PRIMERA PARTE - CAPÍTULO 1

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Ya eran muchas las noches que pasaba en vela, sin conseguir dormir, y aquella no fue una excepción.

Casi se había vuelto mi rutina quedarme a leer o escribir hasta las tantas de la madrugada, buscando, en vano, el sueño. Nunca lo conseguía, por lo que terminaba obligándome a mí misma a volver a acostarme y seguir intentando dormirme.

Ya harta de todos mis intentos fallidos por conciliar el sueño, me levanté de la cama, y encendí una lámpara de aceite para luego me asomé a la ventana y la abrí.

La suave brisa nocturna me acarició el rostro, cerré los ojos ante su impacto e inhalé profundamente, llenando mis pulmones con el aire frío de la noche. Exhalé y despegué mis párpados.

Fue entonces cuando la vi.

Del extenso bosque que rodeaba el palacio provenía una luz, que centelleaba y se desvanecía de forma irregular. Avanzaba con lentitud, y se detenía por momentos. Tardé en percatarme de que se dirigía hacia el castillo.

Cuando lo hice, fruncí el ceño y me asomé aún más hacia el exterior. Fijé la mirada en el destello y lo observé mientras se movía a través de la extensa arboleda.

Después de un largo rato mirando, ya que no tenía sueño y disponía de mucho tiempo, se detuvo.  Pasaron varios minutos y la luz no se movía.

La curiosidad pudo al fin conmigo y, sin reparar mucho en las consecuencias de abandonar el castillo a tan altas horas de la madrugada, me decidí a salir por la ventana. No sin antes abrir el armario para coger algo de ropa más abrigada y calcarme para salir en busca de aquella misteriosa luminiscencia. Era extraño, sentía que me atraía de una forma inexplicable, que me animaba a ir a su encuentro.

Me asomé por la ventana para observar y escuchar atentamente y en silencio cualquier indicio de actividad en el castillo. Una vez comprobado que nadie parecía estar despierto y que la luz seguía inmóvil, salí.

No estoy orgullosa de decirlo, pero fue sencillo, estaba acostumbrada.

Me deslicé por las robustas enredaderas que subían por la fachada de palacio y llegué al suelo. Una vez me hube ocultado, volví a observar y escuchar. Todo iba bien, ningún ruido, nadie se había percatado de mi fuga.

Avancé sigilosamente por los jardines, aún en tensión por si me descubrían y corrí un último tramo hacia los portones de hierro que resguardaban la aparentemente única entrada posible al recinto del castillo. Obviamente no saldría por ahí, demasiado arriesgado, pero no suponía ningún problema , ni siquiera lo había considerado como una opción.

A pocos metros de ella, torcí a la derecha y avancé hacia el muro. Era muy alto, dos o tres metros, casi imposible de trepar por sus pulidas paredes, pero daba igual porque tampoco tenía pensado saltarlo.

Comprobé de nuevo que nadie me había visto ni seguido, y separé cuidadosamente un par de setos, dejando a la vista un agujero en el muro.

No tenía ni idea de cómo o por qué esa abertura estaba ahí, pero lo estaba, y me era útil si necesitaba salir sin ser vista, por eso lo había mantenido en secreto y no había avisado a nadie cuando lo descubrí hace un par de años.

Atravesé el muro y pegué la espalda a su parte exterior, volví a afinar el oído. Nada.

Solté el aire que había estado reteniendo y noté la adrenalina recorriéndome el cuerpo. Sonreí.

Ese tipo de pequeñas aventuras, esa sensación, era una de mis cosas favoritas. La adrenalina que sentía al romper de esa forma las normas, la tensión por ser descubierta y la concentración que necesitaba para asegurarme que nadie me había seguido, el riesgo, me hacían sentir viva. En seguida me puse la capucha de la túnica para llamar menos la atención y comencé a caminar.

La reina del olvidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora