de haber estado durmiendo.

— ¿Qué tal el viaje chica misteriosa?

— ¿Qué parte? La primera hora en la que he sufrido lo que no está escrito, o la hora siguiente que he dormido clavándome el codo en el ojo.

— La mejor.

— Haber estado contigo — dije sonriendo.

— Eso es todo el viaje.

— Veo que lo has entendido.

Sonreí ante la perspectiva de verle enrojecer. Que lo hizo.

Ambos nos levantamos y fuimos a recoger nuestras pertenencias, tardamos aproximadamente una hora en hacerlo todo y casi nos dio algo porque una señora mayor con muy mala leche nos quería robar nuestra maleta y a Tortilla, que, por cierto, estaba medio traumada cuando la recogimos.

Qué lástima, pobre criatura.

Haber no la culpo, yo si fuera un gato no querría pasar dos horas en una mini jaula y encima volando.

— Llegaremos a casa de mis padres para después de comer, te apetece tomar algo antes — me preguntó Peter mientras ajustaba el retrovisor del coche que habíamos alquilado.

— Mejor vayamos a casa de tus padres.

Él hizo un mohín y finalmente accedí a que comiéramos algo de camino, nada pesado, algo que nos llevó unicamente veinte minutos de retraso y que casi nos perdiéramos en la entrada de su pueblo.

Pueblo que por cierto me fascinó nada más entrar, en si era muy pequeño, pero el tamaño se compensaba con la belleza y la sensación que te inundaba nada más ver el lugar: calles estrechas formando un polígono perfecto, con callejuelas y terrenos vacíos sin edificar haciéndolo irregular por el centro, en las edificaciones también podías encontrar esa irregularidad, las casas eran aparentemente nuevas, pero se podía divisar con bastante facilidad un casco más antiguo que pese a las mejoras no había perdido su belleza primigenia, el casco en cuestión pertenecía a la zona cultural-religiosa del pueblo, en este caso católica.

Soltera, ¿un año más?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora