Despampanantes luces y estridentes sonidos fueron los que me retornaron del sueño que se había apoderado de mí hacía ya unas horas. El dormir siempre me había parecido una actividad fascinante como objeto de estudio. Uno es consciente de su actuar todo el tiempo de vigilia, pero por más cuerdo que uno se hallase, siempre caemos rendidos ante el guardián que detiene nuestra conciencia y nos deja volar libremente en los sueños.
Sin embargo, uno es tan libre en ese mundo ficticio que termina por estar preso de éste, puesto que si bien podemos soñar "lo que sea", no decidimos ese "lo que sea", y no podemos dejar de soñar "lo que sea" que estemos soñando. Y al despertar, toda esa realidad, quizás mortificante para nosotros, se esfuma y nos deja pidiendo explicaciones de por qué se nos presentó de ese modo tan ajeno y al mismo tiempo tan común para nosotros.
Éste y muchos planteos del mismo estilo fueron los que terminaron dictando mi vocación, y me decidieron a embarcarme en la odisea más importante de mi vida. No había sido nada fácil gestionar mi nueva realidad, y mucho menos concretarla. Cuando uno es joven, todos suelen asumir que no entiendes nada, que simplemente eres un iluso soñador que se estima demasiado alto y que aspira metas inalcanzables que, a futuro, solo terminarán en un simple conformarse con lo que uno tiene, abandonando toda meta inicial.
Claramente la idea de plasmar mi futuro estudiando en la gran ciudad no fue, en un inicio, del agrado de mi familia. La mayoría de los padres proyectan en sus hijos lo que ellos creen mejor; en el caso de mis padres, la noticia de querer convertirme en un reconocido profesional de la salud mental, en lugar de continuar el pequeño pero seguro restaurante familiar, les cayó como un baldazo de agua fría. Debería existir una ley que prohibiese a los matrimonios tener un único hijo: es cruel que todo el peso de la responsabilidad del legado familiar recaiga tan solo en una persona. Cuando sobrecargas de responsabilidades a alguien, nada bueno puede salir.
En ese entonces, yo no sabía que esa sería la moraleja más importante que mi estadía en la gran manzana me dejaría.
Un claro ejemplo era el asistente de cabina, que estaba intentando calmar a todo el tumulto de gente que aclamaba con ímpetu salir del tren.
El ruido generado por la muchedumbre, y particularmente los gritos de una señora de unos cincuenta años, que lucía un horrible vestido floreado color carmín, terminaron por colmar mi paciencia, haciendo que ni siquiera intentara moverme de mi asiento.
Siempre oía los rumores del bullicio constante que se hacía presente en la ciudad de Nueva York, pero nunca creí que era tan obvio. Lejos de ser algo a lo que estaba acostumbrado, parecía como si todos estuviesen demasiado apurados, y me causaba un particular tipo de molestia difícil de explicar.
Pasaron aproximadamente diez minutos más de griterío, cuando finalmente las puertas del tren se abrieron, haciendo que todas las personas salieran de dicho vehículo cual hormigas en un hormiguero que se estaba prendiendo fuego. Yo esperé a que se vaciara un poco: después de todo, los últimos serán siempre los primeros.
Las filas de espera en el chequeo de identidades fueron muchísimo más eficientes, lo cual aceleró mi salida de la estación.
Una señorita muy amable, morena y de rasgos bien definidos, tomó mi identificación, revisó un poco mi equipaje y apuntó mis datos en una planilla con su bolígrafo. Luego, selló mi identificación y me dio la bienvenida a la ciudad.
No habían pasado ni cinco minutos estando dentro del sector central de la estación cuando visualicé a lo lejos a la persona que estaba buscando. Se veía bastante distinto de como lo recordaba: su cabello estaba un poco desordenado y algo más largo; su estilo de vestir había mejorado e incluso a simple vista se notaba que había bajado de peso. Pero si algo no había cambiado era su penetrante mirada verde, reconocible a kilómetros de distancia.

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Club de Horus
Teen FictionEl traslado desde su pequeño pueblo natal hasta la gran ciudad de Nueva York fue particularmente complejo para Jem Myers, un joven de dieciocho años cuyo sueño es convertirse en un aclamado psiquiatra. Su problema no fue precisamente la distancia c...