CAPÍTULO 14

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Grité al ver la escena.

Azriel me había apartado de un empujón y yo había caído de espaldas, en perfecta posición para contemplarlo todo. Vi como la bestia le desgarraba la piel de la espalda con las garras y luego lo lanzaba lejos.

No me permití entrar en pánico.

Me temblaban las piernas cuando me puse en pie y me acerqué a Azriel, temblando, desenvainé su espada y me dispuse a enfrentarme la bestia.

Aléjala de él, él ahora no puede defenderse, protégelo, fue lo primero en lo que pensé.

Todo temblor desapareció cuando empuñé la espada con fuerza y me acerqué al bicho. Intenté clavársela en el cuello, a la yugular, el punto más débil, pero la piel era tan gruesa que el corte no fue lo suficientemente profundo y casi no se inmutó de mi ataque. Como defensa, me golpeó con su gran zarpa y me tiró al suelo. Caí sobre mis codos y gruñí por el impacto, pero no me detuvo. Había sido entrenada por uno de los mejores guerreros de todos los tiempos, mi padre, y a pesar de que Azriel me había advertido sobre lo difícil que era derrotar a una de estas bestias, no me asusté. Me puse en pie y volví al ataque.

Cogí carrerilla y le clavé la espada en el pecho, esta vez se clavó mucho más profundamente porque la bestia rugió de dolor. Contraatacó y consiguió herirme en el brazo, rasgando la tela de la camisa y cubriéndola de sangre, me alejé un segundo y miré la herida, me mareé.

Mente fría, debes seguir.

Volvía a estar lejos de la bestia. Ignorando el dolor, empuñé una vez más la espada, y repetí mi jugada.

Corrí hacia eso y se la clavé, directa al corazón. Profirió un fuerte rugido que hizo que me temblasen todos los huesos del cuerpo e intentó herirme de nuevo. Me agaché para esquivar su gran zarpa, dejando la espada dentro del bicho.

Cuando me volví a levantar, agarré la empuñadura de la espada y, con dificultad, se la arranqué del pecho.

La tibieza de su sangre me empapó y noté como la bilis me quemaba la garganta. Era pegajosa y espesa, además desprendía un olor metálico que me repugnaba. Nunca había visto nada semejante.

La bestia seguía en pie, aunque se tambaleaba. Vi mi oportunidad.

Hice un esfuerzo sobrenatural y conseguí empujarla hasta el borde de la colina para finalmente tirarla al lago. Su cuerpo provocó una gran onda en las aguas tranquilas de la charca.

Seguía viva. Tenía que acabar con ella para asegurarme de que no volvería a atacarnos.

Desde el borde del pequeño acantilado, cargué mi arco y disparé. Una, dos, tres, cuatro y hasta cinco flechas, todas dirigidas a puntos estratégicos que la acabarían con ella.

No me detuve, aunque la herida rozaba la madera del arco cada vez que cargaba. Debía asegurarme de que estaba muerta, de que no volvería.

Cuando me quedé sin flechas, bajé el arco y respiré temblorosamente un par de veces antes de darme la vuelta y echar a correr.

Azriel.

Me desplomé al lado de su cuerpo inconsciente y le miré la espalda.

-Azriel...- dije un hilo de voz temblorosa y titubeante. No hubo respuesta.

La camisa, antes blanca, ahora estaba completamente cubierta de sangre y rota, por los agujeros pude ver sus heridas y se me cerró la garganta. Eran grandes y profundas, de ellas salía mucha sangre, y las vendas que yo le había puesto para las heridas del pecho se habían roto y no servían de nada.

La reina del olvidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora