Capítulo veinticuatro: El perdón es un alivió

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Me separé de Gavi y miramos al frente.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté de malas maneras —. Ah, y deja de decir eso, que me da vergüenza.

—Vergüenza tendría que darte a ti abrirte de piernas como una cualquiera —dijo y parpadeó con rapidez.

—Hay gente que es humillada y otros que se humillan solos. Campeón, tú estás en la segunda tanda. Joder, hay gente gilipollas y hoy me tropecé con todos —dijo Gavi.

—Para tu información, Pol, me abro de piernas con quien se me da la gana, porque es mi cuerpo y con él hago, simplemente, lo que me sale de la flor, ¿vale? ¿Por qué no te vas a acostar con Carla o a ponerle los cuernos a la próxima novia que tenga la mala suerte de tropezar contigo? Déjame en paz, pesado.

—Hola, mi amor —dijo mi prima mayor a mi lado.

Nos llevamos tres meses, pero jamás pensé que podría caer tan bajo.

Comencé a reírme.

—Pobrecita —dije —. Siempre supe que me tenías envidia, pero jamás pensé que te podrías caer tan bajo. Pero, oye, que si a ti te gusta, espero que los cuernos que tengas, no tropiecen en el techo del ascensor. Que tengas lindo día, primita —le dije y Gavi tiro de mí y comenzamos a caminar.

—Amargada —me gritó Pol.

—Hoy es el día en que los tontos se vuelven más tontos.

—Y encima me los tengo que encontrar —le dije y comenzamos a reírnos de lo irónica que era la vida.

Caminamos y luego nos subimos a un taxi que nos llevó hasta el cementerio, pero primero me paré antes de entrar.

—¿Qué pasa? —me preguntó Gavi cuando se giró al no verme a su lado.

—Quiero hacerlo sola —le dije.

—Por supuesto —dijo —. Tomate el tiempo que necesites, ¿vale?

—Vale —le dije y le di un beso en la mejilla.

Recorrí el gran pasillo y entré al cementerio. Recorrí las rumbas con las lágrimas en los ojos y pasé la mano por el nombre de mi padre cuando llegué al pie de su tumba y respire muy hondo. Las lágrimas inundaron mis ojos y me senté, apoyando mi espalda contra su tumba.

Me quedé en silencio. No tenía fuerzas para hablar. No tenía fuerzas para hablar, así que me quedé en silencio, buscando las palabras oportunas o no tan oportunas para hablar.

—El Madrid es campeón de liga —dije, diciendo algo que no iba a decir —. Nuestro equipo ganó la liga este año, papá. ¿Y sabes una cosa? El tío ya es coronel del ejército, lo ascendieron. ¿Te acuerdas cuando nos contó que algún día sería coronel? Pues lo logró, papá.

Me volví a parar. No sabía que decir, aunque debería de decir lo que tenía guardado dentro del pecho, era incapaz de hacerlo.

—Me voy a morir, papá —le dije después de un largo rato —. Me voy a morir como lo hiciste tú en aquel accidente. Sí, has oído bien, dije accidente. ¿Suena raro, verdad? Sé que quizás no fue tu culpa y que los accidentes suceden todos los días, sobre todo los de tráfico, ¿no?

Me volví a parar y me limpié las lágrimas con las mangas de la chaqueta de Gavi.

—Quería pedirte perdón por nunca venir a visitarte, ni traerte flores y no volver a hablar contigo, como solía hacer cuando regresabas del hospital. ¿Mi enfermedad es ese castigo, papá? Sé que la tenía desde hace tiempo, mucho antes de que tú murieras junto a mamá, pero ¿la vida no me ha dado un corazón porque no he perdonado? —le dije con las lágrimas brotando por mis mejillas y con el alma encogida —. Nunca creí en el karma, pero ¿esto se tratará de algún tipo de karma? ¿Sabes, papá? No me quiero morir. No es que no me quiera morir porque quiero seguir viviendo, sino porque tengo miedo. ¿Es normal sentir miedo al ver como te vas apagando lentamente y todo a tu alrededor se paraliza a la misma vez que sientes que estás metido en un armario y no puedes salir de él y solo la oscuridad te hace compañía?

Cerré los ojos, llevé la palma de mi mano al pecho y sollocé, soltando todo lo que tenía guardado dentro del pecho y que durante siete años había guardado ahí. Llore fuerte mientras sentía el zumbido del viento, las hojas y a las señoras caminando con sus pechos tacones.

—Te quiero muchísimo, papá —le dije —. Te quiero muchísimo y te echo mucho de menos. Y no, no estaba enfadada porque hayáis tenido un accidente, estaba enfadada porque ya no estabas y nunca más vas a estar. He tenido que lidiar con el no verte más y, papá, lo siento mucho. Lo siento mucho, papá —dije mientras lloraba y me bebía mis propias lágrimas —. Nunca sentí realmente que tú fueras un asesino que le habías arrebatado la vida a mamá, me sentí como la niña a la cual su padre ya no le iba a contar cómo era operar un paciente, ni íbamos a hacer pizza cada vez que el Madrid jugaba y tú podrías estar en casa, y mucho menos me ibas a hacer cosquillas hasta verme realmente roja. Me sentí abandonada por su propia familia desde el momento en el cual sucedió el accidente. No os importó dejarme sola en los brazos de una tía que apenas tenía veintidós años. No os importo, papá. Y aunque ella lo haya hecho lo mejor posible, me dolió ver cómo vivía una vida que no es vida.

Me sequé las lágrimas y me tomé la libertad de respirar un poco.

—Me dolió ver como tuve que cambiar de casa, de cama, de cuarto, pero lo que me dolió más fue ver como mi vida cambiaba aún más y más y yo no podía hacer nada para evitarlo. Me mudé a una casa que nunca he sentido que era mía también y aunque no lo digan, siento que estorbo en todo momento. Tengo la necesidad de apartarme del mundo para que nadie se dé cuenta de que existo, papá. A veces pienso que lo mejor que podrían haber hecho, es que yo no naciera. ¿Sabes por qué? Porque nadie, papá. Nadie merece lo que me tocó vivir a mí y todavía sigo viviendo, porque, aunque no lo creas, después de aquel accidente, yo no volví hacer la misma. ¿Sabes lo peor de todo? Que nadie se dio cuenta. Nadie. ¿Y sabes que? No tengo nada que perdonarte, porque al fin y al cabo, tu único error fue tenerme —dije y me levanté, con las lágrimas en los ojos y otras brotando por mis mejillas.

—¿Quieres un pañuelo? —me dijo una señora mayor que me encontré de frente cuando di tres pasos.

—No, gracias —le dije.

—Muchacha, ¿cómo vas a salir con esa carita así? Estás roja, hinchada y con la cara llena de lágrimas. Un pañuelo ayudará a secar las lágrimas. Toma, anda.

—Gracias —le dije cuando me entregó un pañuelo.

—Que Dios me la bendiga —dijo y sonreí.

—Gracias —le dije y comencé a caminar nuevamente.

Salí del cementerio minutos después y me encontré con Gavi, con las manos en los bolsillos y mirando hacia el otro lado del cual yo salí.

Me planté a su lado, mirando en la misma dirección que él. ¿Podrían dos vidas conectarse entre sí? Lo único que sé es que saber el día que te vas a morir, es lo peor que puede pasarte. ¿Sabéis? Cuando te preguntan, ¿qué prefieres saber, el día que vas a morir o de que vas a morir? Una, al saber las dos cosas, te limitas al completo. Me pasé la mayoría de mi vida sabiendo la respuesta a esas dos preguntas, y ahora que ya estoy cerca, tengo miedo.

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Nota de autora
Si ustedes pensáis en dos finales, yo os tengo un tercero.

Amor de contrato #1 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora